domingo, 14 de marzo de 2010

12 de marzo


SAN GREGORIO MAGNO


Tomado de Fisonomías de Santos, por Ernest Hello


Era el siglo VI, en tiempos de Justiniano I y Focas. No intento esbozar un cuadro de aquella época, y sí tan sólo dar un concepto del carácter de San Gregorio Magno.

Entre las terribles agitaciones de un siglo furioso, se encontró un hombre que puso la felicidad de su vida en la meditación y en la interpretación de la Sagrada Escritura. La paz, esta fuente viva de donde brota la contemplación, fue el don de aquella alma rodeada de tantas agitaciones.

Primero, cuando monje, se absorbió en la reflexión y en la plegaria. Durante la peste que desoló a Roma, ordenó por tres días una procesión general en la que se mostraron por primera vez los abades de todas las comunidades con sus frailes, las abadesas con sus monjas. En tal solemnidad era llevada la imagen de la Santísima Virgen, y se cuenta que a su paso el aire corrompido se apartaba abriendo camino, y que en la cúspide del mausoleo del Emperador Adriano San Gregorio vio un ángel envainando su espada. La imagen de este ángel de pie sobre el monumento dio a éste el sobrenombre que todavía lleva: es el castillo del Santo Ángel.

Entretanto, Gregorio se vio amenazado con el cargo de Soberano Pontífice. Para escapar el peligro huyó disfrazado; pero esta fuga resultó inútil, pues fue sacado de la caverna en que se ocultara, conducido a Roma a pesar de su resistencia, y coronado el día 3 de septiembre de 590.

A las misivas de felicitación que de todas partes le llegaban contestaba con lágrimas y suspiros. Escribía a la hermana del Emperador: “He perdido todos los encantos de la calma. Exteriormente parezco haberme elevado; interiormente he caído. Y estoy tan agobiado por el dolor que apenas puedo hablar. ¡De cuán tranquila región he sido precipitado, y a cuál abismo de dificultades!"

Escribía a su amigo Andrés: “Si me amáis, llorad, porque hay aquí tantas atenciones temporales que, con tal dignidad, me encuentro casi apartado del amor de Dios”.

Decía a Pedro, el diácono: “Mi apuro es siempre viejo por su duración, y siempre nuevo por su crecimiento. Mi pobre alma se acuerda de lo que fue un día en el monasterio, cuando se cernía sobre lo que pasa y lo que se muda, al librarse de la cárcel corporal por la contemplación. Ahora soporto los mil negocios de los hombres del siglo; me veo maculado por este polvo, y cuando quiero volver a encontrar mi retiro interior, vuelvo a él disminuído”.

Efectivamente, ¡qué labor la suya! ¡qué peso sobre sus espaldas! En África, el donatismo; en España el arrianismo; en Inglaterra, la idolatría; en la Galia, Brunequilda y Fredegunda; en Italia, los lombardos; en Oriente, la arrogancia de los patriarcas de Constantinopla.

A todos se extendió la solicitud de San Gregorio; porque era extensa y profunda como el mar; iba de un extremo del mundo al otro, atendiendo a todos los males. Los pobres del mundo entero fueron el objeto directo de sus continuos cuidados. Los sentaba a su mesa: San Gregorio Magno comía rodeado de mendigos.

Un día que iba a buscar por sí mismo algo para que uno de ellos se lavara, mientras preparaba el barreño el pobre desapareció; pero a la noche siguiente Jesucristo apareció a su Vicario y le dijo: “Ordinariamente me recibes en la persona de los que son miembros míos, pero ayer me recibiste a Mí mismo”.

San Gregorio Magno fue el primero que firmó sus escritos con aquella fórmula sublime: “Siervo de los siervos de Dios”.

Cuando era monje, su madre le enviaba todos los días para comer algunas legumbres en una escudilla de plata. Una vez llegó un pobre mercader que dijo haber naufragado perdiendo cuanto tenía, y le pidió socorro. San Gregorio le da seis piezas de plata; vuelve el mercader a pedir y Gregorio le da seis piezas más. Finalmente después de muchos dones, y como el pobre volviera siempre, Gregorio le da la escudilla, último resto de su antigua vajilla de plata.

Habían pasado muchos años; San Gregorio era Papa. Un día dijo a su intendente: Invitad para hoy doce pobres a mi mesa.
Cuando entró en el comedor vió trece pobres en vez de doce, y preguntó a su intendente: ¿Por qué hay trece pobres? No hay más que doce, Santísimo Padre.
San Gregorio veía trece; pero uno de ellos mudó el rostro durante la comida.
Decidme vuestro nombre, os lo suplico, le dijo Gregorio.
¿Por qué me preguntáis mi nombre que es admirable?, contestó el pobre; yo soy el mercader a quien disteis la escudilla de vuestra madre. Por esta escudilla de plata que me disteis, Dios os dió el trono y la cátedra de San Pedro. Yo soy el ángel que Dios os envió para probar vuestra misericordia.

En medio de estos numerosos trabajos y de tales prodigios de actividad, San Gregorio seguía alimentando en sí la contemplación por medio de la Sagrada Escritura. Y con esto llegó a lo que es particularidad suya íntima y especial: la interpretación simbólica de los Libros Santos. Sin olvidar, por supuesto, la realidad del sentido histórico, San Gregorio profundiza el sentido simbólico con una penetración y una audacia verdaderamente extraordinarias.

Voy a citar, traduciéndolos, algunos pasajes de su interpretación de Job y Ezequiel:

“¿Eres tú, por ventura, el que alzas a tu hora la estrella de la mañana y haces venir la noche sobre los hijos de la tierra?”
“¿Eres tú aquel para quién están abiertas las puertas de la muerte?”
“¿Eres tú el que ha visto las entradas tenebrosas?”
“¿Eres tú quien ha dado órdenes al primer rayo de luz del día, y quien ha dicho a la aurora: «éste es tu lugar»?”
“¿Quién puede todas estas cosas, sino el Señor?”

“Y sin embargo, la pregunta se dirige al hombre para que su impotencia le sea más evidente. Aquel que se ha hecho grande por la inmensidad de sus virtudes y ya no ve hombre alguno por encima de su cabeza, para que evite el orgullo, es menester que se vea comparado con Dios y se sienta anonadado por tal comparación. Y ¡cuán poderosa exaltación no es esta humillación que viene de tan alto!, ¡qué gloria para un hombre tal el no sentirse pequeño sino cuando Dios le provoca a compararse con Él mismo!, ¡cómo aplasta a los demás hombres con el peso de su grandeza aquel a quien Dios dice: «he aquí mis pruebas: eres menos grande que yo!, ¡a qué grado de potencia se ha de haber llegado para ser convicto de impotencia por medio de aquella sublime interrogación!»”

San Gregorio habla de justicia y de misericordia, y de pronto se interrumpe con estas palabras que sólo aparentemente son una digresión:

“He aquí, que, mientras hablo, José llama a la puerta de mi espíritu. Viene a prestar testimonio a mis palabras. Cuando él contó inocentemente a sus hermanos la visión de su futura grandeza, excitó en ellos la envidia. Vendido por sus propios hermanos a los Ismaelitas y conducido a Egipto, fue elevado al gobierno por un efecto maravilloso del poder divino. Sus hermanos, empujados a Egipto por el hambre, se prosternan delante de él, y hubieron de prosternarse por haberle vendido”.

Las misteriosas palabras de la Escritura ábrense misteriosamente al espíritu de San Gregorio. Elifaz dice a Job: “Tú sabrás que tu tabernáculo tiene la paz; y visitando tu imagen, no pecarás”. El tabernáculo es el cuerpo: pero, añade San Gregorio, no hay castidad sin dulzura. La imagen de un hombre es otro hombre. Nuestro prójimo es nuestra imagen, porque nos muestra lo que somos. La vista corporal se hace con los pies, la espiritual con el corazón. El hombre visita su imagen cuando, llevado en alas de la ternura, se considera dentro de otro, y de las reflexiones que hace sobre sí mismo saca fuerzas para socorrer al débil. La verdad se ha dicho por boca de Moisés que la tierra ha producido una hierba y que cada hierba se reproduce tal como ella es; y que cada árbol lleva su fruto. El árbol produce, en realidad, una simiente semejante al árbol mismo cuando nuestro pensamiento trasporta a otro pensamiento la consideración que ha sacado de sí mismo y produce la simiente de un beneficio: “Haced a los demás lo que quisierais que ellos hicieran a vosotros mismos”.

Véase otro pasaje:

“Job dice: ¡qué el Señor cumpla mi deseo!” Fijaos en esta palabra, mi deseo. La oración verdadera no está en lo que suena en la voz, sino en el pensamiento del corazón. Para los misteriosos oídos de Dios la fuerza de nuestros clamores no está en las palabras, sino en los deseos. Si con la boca pedimos la vida eterna sin desearla en el fondo de nuestro corazón, nuestro grito es silencio. Si, sin hablar, en el fondo del corazón la deseamos, nuestro silencio es un grito.

Escuchemos también lo que dice San Gregorio sobre las palabras de Dios a los amigos de Job: “No habéis hablado bien ante mí como Job, mi servidor”.

“¡Oh Señor! cuánta distancia de nuestras obscuridades a vuestra luz. Juzgáis a Job vencedor y bienaventurado, y nosotros creímos que blasfemaba. Juzgabais culpables a sus amigos, y nosotros creímos que abogaban por vuestra causa. ¿Cómo pareció antes que Dios reprobaba a Job, y ahora lo glorifica? Ahora parece repetir lo que dijo a Satanás: «¿Has visto a Job, mi servidor? No tengo otro como él en la tierra». ¿Qué significa esto? Dios elogia a Job ante Satanás; Dios elogia a Job ante los amigos de éste. Dios reprende a Job cuando habla a Job mismo. Porque el que es excelente comparado con los demás, no es sin tacha a los ojos de Dios”.

