SAN MARTÍN
Al empezar el siglo IV, la religión druídica de la Galia había perdido aquella vitalidad pujante con que la habían encontrado los ejércitos de César. De la mezcla de la mitología romana con la céltica se había formado una religión popular, adulterada aún más con fuertes importaciones de cultos exóticos venidos del Oriente.
El cristianismo avanzaba con grandes dificultades, y la misma herejía se esforzaba por corromper en la misma fuente la evangelización del país. Para poner orden en este caos religioso, Dios suscitó un hombre que debía realizar la triple misión de establecer la vida monástica en las Galias, evangelizar los campos y defender en todas partes la pureza de la fe.
Llamábase Martín. Había nacido en la región occidental del Danubio, Panonia, de padre pagano, que ostentaba en el ejército el grado de tribuno militar. Recibió en Pavía una esmerada educación, y allí conoció la religión cristiana. A los diez años se agrega al número de los catecúmenos, y algún tiempo después, manifiesta la intención de huir a un desierto. Siente el anhelo de practicar el evangelio integral. Para librarle de las influencias cristianas, su padre le hace soldado contra su voluntad y le incorpora al arma de caballería.
Nos dice su historiador, Sulpicio Severo, que supo conciliar sus nuevos deberes con las aspiraciones de su alma, haciendo una vida de monje y de soldado, casta y sobria, amable y valerosa. Como hijo de oficial, tenía derecho a un ordenanza, del cual quiso hacer un amigo: comía con él, le servía en la mesa y hasta le limpiaba el calzado.
Es en este periodo cuando surge una de las historias más bellas y más conocidas de nuestro Santo. Un día de invierno muy frío, la tropa romana entró en la ciudad francesa de Amiens. Allí, Martín encuentra a un pobre desnudo que le implora caridad, y no teniendo monedas para darle, Martín sacó la espada, cortó la capa que llevaba por el medio y le dio la mitad a aquél pobre hombre.
Fue objeto de burlas por parte de sus compañeros, pero la acción caritativa fue dulcemente recompensada, ya que aquélla misma noche vio en sueños a Jesucristo vestido con el mismo trozo de tela que había dado al mendigo, y oyó de Él estas palabras: “Martín, todavía catecúmeno, me ha dado este vestido”.
Martín no piensa sino en dejar el mando de sus dos cohortes y entregarse exclusivamente al servicio de Dios. Pensaba que un cristiano no puede derramar la sangre de sus semejantes ni siquiera en la guerra.
El joven soldado del César Juliano se encontraba con las legiones que el Emperador había concentrado en la ciudad de Worms preparando la ofensiva contra los bárbaros que habían penetrado en las Galias. Corría el año 356.
Para levantar, de manera convincente, la moral de los soldados, el César decidió dar un donativo a sus tropas. En medio de las legiones alineadas en perfecto orden, cada soldado recibía el dinero que con generosidad daba Juliano.
Fue entonces cuando Martín renunció a llevar armas. Aproximándose a Juliano le dijo: “Hasta ahora, César, he luchado por ti; permite que ahora luche por Dios. El que tenga intención de continuar siendo soldado que acepte tu donativo; yo soy soldado de Cristo, no me es lícito seguir en el ejército”.
Juliano pensó que aquel momento, en medio de una operación militar, no era el más oportuno para acceder a tan singular petición. No podía permitir entre sus tropas ni la deserción ni la disensión. Pero, hábil como era, pretendió desautorizar a Martín entre sus compañeros porque su ejemplo bien podía extenderse si trataba el asunto según la estricta disciplina militar, es decir, ejecutándolo. Así pues, el César, le contestó: “Tú sabes que el combate está pronto, los bárbaros nos atacarán mañana y hemos de responder con contundencia, la seguridad del Imperio peligra. Tu actitud, querido Martín, parece que está más motivada por el miedo que por tus convicciones religiosas. Dices ser cristiano, es decir, un cobarde. Tienes miedo de enfrentarte al enemigo”.
Martín escuchaba con paciencia, sabía que Juliano era un buen comandante, erudito en los negocios de la guerra y de la filosofía. Su ataque contra el cristianismo era hábil. Si no respondía con habilidad, sus compañeros de armas se reirían de él, y, lo que era peor, de Cristo. Pero no tuvo que pensar mucho rato (el Espíritu Santo ayuda en esos casos), la respuesta le salió rauda del corazón: “¡Muy bien! Dices que soy un cobarde. Pues mañana, al amanecer, cuando sitúes tus legiones en orden de combate, déjame en primera línea, sin armas, sin escudo y sin casco y me internaré tranquilo en las filas enemigas. Así te probaré mi valor y mi fidelidad y te demostraré que el miedo que tengo no es a morir sino a derramar la sangre de otros hombres”.
Así se acordó. Pero el gesto no fue necesario. Los bárbaros, por la mañana, pidieron la paz. Las crónicas anotaron que los bárbaros no se atrevieron a enfrentarse a la pericia militar de Juliano, después llamado el Apóstata por otras crónicas. Pero algunos legionarios afirmaron que lo que realmente les espantó fue el haber sabido, gracias a sus espías, que los romanos estaban tan seguros de la victoria que muchos soldados acudirían al combate sin armas.
Así fue como Martín, más tarde conocido como San Martín de Tours, obtuvo la licencia, vencedor por dos veces, pues él no combatió ni se había derramado sangre humana.
Ya libre del ejército, nuestro Santo se hizo bautizar a los dieciocho en Amiens y se dirigió a Poitiers para unirse a los discípulos de San Hilario. Allí empezó su vida dedicada a Cristo, a través de las enseñanzas de este ilustre santo.
Después de conocer las principales virtudes cristianas y de pasar unos días en su ciudad natal, se dirigió a Milán. Al cabo de unos años se retiró a una pequeña isla cerca de Génova, llevando una vida eremítica de silencio y austeridad.
Pero San Hilario le pidió que regresara a Poitiers. Allí fue exorcista, y posteriormente San Hilario le ordenó sacerdote.
Más tarde retiró a Ligugé, donde fundó un monasterio y se le unieron algunos discípulos
En el año 370 es consagrado obispo de Tours. Uno de sus primeros actos fue fundar otro monasterio, el de Marmoutiers.
Había sido, como se dice, soldado sin quererlo, monje por elección y obispo por deber.
En los 27 años de vida episcopal se ganó el amor entusiasta de los pobres, de los necesitados y de cuantos sufrían injusticias.
Durante su estancia en Tours luchó contra el paganismo, la adoración a falsos ídolos y contribuyó especialmente en la divulgación de la fe cristiana, aunque esto no siempre le fue fácil, puesto que encontró personas amantes del lujo, pobres de fe e incluso sacerdotes que no veían con buenos ojos aquella vida de austeridad del santo, y querían vivir tranquilamente.
De hecho fue acusado por un sacerdote llamado Bricio. Su respuesta fue proverbial: “¿Si Cristo soportó a Judas, por qué no debería yo soportar a Bricio?”
No abandona nunca sus audaces expediciones contra el paganismo. Lánzase por los pueblos y campos donde aún no se conoce el nombre de Cristo, vence con sus milagros y desenmascara a los adivinos, que predecían el porvenir por el vuelo de las aves y el examen de las vísceras ofrecidas en el sacrificio; confunde a los bardos, que cantaban con el arpa himnos en honor de los dioses; disputa con los druidas, que presidían las ceremonias del culto en medio de los bosques seculares que producen la verbena y el muérdago sagrados; se aprovecha de los dogmas fundamentales del druidismo, la inmortalidad del alma y la recompensa futura de los guerreros valerosos, para levantar los espíritus a un más puro ideal religioso; arremete con los santuarios antiguos, para convertirlos en iglesias y monasterios. Su paso queda señalado con curaciones maravillosas y también con actos heroicos de fe y de valor y de las más extrañas aventuras.
Su fama se extendió por toda la Galia. La devoción a San Martín de Tours está extendida en todo el mundo, su vida ha hecho época, y es uno de los santos que más templos tiene dedicados en todo el mundo, con más de 3.500 parroquias dedicadas en Francia.
San Martín de Tours falleció en uno de los sitios más bellos de Francia, en Candes.