San Gregorio insiste en los nombres de los amigos de Job, sacando de ellos luminosas deducciones. Elifaz significa “menosprecio de Dios”. Defiende a Dios, pero lo menosprecia, porque, dice San Gregorio, le defiende con orgullo. Baldad significa “vejez sola”, porque, dice San Gregorio, aquel viejo habla solo con su boca. Sofar significa “destrucción del espejo”, porque, dice San Gregorio, Sofar es hostil a la contemplación de Job.

Para San Gregorio todas las palabras tienen un sentido profundo.

“Había en la tierra de Hus un hombre sencillo y justo, llamado Job”. La tierra de Hus representa la gentilidad; y el mérito de Job se muestra más de relieve a los ojos de San Gregorio por esta circunstancia, por estar Job rodeado de paganos. “Sencillo y justo”. Hay quienes son sencillos y no son justos. En éstos no puede apreciarse la inocencia de la simplicidad, porque no se elevan al poder de la justicia.

En la Sagrada Escritura, San Gregorio lo encuentra todo: es para él la torre que tiene colgados mil escudos. De ella saca sus elevadas ideas sobre la caridad; recomienda al hombre que se ame a sí propio, y que tenga piedad de su alma, y que ame al prójimo como a sí mismo. Y así como debe indignarse de sus propias faltas, también debe indignarse de las del prójimo; pues si no se indigna contra el hermano culpable, es que no lo ama.

De modo que aquella cólera del Amor, tan celebrada por de Maistre, es reclamada ya por San Gregorio. Del mismo modo, añade, podemos, sin faltar, alegrarnos de la ruina de nuestro enemigo, y afligirnos por su triunfo; si su caída produce un bien, debemos alegrarnos; si su triunfo es el triunfo de la injusticia, debemos deplorarlo; pues en estos casos, nuestra alegría o nuestra tristeza no van directamente a él, sino que se despliegan a su alrededor. Pero hay que examinar cuidadosamente cuál es entonces el punto de partida de nuestro sentimiento.

Es difícil llevar más allá que San Gregorio el espíritu de simbolismo. Cada persona, cada cosa nombrada en la Sagrada Escritura se le representa con una significación espiritual que se adapta singularmente e ingeniosamente a la naturaleza humana y a la historia, al individuo, a la sociedad, al pueblo judío o a la gentilidad.

Muy a menudo, hasta los crímenes más enormes que la Escritura refiere, toman a sus ojos un color sorprendente e inesperado. Ve en ellos una imagen indirecta de las cosas divinas.

San Gregorio tiene tal audacia en sus conceptos, en sus interpretaciones, en sus contemplaciones, que hoy apenas podemos atrevernos a traducir todo lo que él se atrevió a decir; es de temer el asombro del lector, porque la timidez es una de las plagas de las épocas corrompidas.

La extremada libertad de lenguaje de San Gregorio es debida a la inocencia de su pensamiento. Su osadía proviene de su pureza. Para los puros todo es puro, y su mirada penetra los abismos para ver en ellos la imagen invertida de las cosas que están en las alturas de las montañas; mientras que en las inteligencias miserables y rebajadas la suspicacia reina como soberana.

San Gregorio, sencillo y grande, tiene confianza en su sencillez y en la amplitud de ideas de los que lo leen o lo escuchan. No sólo se atreve a decirlo todo, hasta en un sermón, sino que inunda a sus oyentes con las luces que cree les son debidas.

Él es quién explica magníficamente la magnífica correspondencia entre el pueblo cristiano y el orador cristiano, y la explica después de haberse penetrado de los significados nuevos y profundos que encuentra en Ezequiel.

Muy a menudo, dice, al encontrarme solo, leo la Sagrada Escritura, y no la entiendo; pero vengo aquí, en medio de vosotros, hermanos míos, y de repente comprendo. Esta súbita comprensión me hace desear otra; y quisiera saber quiénes son aquellos por cuyos méritos me llega aquella súbita inteligencia, pues ella me es dada por aquellos en cuya presencia me es dada. Así, por gracia de Dios, mientras la inteligencia crece en mí, el orgullo disminuye, ya que entre vosotros es donde aprendo lo que os enseño. Os lo confesaré, hijos míos: la mayor parte de las veces oigo en mis oídos lo que os digo, en el mismo momento en que os lo digo; no hago más que repetir.
Cuando no entiendo a Ezequiel, me reconozco a mí mismo, entonces soy yo el ciego; y cuando lo entiendo, es por el don de Dios que me viene por medio de vosotros. A veces también entiendo la Escritura en mi retiro; pero es cuando lloro mis faltas y sólo las lágrimas me placen. Entonces me siento arrebatado en alas de la contemplación. Así pues, ya solo, ya rodeado de sus oyentes que él considera como inspiradores, escruta la Escritura con una audacia de la que se asustarían nuestros hábitos miserables. Cito solamente las cosas sencillas, que por sí solas se explican, porque pienso en los que han de leerme, y suprimo lo que pudiera extrañarles.

Las palabras de Dios a Job resuenan en los oídos de San Gregorio como extendiéndose a todos los mundos: al físico, al intelectual y al moral. “¿En dónde estabas, dice el Señor, cuando puse en la tierra sus cimientos?”. Para San Gregorio, los cimientos de la tierra significan, entre otras cosas, el temor de Dios. Y entonces Dios habla al hombre en estos o parecidos términos: “Mientras no pensabas en mí, puse mi temor en el fondo de tu alma, y con él puse el fundamento de la futura iglesia, de su santidad, y de tu salvación. Pero, ¿dónde estabas tú entonces? No pensabas en mí. No te atribuyas, pues, el mérito de mi gracia, porque yo fuí quien te avisó”.

¿Has penetrado en las profundidades de la vida? La vida es el corazón humano, y Dios entra en sus profundidades cuando le revela su miseria, y le pone por delante su confusión. Penetra en lo profundo del abismo cuando convierte a los desesperados.
¿Has pasado por los abismos más profundos? El abismo somos nosotros mismos, nuestro corazón no puede comprenderse a sí propio y que es para sí mismo una noche profundísima. Cuando, tras grandes crímenes, un hombre se arrepiente, es que entonces Dios pasa por los abismos más profundos, y amansa las olas invisibles que agitaban el profundo océano del corazón.

El profeta vio este paso cuando dijo: “Los caminos de Dios me han aparecido, los caminos de mi Dios y de mi Rey”. Aquel que calma los movimientos desordenados de su alma por el pensamiento de los juicios de Dios, contempla el paso del Señor en su fondo.
¿Conoces el camino del trueno que ruge? Muchas veces, dice San Gregorio, el trueno significa a Dios encarnado, que sale, para hacerse oir de nosotros, del fondo de las profecías, como el trueno del choque de las nubes. Por esto los santos Apóstoles, hijos de su gracia, han sido llamados hijos del trueno. “El predicador, que también es trueno, puede hacer resonar sus palabras en vuestro oídos, pero no puede abrir vuestros corazones; y si Dios Todopoderoso no le abre la entrada de ellos, sus palabras resuenan en vano. Por esto el Señor, que abre al rayo su camino, hiere vuestras almas con su terror durante nuestro discurso. San Pablo lo sabía muy bien, conocía su impotencia; y pedía a sus discípulos que oraran para que el Señor le abriera la puerta del Verbo y él pudiera comunicar el misterio de Cristo”.

Sería menester citarlo todo. A cada palabra San Gregorio descubre una multitud inmensa de sentidos simbólicos y morales que surgen por todos lados. “¿De dónde vienes?”, dice Dios a Satanás al empezar el libro de Job. Dios pregunta como si no supiera, porque para Dios, ignorar es maldecir. “No os conozco”, en boca de Dios, es una forma de maldición.

Este hombre, inmenso por su pensamiento, se ocupaba en cada uno de los demás hombres como en sí mismo, y sufría con todos los sufrimientos del género humano. “Sabed, escribía a un Obispo, que no os basta ser un hombre de retiro, de estudio, de oración, si no tenéis las manos abiertas para subvenir a las necesidades de los pobres. Un Obispo debe considerar la pobreza de los demás como suya; y si no lo hacéis así, no podéis llevar bien el nombre de Obispo”.

Una vez, sabiendo que un pobre había muerto en un pueblo lejano, sin que se hubiera podido averiguar exactamente cómo había muerto, temiendo que fuera por falta de alimento y de cuidados, le entró a San Gregorio un dolor tan grande que quiso imponerse a sí mismo una penitencia correspondiente a la falta de que se creía culpable; y se condenó a pasar muchos días sin celebrar Misa.

martes, 9 de marzo de 2010

9 de marzo


SANTA
FRANCISCA
ROMANA



Santa Francisca nació en 1384. Su vida se resume en una palabra: visión. Para ella, vivir fue ver. Su vida en este mundo no fue sino la corteza ligera y transparente de la vida que vivía ya en el otro. Su vida terrestre fue una apariencia.

A los doce años de edad era ya una criatura extraordinaria. Había formado intención y deseo de no casarse, pero su confesor le aconsejó que no se resistiera a las instancias de sus padres, y se casó con Lorenzo Ponziani.

Enseguida de casada enfermó; fue curada por una aparición de San Alejo y llevó una vida severa y admirable Sin duda comprendió que el matrimonio en nada había disminuído su gracia interior, y que Dios, en la distribución de sus mercedes no se sujeta a ley alguna tiránica de categoría o de exclusión. Por la vida que llevó en el matrimonio, demostró a sí misma y a los demás que había hecho bien en casarse.

La muerte de su hijo Juan puede contarse entre las dichas de la vida de Santa Francisca. Aquella criatura tuvo una muerte extraordinaria. Muriendo decía: “Veo a San Antonio y a San Onofre que vienen a buscarme para conducirme al cielo”. Fue enterrado en la iglesia de Santa Cecilia.