Sus discípulos, que querían estar con él hasta el último momento, le pedían que continuara viviendo, ya que si no lo hacía, su rebaño quedaría expuesto a grandes peligros. Él contestó: “Señor, si aún soy necesario, no rehusó continuar viviendo. Que tu voluntad se realice plenamente”.
Como yacía de espaldas contra la tierra, sus discípulos quisieron colocarle más cómodamente, pero él se negó, diciendo: “Dejadme, hijos, mirar al Cielo, para que los ojos vean el camino por donde el alma se va a dirigir hacia su Dios”. Y continuó, viendo al demonio a su lado: “¿Qué haces aquí, mala bestia? Nada tuyo encontrarás en mí; voy a ser recibido en el seno de Abraham”.
Estas fueron las últimas palabras de aquel hombre extraordinario. Murió, pues, el 8 de noviembre del 397 en Candes, durante una visita pastoral. Sus funerales, que tuvieron lugar tres días después, fueron una verdadera apoteosis.
Ese día, el 11 de noviembre, se estableció su fiesta.
Se puede considerar como el primer santo no mártir con fiesta litúrgica.
San Martín de Tours es un personaje al cual se le han relacionado una multitud de anécdotas y leyendas.
El medio manto con el cual San Martín cubrió al mendigo fue guardado en una urna y se construyó un pequeño santuario para guardar esa reliquia. Como en latín para decir “medio manto” se dice “capella”, la gente decía: “Vamos a orar donde está la capella”. Y de ahí viene el nombre de capilla, que se da a los pequeños recintos que se hacen para orar.
Al custodio de la capilla se le llama “capellán”, porque es el protector de la “capa” del Obispo de Tours.
En diferentes estampas del Santo, aparece a veces la figura de un ganso. Y es que San Martín, lleno de humildad, no aceptó en un primer término ser obispo de Tours. Re Rehuyendo del nombramiento se ocultó en un escondrijo, pero no le sirvió de nada, ya que fue delatado por el graznido de un ganso. Allí lo encontraron unos eclesiásticos y le convencieron.
Se dice también que en Tours quiso cortar una encina venerada por los paganos. Ellos le dijeron que lo podía hacer siempre y cuando el árbol cayera encima de él. Ni corto ni perezoso, Martín cortó la encina y, cuando iba a caer sobre su cuerpo, levantó la mano, hizo la señal de la cruz y el árbol cayó rápidamente al lado opuesto.
Un día, mientras oraba en su celda, se le apareció un rey con prendas de púrpura, una diadema de oro, piedras preciosas sobre su cabeza y unos zapatos de oro. El rostro era muy puro y atrayente. Aquella figura le preguntó a San Martín: “Martín, ¿me reconoces?” Después de unos segundos de silencio, aquella extraña persona le dijo: “Soy Cristo y quería presentarme ante ti”. Pero... Martín ni caso le hizo. “¿Cómo puedes dudar?”, le preguntó aquella figura. Entonces nuestro Santo le respondió: “Cristo no ha de volver envuelto en púrpura y en oro. Solamente te haré caso si me muestras tus llagas”. Rápidamente, aquél personaje desapareció y la celda se llenó de humo y azufre, elementos que delataron a aquel curioso visitante.
Al fin de su vida ya no se contentaba con dar la mitad de la capa. Aguardaba, un día, el momento de salir a decir misa, vestido de una túnica y un manto, cuando llegó hasta él un pobre casi desnudo. Envió a su arcediano para que le diese con qué cubrirse, pero el arcediano no hizo caso. Entonces, el pobre volvió a su presencia, y él, quitándose la túnica, se la dio. Vino luego el arcediano a avisarle que el pueblo aguardaba. “Antes hay que vestir al pobre”, dijo el obispo. Obligado por esta orden, el clérigo compró por cinco sueldos una túnica corta, burda y peluda, y con ella salió Martín a decir misa.
Amaba las bellezas naturales, pero el mundo era para él un libro de teología, un conjunto de símbolos que le hablaban de Dios. Vio un día unos somormujos que perseguían a los peces sin saciar su voracidad. “Aquí tenéis, dijo a los que le acompañaban, una imagen de los demonios que acechan a los imprudentes, los sorprenden y los devoran”.
Al ver una oveja recién esquilada, sacó esta enseñanza: “Ha cumplido el precepto evangélico; tenía dos túnicas y ha dado una de ellas. Es un ejemplo para nosotros”.
Otra vez, paseando por una pradera, advirtió que una parte estaba hozada por los puercos, que en otra los bueyes habían comido la hierba, y que en otra, finalmente; podían verse aún intactas las flores con toda su frescura. “He aquí, observó dirigiéndose a sus compañeros de viaje, la figura del libertinaje, del matrimonio y de la virginidad”.
Es el patrón por excelencia de los soldados y, junto a San Francisco de Asís, de los tejedores y fabricantes textiles.
Le pueden pedir amparo los mendigos.
Es el patrón de Francia y de Hungría, así como de diferentes ciudades, entre ellas: Amiens, Avignon, París y Utrech.
Su conmemoración se celebra el 11 de noviembre y, como dice el refrán, “a cada chancho le llega su San Martín”, en referencia a que esta es la época en que se hace el faenado de cerdos.
El 11 de noviembre quedó también como punto de referencia en los contratos de arrendamientos, de terrenos, de compraventas; en el mundo agrícola: “el nuevo vino se bebe en San Martín”, se dice todavía hoy en muchas regiones de Italia y de Francia.
También a esta época se le llama en Europa “veranillo de San Martín”, porque son unos días en los que las condiciones atmosféricas cambian completamente y empieza a soplar un viento sur denominado también castañero que, como su nombre indica, por su influencia y la de temperatura más elevada hace caer las castañas.
San Martín de Tours es el Santo Patrono de la ciudad de Buenos Aires, capital de Argentina. Según la tradición, se cuenta que el 20 de octubre de 1580, cuando los ediles españoles debían elegir qué santo sería el patrono de Buenos Aires, pusieron en un sombrero papelitos con los nombres de varios santos. El primero que salió fue San Martín de Tours y se decidió realizar de nuevo el sorteo porque creían que ese santo era francés y preferían que el patrono fuese un santo español. No se sabe cómo ni por qué, el papelito volvió al sombrero. Al realizarse de nuevo el sorteo, el de San Martín de Tours volvió a salir, Y así una tercera vez: Por lo que decidieron nombrarle como Santo Patrono.
El cristianismo avanzaba con grandes dificultades, y la misma herejía se esforzaba por corromper en la misma fuente la evangelización del país. Para poner orden en este caos religioso, Dios suscitó un hombre que debía realizar la triple misión de establecer la vida monástica en las Galias, evangelizar los campos y defender en todas partes la pureza de la fe.
Llamábase Martín. Había nacido en la región occidental del Danubio, Panonia, de padre pagano, que ostentaba en el ejército el grado de tribuno militar. Recibió en Pavía una esmerada educación, y allí conoció la religión cristiana. A los diez años se agrega al número de los catecúmenos, y algún tiempo después, manifiesta la intención de huir a un desierto. Siente el anhelo de practicar el evangelio integral. Para librarle de las influencias cristianas, su padre le hace soldado contra su voluntad y le incorpora al arma de caballería.
Nos dice su historiador, Sulpicio Severo, que supo conciliar sus nuevos deberes con las aspiraciones de su alma, haciendo una vida de monje y de soldado, casta y sobria, amable y valerosa. Como hijo de oficial, tenía derecho a un ordenanza, del cual quiso hacer un amigo: comía con él, le servía en la mesa y hasta le limpiaba el calzado.
Es en este periodo cuando surge una de las historias más bellas y más conocidas de nuestro Santo. Un día de invierno muy frío, la tropa romana entró en la ciudad francesa de Amiens. Allí, Martín encuentra a un pobre desnudo que le implora caridad, y no teniendo monedas para darle, Martín sacó la espada, cortó la capa que llevaba por el medio y le dio la mitad a aquél pobre hombre.
Fue objeto de burlas por parte de sus compañeros, pero la acción caritativa fue dulcemente recompensada, ya que aquélla misma noche vio en sueños a Jesucristo vestido con el mismo trozo de tela que había dado al mendigo, y oyó de Él estas palabras: “Martín, todavía catecúmeno, me ha dado este vestido”.