Pero graves acontecimientos públicos y privados llegaron a amenazar, si no a destruír, la paz interior de Santa Francisca. Roma fue tomada por Ladislao, rey de Nápoles. La casa de Francisca fue saqueada, confiscados sus bienes y desterrado su marido. La tempestad, que podía destruir a aquella familia, no la destruyó. Volvió la calma. Lorenzo pudo regresar a su patria, y sus bienes le fueron devueltos. Desde aquel día Francisca redobló la austeridad de su vida, y su confesor se vio obligado a moderar los rigores que la Santa ejercía consigo misma.

En su cuñada encontró una amiga y una confidente a la cual pudo abrir su alma y confiar sus secretos. La hermana de Lorenzo se llamaba Vannona. Ella y Francisca iban de puerta en puerta a pedir por los pobres; juntas hacían sus oraciones dentro de casa y sus peregrinaciones fuera de ella.

Un día, un sacerdote que criticaba a Francisca de exagerada e indiscreta, le dio a comulgar una hostia no consagrada. Francisca se quejó de ello; el sacerdote confesó su falta e hizo penitencia.

El año 1434 fue de prueba terrible. El Papa Eugenio IV había sido desterrado, pues habiéndose puesto de parte de los florentinos en la guerra contra Felipe, duque de Milán, éste, para vengarse hizo que muchos Obispos reunidos en Basilea se rebelaran contra Eugenio. Aprobaron éstos varias proposiciones cismáticas, y hasta osaron citar a Eugenio ante el Concilio como a un acusado.

Era esto en la noche del 14 de Octubre de 1434. Francisca, que se hallaba en su oratorio, fue presa de éxtasis y vio a la Madre de Dios que le dio instrucciones y órdenes para transmitirlas al Papa que estaba en Bolonia. Al día siguiente, Francisca fue a encontrar a su confesor, Don Giovanni y le suplicó que fuera a Bolonia a llevar las órdenes de María. Don Giovanni vacila: “Mi viaje será inútil, contesta; os comprometeré y me comprometeré a mí mismo. El Papa no querrá creerme, pasaréis por loca y yo por cándido”. Pero, a nuevas instancias, Don Giovanni se decide. Va a Bolonia, el Papa lo recibe muy bien, aprueba todo lo que Francisca había dicho y da órdenes en conformidad a los deseos de la Santa. Don Giovanni regresa y cuando quiere contar a Francisca el feliz éxito de su misión, aquella le interrumpe diciéndole: “Yo seré, si lo permitís, quien os cuente vuestro viaje. Estaba con vos en espíritu y sé todo lo que os ha sucedido”. Entre los acontecimientos del viaje había una curación debida a las oraciones de Francisca.

La unión de Francisca y de Vannona llegó a ser célebre ante los hombres y ante los ángeles. En su vida exterior se separaban muy poco; en su vida interior nunca. Esta intimidad recibió una sanción divina, como divina que era ella. Un día las dos mujeres se habían retirado a la sombra de un árbol en un jardín. Hablaban del modo de santificar sus vidas y de entregarse a ejercicios espirituales para los cuales necesitaban licencia de sus maridos. Esto sucedía en la primavera; y sin embargo, el árbol bajo el cual hablaban en vez de echar flores dió frutos: hermosas peras maduras cayeron a los pies de las dos mujeres que las llevaron a sus maridos y les confirmaron por este prodigio en la intención, que ya tenían, de no poner obstáculo a los proyectos de Francisca y de Vannona.

El año 1435, la esposa de Lorenzo quiso instituir una congregación de doncellas y viudas. Varias visiones celestiales la confirmaron en esta resolución. Las oblatas, que ella instituyó, la tuvieron por primera superiora y directora; ella las conducía a los hospitales y a las casas de los pobres, donde curaba a los enfermos y llevaban socorros a los necesitados, y muchas veces en vez de un remedio o de un socorro insuficiente, Santa Francisca les llevaba una curación completa, súbita y milagrosa.

Un año después de la muerte de su hijo llamado Evangelista, Francisca le vió en su oratorio: “Antes de poco, dijo el aparecido, mi hermana Inés vendrá a reunírseme. Pero he aquí mi compañero que de ahora en adelante será el tuyo: es un Arcángel que el Señor te envía, y que ya no te abandonará”. Desde aquel momento, Francisca pudo leer y trabajar de noche como en pleno día, porque el Arcángel era una luz visible sólo para ella. Esta luz tan pronto estaba a su derecha como a su izquierda.

Muchos años más tarde, el 13 de agosto de 1439, Francisca notó un cambio en la faz y la actitud del Arcángel. La faz se volvió más brillante, y el Arcángel le dijo: “Voy a tejer un velo de cien nudos, después otro de sesenta, y después otro de treinta”. Ciento noventa días después de esta visión Francisca murió.

Francisca tuvo el presentimiento de su muerte, y previno a sus amigos. Pedía a Dios la muerte para no ver en la tierra las nuevas aflicciones de que la Iglesia, por lo que ella sabía, estaba amenazada, y que ya la asaltaban, pues en aquellos momentos el antipapa tomaba el nombre de Félix V.

Francisca cayó enferma, y dijo a Don Giovanni: “No olvidéis nada de lo que es necesario para la salvación de mi alma”. Añadiendo, algunos días después: “Mi peregrinación va a concluir en la noche del miércoles al jueves”.

La muerte fue fiel a la cita.

Pero hemos dicho que la vida de santa Francisca reside en sus visiones. Vamos a ellas.

Las más singulares, admirables y características de Santa Francisca son las visiones del Infierno. Suplicios innumerables, variados como lo son los crímenes, le fueron mostrados en su conjunto y en sus detalles.

Vio el oro y la plata en fusión metido por los demonios en las fauces de los avaros. Vio muchas cosas singulares, detalladas, espantosas. Vio las jerarquías de los demonios, sus funciones, sus suplicios, los crímenes diversos que presiden. Vio a Lucifer consagrado al orgullo, jefe de los orgullosos, rey de todos los demonios y de todos los condenados, y que este rey es mucho más desgraciado que sus súbditos.

El Infierno está dividido en tres partes: superior, medio e inferior. Lucifer está en el fondo del Infierno inferior. Bajo Lucifer, jefe universal, hay tres jefes que le están subordinados y que son superiores a los demás: Asmodeo, que era un querubín, preside a los pecados de la carne; Mammon, que era un trono, preside a los de la avaricia. Es interesante ver cómo el dinero forma por sí solo una de las tres grandes categorías de pecados. Beelzebub preside a los pecados de la idolatría.

Todo crimen de magia, espiritismo, etc., corresponde a Beelzebub. Él es particular y especialmente el príncipe de las tinieblas. Por las tinieblas es torturado y con las tinieblas tortura a sus víctimas.

Una parte de los demonios permanece en el Infierno; otra reside en el aire, otra entre los hombres, buscando a cual devorar. Los que están en el Infierno dan sus órdenes y envían sus delegados.

Los que están en el aire obran físicamente en las perturbaciones atmosféricas y telúricas; lanzan por todas partes sus malas influencias e infectan el aire física y moralmente. Su misión especial es debilitar el alma. Y cuando los demonios de la tierra ven a un alma debilitada por la influencia de los demonios del aire la atacan en medio de su desfallecimiento para vencerla más fácilmente.

La atacan en el momento en que desconfía de la Providencia, pues esta desconfianza, cuyos inspiradores especiales son los demonios del aire, prepara al alma a la caída que los demonios de la tierra solicitan.

Primero, cuando ya está debilitada por la desconfianza, le inspiran el orgullo, al que se abandona tanto más fácilmente cuanto mayor es su debilidad. Cuando el orgullo ha aumentado ésta, llegan los demonios de la carne imbuyéndoles su espíritu; y cuando los demonios de la carne la han debilitado más y más, llegan los demonios encargados de los crímenes del dinero. Y una vez éstos han acabado de disminuir todavía sus fuerzas de resistencia, llegan por fin los demonios de la idolatría que concluyen y ponen término a lo que los otros han empezado. Todos están en inteligencia para el mal.

Y he aquí ahora la ley de la caída: Todo pecado conservado arrastra a nuevo pecado. Así, la idolatría, la magia, el espiritismo, esperan en el fondo del abismo a aquellos que, de precipicio en precipicio, han ido cayendo hasta los últimos bordes.

Todas las cosas de la jerarquía celestial son parodiadas en la jerarquía infernal. Ningún demonio puede tentar a un alma sin permiso de Lucifer. Los demonios que tienen su pie fijo en el Infierno sufren la pena del fuego; los que están en el aire o bajo tierra no sufren entretanto este tormento pero soportan otros terribles suplicios, especialmente el de ver el bien que hacen los santos. El hombre que hace el bien inflige a los demonios una tortura espantosa.

Santa Francisca, cuando era tentada, por la clase y la fuerza de la tentación conocía de cuánta altura había caído el ángel tentador y a qué jerarquía había pertenecido.

Cuando un alma cae en el Infierno, multitud de demonios dan las gracias y felicitan a su demonio tentador; pero si un alma se salva, su demonio tentador es objeto de la burla de los demás y conducido delante de Lucifer, éste lo condena a un castigo especial distinto de sus torturas ordinarias. Dicho demonio entra a veces en el cuerpo de algún animal o en el de algún hombre, y se hace pasar por el alma de un difunto.

Se conoce que las modernas prácticas más conocidas desde lo de las mesas parlantes, han sido usadas en todos los tiempos, pues Santa Francisca parece ya describirlas.

Cuando un demonio ha conseguido perder a un alma, después de la condenación de ella, aquel mismo demonio pasa a tentar a otro hombre, y entonces es más hábil que la vez anterior. Se aprovecha de la experiencia adquirida en la victoria y tiene más habilidad y fuerza para la perdición.

Cuando un hombre tiene la costumbre del pecado, Santa Francisca ve el demonio encima de él; cuando el pecado mortal queda borrado, lo ve no encima, sino al lado del hombre. Después de una buena confesión el demonio queda muy débil, y la tentación no tiene ya la misma energía.

Cuando el nombre de Jesús es pronunciado santamente, Santa Francisca ve a los demonios del aire, de la tierra y del Infierno doblegarse bajo espantosas torturas, tanto mayores cuanto más santamente es aquel nombre pronunciado. Si ante una blasfemia se invoca el nombre de Dios, también los demonios se ven obligados a inclinarse; pero al dolor que este obligado homenaje les produce se mezcla un cierto placer.

Cuando un hombre blasfema el nombre de Dios, los ángeles del cielo también se inclinan, atestiguando un inmenso respeto. Así, pues, los labios humanos que tan fácilmente se mueven y tan a la ligera pronuncian aquel terrible nombre, producen en todos los mundos extraordinarios efectos, y despiertan ecos cuya intensidad y grandeza no sospecha el hombre aquí en la tierra.

El fuego del purgatorio es muy distinto del fuego del Infierno. Éste, Santa Francisca lo ve negro, y el del Purgatorio, claro, con un tinte rojizo. Ve, no en el Purgatorio mismo, sino fuera de él, al ángel de la guarda de cada persona difunta, a la derecha de ella, y al demonio tentador a su izquierda. El ángel de la guarda presenta a Dios las oraciones de los vivos ofrecidas en sufragio de aquella alma del purgatorio.

En cuanto a las oraciones rezadas en favor de las almas que se cree están en el Purgatorio cuando no están en él, he aquí, según Santa Francisca, cuál es su aplicación. Si el alma que se cree en el Purgatorio está ya en el cielo y no tiene necesidad de oraciones, las que se ofrecen por ella se aplican a las otras almas que están en el Purgatorio y también a la persona viva que las reza. Si el alma que se cree en el Purgatorio está en el Infierno, el mérito y la eficacia de la oración recaen por completo en el que la hace, y no se reparten como en la hipótesis anterior.

Francisca ve en el Purgatorio tres moradas desigualmente dolorosas y terribles, y en esta división nota todavía subdivisiones. En todas ellas el castigo presenta relación con los pecados cometidos, con la naturaleza de éstos, con sus causas, sus efectos y todas sus circunstancias.

Una de las más hermosas visiones de Santa Francisca es la de los tres cielos. Aquel día vio el cielo estrellado, el cielo cristalino y el cielo empíreo.

Vio la inmensidad del cielo estrellado, su esplendor, y la enorme distancia que separa a unas estrellas de otras. Muchas de ellas le parecieron más grandes que la tierra. El cielo estrellado le dio idea de un esplendor desconocido y no imaginado.

El cielo cristalino le pareció tan alto sobre el estrellado como éste lo es encima de la tierra.

Vio que el esplendor del cielo cristalino era mucho mayor que el del estrellado; y en cuanto al empíreo, lo vio mucho más elevado sobre el cristalino que éste sobre el estrellado. Su inmensidad y magnificencia son inimaginables.

Las almas bienaventuradas y los santos de la tierra, iluminadas por los rayos que partían de las llagas del Salvador brillaban a los ojos de Francisca con resplandor desigual bajo el fuego de los rayos desiguales. Las llagas de los pies iluminaban a los que amaron, y la del costado a los que amaron con más profunda pureza. Santa Francisca vio en esta visión a su alma abismada en la llaga del corazón. Vio la llaga del corazón como un mar sin orillas; y cuanto más avanzaba más insondable le parecía su inmensidad.

Otro día oyó de la boca de Jesucristo estas palabras: “Yo soy la profundidad del poder divino; Yo he creado el cielo, la tierra, los ríos y los mares. Todas las cosas son creadas según mi sabiduría. Yo soy la profundidad, soy la sabiduría divina, soy la sabiduría infinita, soy el Hijo único de Dios… Yo soy la altura, soy la esfera inmensa (inmensa rotunditas), la altura del amor, la caridad inestimable; por mi humildad, fundada en la obediencia, he redimido al género humano”.

Terminemos con la visión más alta: “He visto, dice a su confesor, al Ser antes de la creación de los ángeles. He visto al Ser como es permitido verlo a una criatura que vive en la carne”.

Era un círculo inmenso y espléndido. Este círculo no descansaba en nada más que en sí mismo, Él era su propio sostén. Un esplendor que el espíritu no se figura, salía de aquel círculo; y Francisca no podía mirar fijamente aquel esplendor intolerable. Bajo el círculo infinito y deslumbrador había un desierto que daba idea del vacío; era el lugar del cielo antes que el cielo existiera. En el círculo había algo como la semejanza de una columna muy blanca y absolutamente deslumbrante; era como un espejo en el que Francisca percibía el reflejo de la Divinidad; y vio trazados allí algunos caracteres; principio sin principio, y fin sin fin. Pues Dios llevaba el tipo de todas las cosas en su Verbo antes de crear cosa alguna.

Después, he aquí —como innumerables copos de nieve que cubren las montañas— que son creados los ángeles. El tercio de ellos será precipitado en el abismo; los dos tercios permanecerán en la gloria.

La Inmaculada Concepción de la Virgen apareció a Santa Francisca en esta visión fundamental.

La visión del otro mundo fue el signo particular y el rasgo característico de Santa Francisca Romana.

domingo, 28 de febrero de 2010

Marzo


PRIVILEGIO DEL MES DE MARZO

(Tomado de “Fisonomías de Santos”, de Ernest Hello)


Dice el Padre Faber que de todas las fiestas del año la del 25 de Marzo es la más difícil de celebrar dignamente. La fiesta de la Anunciación es también la fiesta de la Encarnación.

Según los Bolandistas, Marzo es el primero de los meses, pues dicen que el mundo fue creado en Marzo, y que en Marzo fue concebido el Redentor.

Marzo es el primer mes que iluminó la luz del día. El “Fiat” de Dios ordenando a la luz que naciera, y el “Fiat” de la Virgen aceptando la Maternidad Divina, fueron pronunciados en el mes de Marzo.

En Marzo murió Nuestro Señor Jesucristo, y el 25 de Marzo fue el día de su Encarnación.

Creen además los Bolandistas que el fin del mundo será en Marzo; que el mundo será juzgado en el mes mismo en que fue creado; que el juicio final será un aniversario de la creación.

De este modo, Marzo viene a ser el mes de los comienzos y el mes de las renovaciones. Por esta razón tal vez ha sido llamado “Artion”, que deriva de “Artius”, que quiere decir completo.

Los itálicos le llamaban “Primus”, el primero. Los hebreos le llamaban Nizan, y con él empezaba el año. Los romanos le llamaron mes de Marte, el dios de la guerra. El primero de los meses fue dedicado al primero de sus ídolos, al preferido.

Las tradiciones más antiguas del mundo atribuyen al mes de Marzo privilegios muy notables. Marzo vio la primera victoria de Dios, pues dicen que el 25 de este mes San Miguel venció a Satán. Los Ángeles fueron creados al mismo tiempo que la luz, y la luz fue separada de las tinieblas. Esta separación indica misteriosamente la división entre los ángeles buenos y los malos. El Ángel, como la luz, existió antes que el hombre. Así el 25 de Marzo vio el primer combate y la primera victoria.

Nace Adán, peca y muere; y según la tradición su cráneo fue enterrado el día 25 de Marzo en la montaña del Calvario, donde más tarde debía alzarse la cruz del segundo Adán.

También, según la antigua tradición, Abel, el primer mártir, fue muerto en 25 de Marzo. El día del primer homicidio debió ser para Adán un día de revelación: pues en él vió lo que era la muerte que le había sido anunciada y que no había visto todavía.

Según la misma tradición, el 25 de Marzo Melquisedec ofreció el pan y el vino al Altísimo. El misterioso sacrificio de Melquisedec fue sobre el pan y el vino para anunciar la Eucaristía, que fue instituida en Marzo.

Siguiendo igual tradición, Abraham, al ser puesto a prueba, condujo a Isaac al monte Moria, para inmolarlo, un día del mes de Marzo. Y la Víctima verdadera debía ser tras muchos siglos, inmolada en Marzo. En Marzo debía cumplirse la “Realidad”, como en Marzo había sido la figuración: Isaac era la sombra de Aquel que más tarde subió al Calvario, y que no fue reemplazado por un carnero.

En Marzo, sigue la tradición, los hebreos pasaron el mar Rojo, y en Marzo se celebró la primera Pascua.

En Marzo murió Santa Verónica, y en Marzo San Pedro fue libertado de su prisión por un Ángel.

Estos aniversarios no son meras coincidencias; se contestan unos a otros como los ecos se responden de montaña en montaña. Señalan las horas del reloj del tiempo. La nube que guiaba a los hebreos a través del desierto estaba hecha de luz y sombras. El plan gigantesco que abraza la creación, la Redención, la consumación, es ora luminoso y ora oscuro. La mano que guía a la humanidad, ora baja y ora levanta el velo, tras el cual aparecen las misteriosas y solemnes armonías.

Curioso que coincidan el aniversario de la Creación y el Juicio Final. Estemos atentos al mes de Marzo, que tiene más miga de la que parece. “Santas Coincidencias”.

Hay tantas cosas que decir sobre el fin del mes de Marzo, que es menester escoger entre ellas.

La fiesta de la Anunciación es también la fiesta de la Encarnación; porque después de la Anunciación, la Encarnación no se hizo esperar.

Es ésta, pues, la fiesta de aquel momento supremo predicho desde tantos siglos; es la fiesta deseada por Patriarcas y Profetas; aquella de la que Abraham deseó ver el día.