Martín no piensa sino en dejar el mando de sus dos cohortes y entregarse exclusivamente al servicio de Dios. Pensaba que un cristiano no puede derramar la sangre de sus semejantes ni siquiera en la guerra.
El joven soldado del César Juliano se encontraba con las legiones que el Emperador había concentrado en la ciudad de Worms preparando la ofensiva contra los bárbaros que habían penetrado en las Galias. Corría el año 356.
Para levantar, de manera convincente, la moral de los soldados, el César decidió dar un donativo a sus tropas. En medio de las legiones alineadas en perfecto orden, cada soldado recibía el dinero que con generosidad daba Juliano.
Fue entonces cuando Martín renunció a llevar armas. Aproximándose a Juliano le dijo: “Hasta ahora, César, he luchado por ti; permite que ahora luche por Dios. El que tenga intención de continuar siendo soldado que acepte tu donativo; yo soy soldado de Cristo, no me es lícito seguir en el ejército”.
Juliano pensó que aquel momento, en medio de una operación militar, no era el más oportuno para acceder a tan singular petición. No podía permitir entre sus tropas ni la deserción ni la disensión. Pero, hábil como era, pretendió desautorizar a Martín entre sus compañeros porque su ejemplo bien podía extenderse si trataba el asunto según la estricta disciplina militar, es decir, ejecutándolo. Así pues, el César, le contestó: “Tú sabes que el combate está pronto, los bárbaros nos atacarán mañana y hemos de responder con contundencia, la seguridad del Imperio peligra. Tu actitud, querido Martín, parece que está más motivada por el miedo que por tus convicciones religiosas. Dices ser cristiano, es decir, un cobarde. Tienes miedo de enfrentarte al enemigo”.
Martín escuchaba con paciencia, sabía que Juliano era un buen comandante, erudito en los negocios de la guerra y de la filosofía. Su ataque contra el cristianismo era hábil. Si no respondía con habilidad, sus compañeros de armas se reirían de él, y, lo que era peor, de Cristo. Pero no tuvo que pensar mucho rato (el Espíritu Santo ayuda en esos casos), la respuesta le salió rauda del corazón: “¡Muy bien! Dices que soy un cobarde. Pues mañana, al amanecer, cuando sitúes tus legiones en orden de combate, déjame en primera línea, sin armas, sin escudo y sin casco y me internaré tranquilo en las filas enemigas. Así te probaré mi valor y mi fidelidad y te demostraré que el miedo que tengo no es a morir sino a derramar la sangre de otros hombres”.
Así se acordó. Pero el gesto no fue necesario. Los bárbaros, por la mañana, pidieron la paz. Las crónicas anotaron que los bárbaros no se atrevieron a enfrentarse a la pericia militar de Juliano, después llamado el Apóstata por otras crónicas. Pero algunos legionarios afirmaron que lo que realmente les espantó fue el haber sabido, gracias a sus espías, que los romanos estaban tan seguros de la victoria que muchos soldados acudirían al combate sin armas.
Así fue como Martín, más tarde conocido como San Martín de Tours, obtuvo la licencia, vencedor por dos veces, pues él no combatió ni se había derramado sangre humana.
Ya libre del ejército, nuestro Santo se hizo bautizar a los dieciocho en Amiens y se dirigió a Poitiers para unirse a los discípulos de San Hilario. Allí empezó su vida dedicada a Cristo, a través de las enseñanzas de este ilustre santo.
Después de conocer las principales virtudes cristianas y de pasar unos días en su ciudad natal, se dirigió a Milán. Al cabo de unos años se retiró a una pequeña isla cerca de Génova, llevando una vida eremítica de silencio y austeridad.
Pero San Hilario le pidió que regresara a Poitiers. Allí fue exorcista, y posteriormente San Hilario le ordenó sacerdote.
Más tarde retiró a Ligugé, donde fundó un monasterio y se le unieron algunos discípulos
En el año 370 es consagrado obispo de Tours. Uno de sus primeros actos fue fundar otro monasterio, el de Marmoutiers.
Había sido, como se dice, soldado sin quererlo, monje por elección y obispo por deber.
En los 27 años de vida episcopal se ganó el amor entusiasta de los pobres, de los necesitados y de cuantos sufrían injusticias.