La Encarnación había sido invocada por todas las grandes voces inspiradas que el mundo había escuchado; y los mismos gentiles, agitados por un confuso instinto, la desearon sin conocerla. Virgilio alzó la voz entre las angustias y las esperanzas del mundo pagano; y la Sibila emitió oráculos que fueron aceptados.

Lo extraordinario de la época de Virgilio es que brota en el centro mismo de la civilización, en el centro culto e ilustrado. Los hombres civilizados, refinados, instruidos, en el sentido general de esta palabra, son muchas veces, para las cosas del instinto divino, más sordos y más mudos que las multitudes ignorantes. Y, sin embargo, el sordo rumor que cundía por el mundo fue oído a los pies del trono de Augusto, en aquella Roma tan orgullosa de sí misma, tan ocupada en su gloria y llena de su vanidad.

Virgilio no estaba en condiciones de oír las cosas profundas; y no obstante se encargó de dar testimonio y de decir en versos elegantes que había oído algo. Y antes que él lo dijeron Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, el gran Daniel, el hombre de los deseos. ¿Y Balaam? ¿Qué diremos de ese hombre extraordinario que hablaba a pesar suyo? ¿Y Abraham, Isaac, Jacob, e Israel? Y en el intervalo Moisés.

Todas las grandes voces se habían dado una suprema cita. Los ecos de todas las montañas, de todos los valles, hasta de todas las colinas, repetían la misma promesa, la repetían sin repetirse; pues la promesa, una en sí misma, variaba sin cesar en los puntos de vista, en los aspectos, en las palabras y en los detalles. Era siempre la misma promesa, pero no resonaba de igual modo en todas partes; el eco de las montañas no es el de los valles. La promesa decía siempre igual, sin parecerse nunca a sí misma.

¿Qué debió pasar por el alma de la Virgen cuando el Ángel se le apareció, cuando apareciéndosele le dijo que había llegado el momento, aquel momento que su deseo había llamado después de tantos otros deseos? ¿Qué debió pasar por el alma de la Virgen cuando el Ángel le anunció que el momento había llegado no sólo para Ella, sino que llegaba por Ella; que Ella, Ella misma, era la Madre del Mesías? Y no ya anunciárselo, sino proponérselo: esperar su aceptación.

El Cardenal de Berulle hace sobre esto una singular observación. Nota que nada más fácil para María que adivinar que Ella, Ella misma, era la Madre del Mesías. Sabía las promesas, sabía que la plenitud de los tiempos había llegado; sabía que el Mesías saldría de la casa de David, y sabía que Ella era de la casa de David. Sabía que una Virgen concebiría y pariría. Sabía su voto de virginidad, y que Ella era la única que lo había hecho, en contra de las ideas de los judíos. Podía ver cómo sobre su cabeza predestinada se reunían todas las condiciones requeridas para tal predestinación; podía ver cómo sobre Ella convergían todos los rayos de la luz profética. Pues bien, ¡nada veía, nada comprendía! No sabía, no adivinaba. Estaba ciega para sí misma y no se reconocía como la Mujer designada, aun conociendo todas las señales de la designación. Hasta se dice que pedía como supremo honor el de ser la sierva de la Madre del Mesías, y que la idea de ser Ella misma esta Madre no se había presentado a su espíritu. Pero dijo: ¡Fiat!

Según la antigua tradición, el mundo fue creado en Marzo. El “Fiat lux” resonó en este mes. La palabra “Fiat” está llena de misterios, de misterios de creación y de misterios de renovación. Y también de misterios de consumación, pues el fin del mundo pudiera ocurrir en la misma época del año en que fue creado.

Pero sea lo que sea de este último punto, es muy notable que la palabra “Fiat” haya dado a la luz natural y a la sobrenatural la orden o el permiso para brillar.

Y alrededor de la misma época del año, alrededor del mismo momento en que el Hijo de Dios se encarnó y en que el Hijo de Dios murió, se agrupa el recuerdo de personajes cuyas fiestas, casi ignoradas, se colocan un poco al azar: por ejemplo, Melquisedec, Isaac, el buen Ladrón. Sus fiestas van del 25 de Marzo al 12 de Abril y a Isaac el 1º de Mayo; pero en otras partes sus fiestas son más pronto. El buen Ladrón tiene su fiesta cerca de la Pascua, sin día fijo.

Estos nombres, grandes y misteriosos, se agrupan alrededor de los días en que el Salvador se encarnó y murió, porque tienen con Él una relación misteriosa y profunda.

¿Quién fue Melquisedec? Nadie lo sabe a punto fijo, pues su grandeza, afirmada por San Pablo, parece atestiguada y glorificada por el misterio mismo en que su nombre está sumido. Ni una palabra de su genealogía, de su padre ni de su madre. Lo cercano que está de la eternidad permite declararle sin origen ni fin. ¡Qué sublime actitud la suya! Aparece a lo lejos de la Historia como Rey de justicia. Es Rey de la Ciudad de la paz. Rey de Salem, es decir, de Jerusalén, antes que Jerusalén tuviera ese nombre. Es Rey y es Sacerdote, es Pontífice eterno. Melquisedec quiere decir Rey de justicia. De modo que este hombre no puede nombrársele sin nombrar la justicia al mismo tiempo. La justicia se asimiló a él, penetró en su nombre. Es un Rey que nos aparece como Rey de justicia y como Sacerdote. Poco conocemos del ejercicio de sus funciones; solo vemos de ellos la ofrenda y la bendición.

¡Cuán grandiosa escena! Tales personajes nos parecen alzarse mucho más allá de la talla de los hombres. Abraham, padre de los creyentes, aquel cuya posteridad había de ser numerosa como las estrellas del cielo, acababa de librar a Lot de manos de los reyes vecinos suyos. Melquisedec llega a su encuentro ofreciendo el pan y el vino, pues era sacerdote del Altísimo.

Paréceme que él es el primero a quien la Escritura atribuye esa cualidad de sacerdote. Como tal ofrece el pan y el vino solemnemente, proféticamente. Anuncia la Eucaristía y da la bendición; y su bendición es sencilla y solemne como su ofrenda: ¡Que Dios Altísimo, que hizo el cielo y la tierra, bendiga a Abraham!

Y ningún otro dato más preciso tenemos sobre él. Quizá la vaguedad del nombre de Melquisedec sienta muy bien a su grandeza. La Iglesia no le ha designado fiesta alguna para ser universalmente celebrada; pero en el Canon de la Misa le coloca al lado de Abraham y de Abel.

El más ilustre de estos dos últimos es Abraham. Su sacrificio se ha hecho popular, porque remueve el fondo de la naturaleza humana. La fiesta de Isaac se celebra por los mismos días que la de Melquisedec, pero, como ésta, es local y variable.

El nombre de Isaac significa Risa. Cuando el Señor anunció su nacimiento Sara rió, porque ya era vieja. Se ocultó para reír, reía detrás de la puerta. Y el Señor dijo: ¿Por qué se ha reído Sara? ¿Hay algo difícil para Dios? No he reído, dijo Sara espantada. No es lo que dices, repuso el Señor, has reído. Y cuando nació el niño se le llamó Risa. El Señor, dijo Sara, es el autor de mi risa. Cualquiera que oiga mi historia reirá conmigo.

La palabra risa, que aparece a cada instante al tratarse de Isaac, es una de las palabras más raras en la Sagrada Escritura, pródiga de ellas para Isaac, y avara fuera de él. Fuera de él, hasta las pocas veces que la emplea es en sentido figurado: es para la ironía, para la impiedad de los hombres o para la cólera del Señor; pero la verdadera risa, la risa propiamente dicha, creo que no se vuelve a encontrar ya después del nacimiento de Isaac, que es uno de los primeros hechos de la historia humana contados por la Escritura.

¿Qué sucedió en la montaña del sacrificio? Nadie lo sabe a punto fijo. ¿Hasta donde llegó el dolor de Abraham? ¡Aquel hijo por tanto tiempo deseado, tan inesperado que la promesa de su nacimiento hacía reír a Sara; aquel hijo cuyo nacimiento fue la obra maestra de lo inverosímil, era el hijo que había que inmolar! Su nacimiento había parecido una victoria de Dios sobre las leyes de la naturaleza. Y cuando este hijo amado, nacido contra toda verosimilitud, es ya un joven, hay que darle muerte: ¡a él, que lleva la Esperanza y la Promesa de una posteridad numerosa como las estrellas del cielo! ¡Hay que matar este germen de vida a tanta costa adquirido, tan deseado, tan precioso! ¿Que ideas rugirían en el fondo de Abraham?, ¡qué tempestad! Y sin embargo obedece con una sencillez que llena por sí sola toda la narración de la Escritura. Nada de reflexiones: el hecho; pero el hecho es tan terrible que sobreentiende todos los sentimientos humanos.

San Ephrem hace una interesante observación. Abraham, cuando ve la montaña del sacrificio, dice a sus servidores: “Aguardad aquí con el asno, yo y mi hijo volveremos cuando habremos adorado”. Abraham no creía lo que decía; y, sin embargo, decía la verdad: la decía sin conocerla. Tenía intención de matar al hijo; no sabía que el muchacho volvería con él, y sin embargo, lo decía como si hubiera previsto el desenlace que no preveía. Profetizaba sin saberlo. Sus labios, dice San Ephrem, pronunciaban lo que su espíritu no sabía, y pronunciaban la verdad.

Un momento después, solo con su padre, Isaac hace una pregunta desgarradora. ¡Padre! ¿Qué quieres, hijo mío? He aquí el fuego y la leña; Pero, ¿dónde está la víctima? Dios se proporcionará la víctima, hijo mío. Abraham vuelve a profetizar, y profetiza de nuevo sin saberlo. Anuncia la aparición del Ángel y el encuentro del carnero, ignorando una y otra cosa.

La Escritura es tan fecunda que aparece siempre joven. El sacrificio de Abraham es un drama cuya emoción ha atravesado los siglos sin ser disminuida, No es posible encomiar como se merece la sencillez de la narración. Es una sencillez terrible. Cuantas menos cosas dice, más deja adivinar.

La pregunta de Isaac es de una inocencia que desgarra el corazón, y la respuesta de Abraham es de una sabiduría igualmente desgarradora, porque esta sabiduría profética sólo estaba en sus labios, no penetraban en su espíritu.

De Isaac al buen Ladrón no hay transición visible. Son dos figuras que en nada se parecen y que están separadas por muchos siglos. Pero en la economía de las Redención todo está relacionado de tal modo que el arte de las transiciones es para ella completamente inútil. Isaac es la figura del pecador rescatado.

Y el buen Ladrón, ¿no es el tipo del pecador perdonado? Isaac era inocente, y el buen Ladrón culpable. El culpable está junto a Jesucristo físicamente, en el tiempo y en el espacio. El inocente simboliza a Jesucristo de lejos, a través del tiempo y del espacio.

Según la tradición, el buen Ladrón se llamaba Dimas. San Anselmo cuenta su historia, no como un hecho auténtico, sino como una leyenda muy acreditada. Según la relación de San Anselmo, Dimas vivía en un bosque cuando la huída de la Santa Familia a Egipto. Era hijo del capitán de unos malhechores que acechaban allí a los viajeros para robarles. Aparece la Santa Familia, y Dimas, al ver al hombre, a la mujer y al Niño se dispone a atacarles. Pero al acercárseles se siente invadido por tierno y afectuoso respeto, les ofrece hospitalidad, les da cuanto necesitan, y colma al Niño de caricias. María le da las gracias y le promete una gran recompensa. Jesucristo moribundo cumple la promesa de su Madre. Dimas, en la cruz, fue recompensado de su proceder en el bosque.

Haya lo que haya de cierto en la leyenda contada por San Anselmo, el buen Ladrón es una de las figuras más singulares de la historia de los Santos. Es un ladrón y asesino canonizado por boca de Jesucristo, y colocado a la derecha del Hijo; en esto representa a los elegidos todos.

El Calvario representa el juicio final. El buen Ladrón es, pues, figura del pueblo predestinado; es el trabajador de última hora que experimenta la magnificencia de Aquel a quien invoca y adora. Reconoce a su vecino el Crucificado como a Juez de los vivos y los muertos. Y el Crucificado responde.

Según el Padre Ventura, los dos Ladrones dan a los hombres dos lecciones capitales. El buen Ladrón, cargado de crímenes y armado solamente con un breve arrepentimiento, dice al género humano: “Nunca hay que desesperar”. El mal Ladrón, en condiciones aparentemente idénticas, muere al lado de Jesús y dice al género humano: “Nunca hay que presumir”.

El buen Ladrón es especialmente invocado contra la tortura, contra la impenitencia final y contra los ladrones.

martes, 2 de febrero de 2010

2 de febrero


EL ANCIANO SIMEÓN
Y LA PROFETISA ANA


(Tomado de “Fisonomía de Santos“, de Ernest Hello)



La Sagrada Escritura dice las cosas brevemente. Cuando quiere confiar un nombre a la admiración de los siglos, suele simplemente decir que el hombre que lo llevaba era justo y vivía en el temor de Dios.

José era justo; Simeón era justo. Y como era justo esperaba el consuelo de Israel; y en él habitaba el Espíritu Santo. Y había recibido la promesa de que no moriría sin haber visto al Cristo del Señor. Y esperaba.

¡Esperaba! ¡Qué palabra!

Esperar fue su vida, su ministerio, su razón de ser, su fisonomía, su destino; esperar fue toda su vida y toda su luz hasta el día en que vio a Aquel a quien esperaba y había esperado.

¡Qué momento, para el Anciano!, el momento en que recibió en sus brazos a Aquel que era el “Esperado” de Israel, cuya espera él mismo representaba.

¡Qué momento aquel!, en que, después de una vida consumida en el deseo, vio con sus ojos y tomó en sus brazos el viviente Amén de su vida, el viviente Amén de su deseo.

¿Y la Profetisa Ana? Ana tenía ochenta y cuatro años. Este número pronto está dicho y pronto está escrito, pero, ¿qué suma de deseos puede representar? Ana no se movía del Templo. Rogaba, ayunaba, servía a Dios noche y día.

Tal vez no sea del todo inútil insistir con el pensamiento en la vida de Simeón y en la de Ana, llenas una y otra de misterios no conocidos, y de las cuales no se habla sino para recordar sus últimos momentos. Pero si estos últimos momentos se ven coronados de gloria inmortal, es porque habían sido preparados por los largos años del silencio que el silencio del Evangelio deja adivinar.

Los últimos momentos fueron cortos, pero los años habían sido muy largos. Toda oración concluye con un Amén. El Amén es corto, la oración larga.

Figurémonos a aquel hombre y a aquella mujer, a aquel Justo y a aquella Profetisa viviendo y envejeciendo en esta esperanza, en este pensamiento, en este deseo, en esta promesa. El Cristo del Señor se acerca, y su día va a llegar. Aquel que los profetas han anunciado, el Cristo del Señor, se acerca y su día va a llegar.

Quizás los siglos transcurridos desfilaban a los ojos de Simeón y de Ana, y los años de su vida, como continuación de aquellos siglos, y el deseo abría en ellos abismos de una profundidad desconocida; y el deseo se multiplicaba por sí mismo y el actual se aumentaba con los deseos pasados; y Simeón y Ana subían a lo alto de los siglos muertos, para poder desear a mayor altura, y descendían a los abismos abiertos en otro tiempo por los deseos de los que fueron, para desear más profundamente.

Quizás su deseo tomó al fin proporciones que les indicaron que el momento había llegado. Simeón fue al Templo en Espíritu: el Espíritu le conducía, la luz interior guiaba sus pasos. Un estremecimiento, no conocido aún de aquellas dos almas que tantas cosas conocían ya, les sacudió probablemente con sacudida pacífica y profunda que aumentó su serenidad.

Durante su espera, el viejo mundo romano había cometido prodigios de abominación; las ambiciones habían chocado con las ambiciones, y el mundo se había inclinado bajo el cetro de César Augusto.

Y la tierra no había sospechado que lo más importante que en ella había era la espera de los que esperaban. La tierra, aturdida por el vano y confuso ruido de sus guerras y sus discordias, no había notado que una cosa importante se realizaba en su superficie; y esta cosa importante era el silencio de los que esperaban en la solemnidad profunda del deseo.

La tierra no sabía estas cosas; y si volvieran a suceder hoy, tampoco las sabría. Las ignoraría con la misma ignorancia, y si se la obligara a considerarlas las despreciaría con el mismo desprecio.

He dicho que el silencio era la cosa que “se realizaba” en la superficie de la tierra sin ella saberlo; porque aquel silencio era efectivamente una acción. No era un silencio negativo, consistente en la ausencia de palabras; era un silencio positivo, más activo que toda otra acción.

Mientras Octavio y Augusto se disputaban el imperio del mundo, Simeón y Ana esperaban. ¿Cuál era la acción mayor, la de éstos o la de aquellos?

En el momento supremo, Ana habló, Simeón cantó. ¡Oh! ¡Cómo se abrirían sus labios después de un tal silencio!

En el instante que precedió a tal explosión, quizás toda su vida se presentó a sus ojos como un punto rápido y total, en el que, sin embargo, los deseos se distinguían unos de otros; en el que la sucesión de sus deseos aparecía en toda su extensión, en toda su profundidad. Y al advenimiento del instante supremo, quizás temblaron con un temblor desconocido.

¡Ah! todos los años de su vida habían tendido a aquel momento tan breve, tan rápido, tan fugitivo. Tantos momentos habían convergido a aquel solo momento supremo. Y el momento había llegado.

Tal vez los siglos que habían precedido a su nacimiento se levantaban en la lontananza de su imaginación, más allá de los años de su vida, mostrando sus antiguas profundidades que ellos habían abierto. Si las cosas se les mostraron de pronto en su conjunto, ¿quién sabe cuán grande les parecería su oración y todas sus oraciones anteriores, y las más cercanas?.

La sucesión de la vida nos oculta nuestra obra total; pero si de pronto nos apareciera ésta en su conjunto, nos asombraría. Los detalles nos ocultan el conjunto. Pero hay momentos en que el velo que tenemos ante los ojos se estremece como si de pronto fuera a levantarse; y se verifica una especie de resumen; el resumen de las palabras, el resumen del silencio.

Y este resumen se expresa con la palabra: Amén.

A la edad de ochenta y cuatro años Ana la Profetisa pronunció su Amén, diciendo maravillas del Niño que estaba allí.

Simeón cantaba, cantaba la vida y cantaba la muerte; la vida de las naciones y su muerte propia, pues él había cumplido ya su destino. Anunció solemnemente que Aquel que tenía en sus brazos sería exaltado a la faz de los pueblos: sería luz de las naciones y gloria de Israel. Su mirada fue más allá de la Judea; dio la vuelta al mundo; fue a derecha e izquierda.

“Éste, dijo, ha sido puesto para la ruina y para la resurrección”. Vio la contradicción: la prometió. Anunció que los vivos y los muertos se agruparían a derecha e izquierda del Niño que tenía en sus brazos.

Y Simeón bendijo al Padre y a la Madre, y dijo a ésta: “Una espada de dolor atravesará tu alma para que los pensamientos de muchos sean descubiertos”. Con su alegría y su triunfo, sale de sus labios una profecía terrible, pues todo coincidió en este día que los griegos llaman la fiesta del Encuentro, porque las cosas vinieron de muy lejos a encontrarse en medio de él.

Simeón encuentra a Ana; José y Maria encuentran a Simeón y Ana. La Gracia y la Ley se encuentran.