Durante su estancia en Tours luchó contra el paganismo, la adoración a falsos ídolos y contribuyó especialmente en la divulgación de la fe cristiana, aunque esto no siempre le fue fácil, puesto que encontró personas amantes del lujo, pobres de fe e incluso sacerdotes que no veían con buenos ojos aquella vida de austeridad del santo, y querían vivir tranquilamente.
De hecho fue acusado por un sacerdote llamado Bricio. Su respuesta fue proverbial: “¿Si Cristo soportó a Judas, por qué no debería yo soportar a Bricio?”
No abandona nunca sus audaces expediciones contra el paganismo. Lánzase por los pueblos y campos donde aún no se conoce el nombre de Cristo, vence con sus milagros y desenmascara a los adivinos, que predecían el porvenir por el vuelo de las aves y el examen de las vísceras ofrecidas en el sacrificio; confunde a los bardos, que cantaban con el arpa himnos en honor de los dioses; disputa con los druidas, que presidían las ceremonias del culto en medio de los bosques seculares que producen la verbena y el muérdago sagrados; se aprovecha de los dogmas fundamentales del druidismo, la inmortalidad del alma y la recompensa futura de los guerreros valerosos, para levantar los espíritus a un más puro ideal religioso; arremete con los santuarios antiguos, para convertirlos en iglesias y monasterios. Su paso queda señalado con curaciones maravillosas y también con actos heroicos de fe y de valor y de las más extrañas aventuras.
Su fama se extendió por toda la Galia. La devoción a San Martín de Tours está extendida en todo el mundo, su vida ha hecho época, y es uno de los santos que más templos tiene dedicados en todo el mundo, con más de 3.500 parroquias dedicadas en Francia.
San Martín de Tours falleció en uno de los sitios más bellos de Francia, en Candes.
Sus discípulos, que querían estar con él hasta el último momento, le pedían que continuara viviendo, ya que si no lo hacía, su rebaño quedaría expuesto a grandes peligros. Él contestó: “Señor, si aún soy necesario, no rehusó continuar viviendo. Que tu voluntad se realice plenamente”.
Como yacía de espaldas contra la tierra, sus discípulos quisieron colocarle más cómodamente, pero él se negó, diciendo: “Dejadme, hijos, mirar al Cielo, para que los ojos vean el camino por donde el alma se va a dirigir hacia su Dios”. Y continuó, viendo al demonio a su lado: “¿Qué haces aquí, mala bestia? Nada tuyo encontrarás en mí; voy a ser recibido en el seno de Abraham”.
Estas fueron las últimas palabras de aquel hombre extraordinario. Murió, pues, el 8 de noviembre del 397 en Candes, durante una visita pastoral. Sus funerales, que tuvieron lugar tres días después, fueron una verdadera apoteosis.
Ese día, el 11 de noviembre, se estableció su fiesta.
Se puede considerar como el primer santo no mártir con fiesta litúrgica.
San Martín de Tours es un personaje al cual se le han relacionado una multitud de anécdotas y leyendas.
El medio manto con el cual San Martín cubrió al mendigo fue guardado en una urna y se construyó un pequeño santuario para guardar esa reliquia. Como en latín para decir “medio manto” se dice “capella”, la gente decía: “Vamos a orar donde está la capella”. Y de ahí viene el nombre de capilla, que se da a los pequeños recintos que se hacen para orar.
Al custodio de la capilla se le llama “capellán”, porque es el protector de la “capa” del Obispo de Tours.
En diferentes estampas del Santo, aparece a veces la figura de un ganso. Y es que San Martín, lleno de humildad, no aceptó en un primer término ser obispo de Tours. Re Rehuyendo del nombramiento se ocultó en un escondrijo, pero no le sirvió de nada, ya que fue delatado por el graznido de un ganso. Allí lo encontraron unos eclesiásticos y le convencieron.
Se dice también que en Tours quiso cortar una encina venerada por los paganos. Ellos le dijeron que lo podía hacer siempre y cuando el árbol cayera encima de él. Ni corto ni perezoso, Martín cortó la encina y, cuando iba a caer sobre su cuerpo, levantó la mano, hizo la señal de la cruz y el árbol cayó rápidamente al lado opuesto.