La Ley es observada en todo su rigor, pues se presenta la ofrenda debida por el nacimiento de un primogénito, por más que no haya razón para ofrecer. No la hay, porque la Santa Virgen y su Hijo no debían estar sujetos a las ceremonias legales, pues la Madre no había concebido según las leyes de la naturaleza, y el Hijo había nacido fuera de ellas.

Pero así como el Hijo no quiso sustraerse a la Circuncisión de los hombres, tampoco la Madre quiso sustraerse a la Purificación de las mujeres. La Ley fue, pues, observada; más se encontró con la Gracia; y allí están Simeón y Ana para atestiguarlo.

Las lágrimas se encontraron con la alegría; la alegría de Simeón hunde anticipadamente en el corazón de María la espada que le anuncia. Y, según nos dice el Evangelio, ella guardó en su corazón todas estas cosas. Todas estas cosas se encierran sin duda en las amenazas de Simeón.

En esta fiesta de los Encuentros, los que se esperaban se encontraron. Y finalmente, Simeón encuentra a su Dios.

En la mañana de aquel día la Iglesia canta: “He aquí que el Señor Dominador viene a su Templo santo, alégrate, ¡oh Sión!, estremécete de alegría y ven a encontrar a tu Dios”.

En esta fiesta de los Encuentros, Simeón y Ana encuentran a Jesucristo. “Pondré mi arco en las nubes”, había dicho antes la boca de Dios hablando del arco iris. Y ahora, Aquel que era como el arca de la alianza estaba en los brazos de María como el arco en las nubes del cielo, y Simeón recibió el Amén de su espera.

Esta fiesta que los griegos llaman el Encuentro del Señor, se llama también la Purificación de la Santísima Virgen. Purificación no supone aquí pecado, ni defecto alguno de la naturaleza, pues en María no hubo impureza moral, legal ni material. Pero, ¿quién sabe que inaudita infusión de gracia nueva quiere indicarse con tal palabra? ¿Quién sabe lo que pasó en el corazón de María cuando ofreció Jesucristo al Padre en aquel día y en aquel lugar solemnes?

Pues esta fiesta se llama también la Presentación de Jesús en el Templo. Fue el día de la oblación suprema de la cual los sacrificios de la antigua Ley no fueron sino figura: la oblación divina, esperada, invocada, simbolizada por tantos clamores, tantos deseos, tantos profetas, tantas imágenes.

¿Qué pensarían aquellas cuatro personas, María, José, Simeón y Ana, cuando dijeron: “Aquí está el que era esperado?”. ¿Pasarían por su memoria, súbita e instantáneamente, todas las cosas, los episodios, los sacrificios del pueblo de Israel, en cuya meditación había pasado la vida? ¿Pasó por su memoria el sacrificio de Abraham, el carnero que sustituyó a Isaac, y todos los sacrificios de la antigua Ley, todas las prescripciones de Moisés, y todas las escenas que se habían realizado en aquel templo donde entonces Jesucristo era ofrecido al Padre? ¿Qué impresión debía producirles aquella ley consignada en el Levítico, capítulo XII, en la que se dice que la mujer que haya dado a luz una criatura, niño o niña, permanecerá por un cierto tiempo separada, como impura, de la compañía de las demás mujeres? Le estaba prohibido tocar las cosas santas, entrar en el templo hasta haber cumplido los días de la purificación, que eran cuarenta por un hijo varón y ochenta por una hembra. Cuando los días se habían cumplido, debía presentarse a un sacerdote y ofrecerle en holocausto por su hijo un cordero de un año con un pichón o una tórtola, o bien, si era tan pobre que no pudiera ofrecer un cordero, debía darle dos tórtolas y dos pares de palomas.

¡Cuán profunda y misteriosa impresión había de producir el texto de esta ley en la Virgen que no necesitaba ser purificada y que, sin embargo, se sometía a lo ordenado poniéndose en el lugar de las mujeres pobres!

La que poseía al Criador del cielo y de la tierra se colocaba entre los pobres, y la pobre ofrenda rescataba a Jesucristo.

¡Qué aspecto debió tomar a los ojos de Simeón y de Ana el recinto de aquel Templo donde tanto habían orado, y el cual entonces contenía a Jesús, y bien pronto había de ser destruido!

Esta fiesta se llama también la Candelaria. El Papa Sergio I ordenó que el 2 de febrero se hiciera la procesión con los cirios.

La Candelaria es la fiesta de las luces, y aquella procesión de luces físicas simboliza lo que pasó en el Templo de Jerusalén el día en que aquellas cuatro personas, José, María, Simeón y Ana se pasaron uno a otro, como en procesión, al Niño Jesús, luz del mundo.

La Candelaria es quizás el nombre más popular de esta fiesta cuya instauración se pierde en la noche de los tiempos. Su primera institución se remonta a los primeros tiempos de la Iglesia; pero los primeros relajamientos que entibiaron a los cristianos hicieron que, en algunos lugares, fuera olvidada. Este olvido parcial y momentáneo se produjo quizás por los años 500, pues durante la gran peste que en 541 despobló Egipto y otras muchas provincias del Imperio, el Emperador Justiniano, bajo el pontificado de Vigilio, quiso recurrir a la protección de la Virgen Inmaculada, y habiendo consultado al patriarca y al clero de Constantinopla, por consejo de éstos penó severamente la negligencia de algunos en celebrar la fiesta del 2 de febrero. La negligencia cesó, y la fiesta de la Purificación fue celebrada con esplendor. Constantinopla le devolvió toda su solemnidad y la peste cesó enseguida.

Los principios de febrero eran celebrados entre los paganos con espantosas saturnales que se llamaban las Lupercales. A las supersticiones y a los excesos que manchaban de un modo especial esta época del año, el Papa Gelasio opuso la solemne y ferviente observancia de la gran fiesta del 2 de febrero. Pero esto fue probablemente el restablecimiento y no la primera institución de esta solemnidad.

El Cardenal Berulle hace, sobre la Presentación de Jesús en el Templo, una observación notable. Según él, la fiesta de la Natividad es la revelación pública de Dios a los hombres; y la fiesta del 2 de febrero es una manifestación particular de Dios a las almas privilegiadas; es, para dicho cardenal, la fiesta de los decretos de Dios.

miércoles, 6 de enero de 2010

Reyes


LOS REYES MAGOS

Tomado de “Fisonomía de Santos”,
de Ernest Hello



Los siglos habían pasado sobre las llamas de Isaías sin extinguirlas. El clamor del profeta resonaba todavía, al menos en el corazón de la Virgen. La muda y vaga esperanza del género humano se precisó, se localizó, en tres Reyes de Oriente.

Los principales personajes de Oriente eran los Magos. Es menester no engañarse con el nombre suponiendo que al decir magos se quería significar hombres dedicados a la magia. No; eran sabios, eran reyes; en Oriente los sabios eran reyes. En la antigüedad remota, la más alta ciencia, tal como el Oriente la concibió, llevaba cetro y corona.

Eran astrónomos, y fueron avisados por una estrella. Una ley existe en virtud de la cual los elegidos lo son según su naturaleza, y son llamados según su carácter. Cada visión, cada aparición, cada palabra divina interior o exterior toma, en cierto modo, la semejanza de aquel que debe verla u oírla; se proporciona y determina según el nombre que en el mundo invisible lleva el escogido para contemplarla.

Por esto los reyes de Oriente, los reyes sabios, los depositarios de las antiguas tradiciones relativas a Balaam, los reyes astrónomos, los reyes ocupados en las cosas del cielo, los reyes que habían sentido el eco misterioso de la antigua tradición murmurar en sus oídos : "Orietur stella", "se levantará una estrella", los reyes elegidos y consagrados que representaban en sí solos, tres como eran, la vocación de los pueblos, fueron llamados por una voz digna de su grandeza: fueron llamados por una estrella.

Melchor representaba la raza de Sem; Gaspar, la raza de Cam; Baltasar, la raza de Jafet. He aquí a Cam reconciliado; y la Cananea verá el rostro de Aquel a quien la estrella anuncia, y triunfará de él por una plegaria.

No creo que nunca la pintura haya representado esa escena con la grandeza que le corresponde. El Diluvio había concluido, las aguas se habían retirado; las tres ramas de la familia humana estaban alrededor de Noé en las personas de sus fundadores. Noé les separa; Noé bendice y maldice. El poder secular de su bendición y de su maldición divide la raza humana; aquel poder dobla la cerviz de Cam bajo el yugo de Sem y de Jafet.

Ante el pesebre de Belén, junto a Jesucristo, de quién Noé fue figura, las tres ramas se unen de nuevo. Gaspar, hijo de Cam, acompaña a Melchor, hijo de Sem, y a Baltasar, hijo de Jafet. Sobre Gaspar no pesa ya inferioridad conocida; se le da lugar igual al de sus compañeros. Las naciones están allí presentes en la persona de aquellos que las representan; ninguna de ellas puede ser envidiada de las demás; todas son llamadas por la misma estrella. La misma atracción, igualmente celestial para todas, igualmente majestuosas, las reúne y las inclina en una misma adoración.

Las tres ramas de la familia humana han oído resonar con igual claridad en sus oídos los ecos del Salmo: "Los reyes de Tarsis y de las islas ofrecerán sus presentes. Los reyes de Arabia y de Sabá llevarán sus dones. Todos los reyes de la tierra lo adorarán, y todas las naciones le servirán".

¿De dónde venían? No se sabe a punto fijo; pero todo hace creer que de la Arabia Feliz. Este país, cuyo nombre es tan extraño, fue habitado por los hijos que Abraham tuvo de Keturá, su segunda mujer; por Jocsán, padre de Saba, y por Madián, padre de Efá. La naturaleza de los presentes ofrecidos favorecen esa creencia: el oro, el incienso y la mirra nacieron en Arabia.

¡Qué drama había en aquel viaje! Imaginemos unos reyes que, súbitamente, por la fe de una estrella, abandonan su palacio, su trono, su reino. ¡Cuánta fe en tal partida, cuánta juventud, cuánto ardor, cuánto afán de luz! Muy libres habían de estar de todo lazo exterior, de toda costumbre, de toda etiqueta y de toda preocupación aquellos hombres que, al primer signo, dejan su reposo oriental y la tranquilidad de su mansión soberana por las fatigas y los peligros de un viaje enorme, y van sin vacilar hacia lo desconocido que se abre a sus miradas.

No vacilan, no dicen: "Mañana". No; parten hoy. Los camellos llevan la pesada carga al través de tierras despobladas y casi desconocidas; entonces y en aquellos lugares los viajes habían de ser raros y difíciles. La estrella sólo señalaba el camino; ella era la única compañera, silenciosa, misteriosa. El viaje debió ser también silencioso. La estrella era la imagen de la luz interior que brillaba y conducía. La Epifanía era su luz. Epifanía... ¡qué palabra!... ¡quiere decir la manifestación!

Al llegar a la capital de la Judea, no preguntan si realmente ha nacido el Rey de los judíos, sino tan sólo en qué lugar ha nacido. Su confianza era absoluta; el hecho, cierto para ellos. Hemos visto su estrella —dicen— y venimos a adorarle. Su pregunta se limita al lugar del nacimiento. No tienen temor ni respetos humanos. Dicen la cosa tal como ellos la saben, sin otros miramientos a nada ni a nadie. No se preguntan si es prudente hablar a Herodes del Rey de los judíos, ni si ha de parecer extraño que vengan de tan lejos por la fe de una estrella, no se preguntan nada; dicen en alta voz lo que piensan.... y sin embargo, hablan a Herodes; a Herodes que hizo morir a su primera mujer Mariamma, que se desembarazó de sus tres hijos porque desconfiaba de ellos.

Pero los tres Magos tienen suficiente grandeza para ser sencillos; marchan porque creen; hablan, porque creen; encuentran, porque creen. Y mientras su fe ingenua encuentra a Aquel que busca, Herodes, el hábil, el astuto, el calculador, el político refinado, degüella a todos los niños que no tiene interés en degollar, y deja vivo únicamente a Aquel a quien quiso hacer morir. Engaña, informa a los Magos inquiriendo, hácese astuto para con la ingenua grandeza de la alta ciencia oriental. Cuando lo hayáis encontrado, les dice, avisádmelo, para que pueda yo ir a adorarle también. Y queda preso en sus propias redes y se pierde a sí mismo. El sólo será la víctima de su doblez por la cual quizá se felicita, contento de lo bien que ha representado su papel. ¡Cuánto no debió burlarse de los tres Magos, al ver su confianza! ¡Y qué indignación no sentirían estos al ver que los judíos no se dignaban buscar entre ellos mismos a Aquel que el Oriente venía a buscar de tan lejos! ¡Y cómo debió mostrarse ante sus ojos aquella espantosa verdad: "Nadie es profeta en su tierra"! ¡Qué efecto debió producirles el lugar donde encontraron el Niño! ¡Venían de la Arabia para adorarlo... y eran reyes!

Aquel a quien venían a adorar, rechazado aún antes de su nacimiento, no había encontrado en la posada un lugar donde nacer. Todos los aposentos estaban tomados. María y José no habían encontrado sitio.

La terrible sencillez de la narración evangélica no insiste en esto que, sin embargo, va más allá de todo pensamiento; consigna simplemente que no había lugar en la posada.

La magnificencia oriental ostentando el oro, el incienso y la mirra, llevando sus reyes en sus camellos con su séquito y sus presentes; esta magnificencia voluntaria y lejana, entusiasta y extraña, muestra en vivo contraste la conducta de aquella gente, de la gente del país que llenaba la posada sin dejar un sitio para Aquel que se refugia entre un buey y una mula, porque está en su tierra, y la estrella lo anuncia en Oriente.

¿Qué pasó en el pesebre? ¿Qué forma tomó la adoración viva y juvenil de aquellos hombres sabios y fuertes? ¡Oh! ¡Qué pintor sería aquel que diera a cada uno de los tres reyes la fisonomía de la rama que representa; que escribiera en sus frentes los nombres de Sem, de Cam y de Jafet; que revelara su adoración según el espíritu de la familia humana que en cada uno de ellos vive; que mostrara con pompa y sin esfuerzo el esplendor oriental en el pesebre de Bethleem! Y sobre todo, ¡qué pintor aquel que pusiera en el rostro de José y en el de María la conciencia de lo que allí pasa!

Los Magos recibieron la orden de no volver a encontrar a Herodes, y regresaron a su país por otro camino. ¡El camino que sirve para ir al pesebre no sirve para volver de él!

El religioso Cirilo, en la vida de San Teodosio, cuenta que los reyes se apartaban de los grandes caminos y de los lugares frecuentados y se retiraban por la noche en las cavernas buscando la soledad. ¿Quién es capaz de medir la profundidad de la impresión que habían recibido? ¿Quién puede imaginar la huella que en sus almas, tan bien dispuestas, había dejado la faz de Aquel a quien buscaron y encontraron?

Vueltos a su patria por otro camino, seguramente vivieron allí una vida nueva y guardaron fielmente el recuerdo. Mucho tiempo después de la muerte y resurrección de Jesucristo vivían aún. Santo Tomás, que había visto a Jesucristo resucitado, bautizó a los que habían visto a Jesucristo en el pesebre. Un parentesco misterioso quizá una a Santo Tomás con los reyes Magos.

Algunos días antes de la Epifanía, hubo otros adoradores también llamados de afuera; eran los pastores.... Los pastores que durante la noche se iban relevando en la guardia de sus rebaños. Los primeros llamados de afuera a la adoración fueron reyes y pastores. Estos dos títulos, colocados ahora en opuestos extremos de la escala social, eran en otros tiempos palabras cuasi sinónimas; pues para el lenguaje y el sentimiento de la remota antigüedad, los reyes eran los pastores de los pueblos. En todas partes los que gobernaban eran llamados pastores, y los que obedecían eran llamados "ovejas".

He dicho que un parentesco misterioso y sobrenatural unía quizás a Santo Tomás con los reyes Magos; otro parentesco misterioso, pero natural, une tal vez a los reyes con los pastores. Los reyes Magos eran sabios; los pastores que velaban por turno cerca de Belén eran sencillos. Los reyes vieron una estrella porque eran astrónomos; los pastores vieron un ángel porque eran sencillos.

Los pastores recibieron la indicación que convenía a su carácter: "Encontraréis al Niño en mantillas y acostado en un pesebre". Y numerosa cohorte de espíritus celestiales se unió al ángel, cantando en la noche santa: "Gloria in Excelsis Deo et in terra pax hominibus bonæ voluntatis". La buena voluntad, esa cosa también sencilla y que apenas encuentra lugar en el lenguaje "vulgarmente" llamado poético, resuena en el canto de los ángeles después del ¡Gloria!, al lado del "Gloria"; y las dos palabras reunidas producen un efecto sublime.

El carácter distintivo de los pastores fue probablemente la sencillez; el de los reyes fue quizás la magnificencia y la generosidad. No quiero decir sólo la generosidad en los presentes, en el oro, en el incienso, en la mirra, sino la generosidad en la fe, en la adoración, en el emprender el viaje. No quiero decir solamente la generosidad que da, sino también la generosidad que se da.

Sus reliquias fueron transportadas de Persia a Constantinopla; Santa Elena las hizo depositar con magnificencia en la basílica de Santa Sofía. El obispo Eustaquio, en tiempos del obispo Emmanuel, las llevó a Milán. Cuando Federico Barbarroja entró a saco en esta ciudad, las reliquias de los reyes Magos recibieron en Colonia su hospitalidad hasta ahora definitiva.

Mucho se ha dicho sobre lo que fue la estrella de los Magos. Unos han creído que era una estrella absolutamente milagrosa que brilló de repente fuera de las leyes naturales y sin relación alguna con la astronomía. Otros han afirmado que una estrella ordinaria nunca hubiera podido señalar una casa determinada; habría indicado a lo más una comarca, pero no de un modo preciso un pequeño establo; era menester, pues, según éstos, que fuera un meteoro que se mostró cerca de la tierra. Otros, finalmente, han recurrido a una tercera explicación; según la hipótesis astronómica adoptada por el doctor Sepp, un astro nuevo puede aparecer de repente merced a la conjunción de tres planetas.

En 1604 los astrónomos observaron la conjunción de los tres planetas Saturno, Júpiter y Marte: una nueva estrella apareció de pronto entre Marte y Saturno, brillando con un resplandor extraordinario y esparciendo entorno una luz coloreada. Se ha calculado que una conjunción análoga se produce, con efectos semejantes, cada 800 años, que son los que emplean Saturno y Júpiter en recorrer el zodíaco. Siete períodos de 800 años (poco más o menos) han transcurrido desde la creación del mundo, períodos que podrían parecer días climatéricos de la humanidad; a saber:

De Adán a Enoc.
De Enoc al Diluvio.
Del Diluvio a Moisés.
De Moisés a Isaías.
De Isaías a Jesucristo.
De Jesucristo a Carlomagno.
De Carlomagno a la Edad Moderna (descubrimiento de la imprenta).
Y el nuestro sería el séptimo día.

La estrella de los Magos ¿fue el resultado de una combinación astronómica, o fue una estrella absolutamente milagrosa? Nadie lo sabe; pero como Dios es autor del orden natural lo mismo que del sobrenatural, su acción es igualmente sensible, igualmente manifiesta, igualmente providencial en uno y otro caso.

El oro, que es el poder; el incienso, que es la adoración; la mirra, que es la penitencia, fueron ofrecidos a Jesucristo por la voluntad expresa de Dios manifestada por una estrella y atestiguada por los reyes.