Un día, mientras oraba en su celda, se le apareció un rey con prendas de púrpura, una diadema de oro, piedras preciosas sobre su cabeza y unos zapatos de oro. El rostro era muy puro y atrayente. Aquella figura le preguntó a San Martín: “Martín, ¿me reconoces?” Después de unos segundos de silencio, aquella extraña persona le dijo: “Soy Cristo y quería presentarme ante ti”. Pero... Martín ni caso le hizo. “¿Cómo puedes dudar?”, le preguntó aquella figura. Entonces nuestro Santo le respondió: “Cristo no ha de volver envuelto en púrpura y en oro. Solamente te haré caso si me muestras tus llagas”. Rápidamente, aquél personaje desapareció y la celda se llenó de humo y azufre, elementos que delataron a aquel curioso visitante.
Al fin de su vida ya no se contentaba con dar la mitad de la capa. Aguardaba, un día, el momento de salir a decir misa, vestido de una túnica y un manto, cuando llegó hasta él un pobre casi desnudo. Envió a su arcediano para que le diese con qué cubrirse, pero el arcediano no hizo caso. Entonces, el pobre volvió a su presencia, y él, quitándose la túnica, se la dio. Vino luego el arcediano a avisarle que el pueblo aguardaba. “Antes hay que vestir al pobre”, dijo el obispo. Obligado por esta orden, el clérigo compró por cinco sueldos una túnica corta, burda y peluda, y con ella salió Martín a decir misa.
Amaba las bellezas naturales, pero el mundo era para él un libro de teología, un conjunto de símbolos que le hablaban de Dios. Vio un día unos somormujos que perseguían a los peces sin saciar su voracidad. “Aquí tenéis, dijo a los que le acompañaban, una imagen de los demonios que acechan a los imprudentes, los sorprenden y los devoran”.
Al ver una oveja recién esquilada, sacó esta enseñanza: “Ha cumplido el precepto evangélico; tenía dos túnicas y ha dado una de ellas. Es un ejemplo para nosotros”.
Otra vez, paseando por una pradera, advirtió que una parte estaba hozada por los puercos, que en otra los bueyes habían comido la hierba, y que en otra, finalmente; podían verse aún intactas las flores con toda su frescura. “He aquí, observó dirigiéndose a sus compañeros de viaje, la figura del libertinaje, del matrimonio y de la virginidad”.
SU PATRONAZGO
Es el patrón por excelencia de los soldados y, junto a San Francisco de Asís, de los tejedores y fabricantes textiles.
Le pueden pedir amparo los mendigos.
Es el patrón de Francia y de Hungría, así como de diferentes ciudades, entre ellas: Amiens, Avignon, París y Utrech.
Su conmemoración se celebra el 11 de noviembre y, como dice el refrán, “a cada chancho le llega su San Martín”, en referencia a que esta es la época en que se hace el faenado de cerdos.
El 11 de noviembre quedó también como punto de referencia en los contratos de arrendamientos, de terrenos, de compraventas; en el mundo agrícola: “el nuevo vino se bebe en San Martín”, se dice todavía hoy en muchas regiones de Italia y de Francia.
También a esta época se le llama en Europa “veranillo de San Martín”, porque son unos días en los que las condiciones atmosféricas cambian completamente y empieza a soplar un viento sur denominado también castañero que, como su nombre indica, por su influencia y la de temperatura más elevada hace caer las castañas.
San Martín de Tours es el Santo Patrono de la ciudad de Buenos Aires, capital de Argentina. Según la tradición, se cuenta que el 20 de octubre de 1580, cuando los ediles españoles debían elegir qué santo sería el patrono de Buenos Aires, pusieron en un sombrero papelitos con los nombres de varios santos. El primero que salió fue San Martín de Tours y se decidió realizar de nuevo el sorteo porque creían que ese santo era francés y preferían que el patrono fuese un santo español. No se sabe cómo ni por qué, el papelito volvió al sombrero. Al realizarse de nuevo el sorteo, el de San Martín de Tours volvió a salir, Y así una tercera vez: Por lo que decidieron nombrarle como Santo Patrono.