domingo, 28 de febrero de 2010

Marzo


PRIVILEGIO DEL MES DE MARZO

(Tomado de “Fisonomías de Santos”, de Ernest Hello)


Dice el Padre Faber que de todas las fiestas del año la del 25 de Marzo es la más difícil de celebrar dignamente. La fiesta de la Anunciación es también la fiesta de la Encarnación.

Según los Bolandistas, Marzo es el primero de los meses, pues dicen que el mundo fue creado en Marzo, y que en Marzo fue concebido el Redentor.

Marzo es el primer mes que iluminó la luz del día. El “Fiat” de Dios ordenando a la luz que naciera, y el “Fiat” de la Virgen aceptando la Maternidad Divina, fueron pronunciados en el mes de Marzo.

En Marzo murió Nuestro Señor Jesucristo, y el 25 de Marzo fue el día de su Encarnación.

Creen además los Bolandistas que el fin del mundo será en Marzo; que el mundo será juzgado en el mes mismo en que fue creado; que el juicio final será un aniversario de la creación.

De este modo, Marzo viene a ser el mes de los comienzos y el mes de las renovaciones. Por esta razón tal vez ha sido llamado “Artion”, que deriva de “Artius”, que quiere decir completo.

Los itálicos le llamaban “Primus”, el primero. Los hebreos le llamaban Nizan, y con él empezaba el año. Los romanos le llamaron mes de Marte, el dios de la guerra. El primero de los meses fue dedicado al primero de sus ídolos, al preferido.

Las tradiciones más antiguas del mundo atribuyen al mes de Marzo privilegios muy notables. Marzo vio la primera victoria de Dios, pues dicen que el 25 de este mes San Miguel venció a Satán. Los Ángeles fueron creados al mismo tiempo que la luz, y la luz fue separada de las tinieblas. Esta separación indica misteriosamente la división entre los ángeles buenos y los malos. El Ángel, como la luz, existió antes que el hombre. Así el 25 de Marzo vio el primer combate y la primera victoria.

Nace Adán, peca y muere; y según la tradición su cráneo fue enterrado el día 25 de Marzo en la montaña del Calvario, donde más tarde debía alzarse la cruz del segundo Adán.

También, según la antigua tradición, Abel, el primer mártir, fue muerto en 25 de Marzo. El día del primer homicidio debió ser para Adán un día de revelación: pues en él vió lo que era la muerte que le había sido anunciada y que no había visto todavía.

Según la misma tradición, el 25 de Marzo Melquisedec ofreció el pan y el vino al Altísimo. El misterioso sacrificio de Melquisedec fue sobre el pan y el vino para anunciar la Eucaristía, que fue instituida en Marzo.

Siguiendo igual tradición, Abraham, al ser puesto a prueba, condujo a Isaac al monte Moria, para inmolarlo, un día del mes de Marzo. Y la Víctima verdadera debía ser tras muchos siglos, inmolada en Marzo. En Marzo debía cumplirse la “Realidad”, como en Marzo había sido la figuración: Isaac era la sombra de Aquel que más tarde subió al Calvario, y que no fue reemplazado por un carnero.

En Marzo, sigue la tradición, los hebreos pasaron el mar Rojo, y en Marzo se celebró la primera Pascua.

En Marzo murió Santa Verónica, y en Marzo San Pedro fue libertado de su prisión por un Ángel.

Estos aniversarios no son meras coincidencias; se contestan unos a otros como los ecos se responden de montaña en montaña. Señalan las horas del reloj del tiempo. La nube que guiaba a los hebreos a través del desierto estaba hecha de luz y sombras. El plan gigantesco que abraza la creación, la Redención, la consumación, es ora luminoso y ora oscuro. La mano que guía a la humanidad, ora baja y ora levanta el velo, tras el cual aparecen las misteriosas y solemnes armonías.

Curioso que coincidan el aniversario de la Creación y el Juicio Final. Estemos atentos al mes de Marzo, que tiene más miga de la que parece. “Santas Coincidencias”.

Hay tantas cosas que decir sobre el fin del mes de Marzo, que es menester escoger entre ellas.

La fiesta de la Anunciación es también la fiesta de la Encarnación; porque después de la Anunciación, la Encarnación no se hizo esperar.

Es ésta, pues, la fiesta de aquel momento supremo predicho desde tantos siglos; es la fiesta deseada por Patriarcas y Profetas; aquella de la que Abraham deseó ver el día.

La Encarnación había sido invocada por todas las grandes voces inspiradas que el mundo había escuchado; y los mismos gentiles, agitados por un confuso instinto, la desearon sin conocerla. Virgilio alzó la voz entre las angustias y las esperanzas del mundo pagano; y la Sibila emitió oráculos que fueron aceptados.

Lo extraordinario de la época de Virgilio es que brota en el centro mismo de la civilización, en el centro culto e ilustrado. Los hombres civilizados, refinados, instruidos, en el sentido general de esta palabra, son muchas veces, para las cosas del instinto divino, más sordos y más mudos que las multitudes ignorantes. Y, sin embargo, el sordo rumor que cundía por el mundo fue oído a los pies del trono de Augusto, en aquella Roma tan orgullosa de sí misma, tan ocupada en su gloria y llena de su vanidad.

Virgilio no estaba en condiciones de oír las cosas profundas; y no obstante se encargó de dar testimonio y de decir en versos elegantes que había oído algo. Y antes que él lo dijeron Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, el gran Daniel, el hombre de los deseos. ¿Y Balaam? ¿Qué diremos de ese hombre extraordinario que hablaba a pesar suyo? ¿Y Abraham, Isaac, Jacob, e Israel? Y en el intervalo Moisés.

Todas las grandes voces se habían dado una suprema cita. Los ecos de todas las montañas, de todos los valles, hasta de todas las colinas, repetían la misma promesa, la repetían sin repetirse; pues la promesa, una en sí misma, variaba sin cesar en los puntos de vista, en los aspectos, en las palabras y en los detalles. Era siempre la misma promesa, pero no resonaba de igual modo en todas partes; el eco de las montañas no es el de los valles. La promesa decía siempre igual, sin parecerse nunca a sí misma.

¿Qué debió pasar por el alma de la Virgen cuando el Ángel se le apareció, cuando apareciéndosele le dijo que había llegado el momento, aquel momento que su deseo había llamado después de tantos otros deseos? ¿Qué debió pasar por el alma de la Virgen cuando el Ángel le anunció que el momento había llegado no sólo para Ella, sino que llegaba por Ella; que Ella, Ella misma, era la Madre del Mesías? Y no ya anunciárselo, sino proponérselo: esperar su aceptación.

El Cardenal de Berulle hace sobre esto una singular observación. Nota que nada más fácil para María que adivinar que Ella, Ella misma, era la Madre del Mesías. Sabía las promesas, sabía que la plenitud de los tiempos había llegado; sabía que el Mesías saldría de la casa de David, y sabía que Ella era de la casa de David. Sabía que una Virgen concebiría y pariría. Sabía su voto de virginidad, y que Ella era la única que lo había hecho, en contra de las ideas de los judíos. Podía ver cómo sobre su cabeza predestinada se reunían todas las condiciones requeridas para tal predestinación; podía ver cómo sobre Ella convergían todos los rayos de la luz profética. Pues bien, ¡nada veía, nada comprendía! No sabía, no adivinaba. Estaba ciega para sí misma y no se reconocía como la Mujer designada, aun conociendo todas las señales de la designación. Hasta se dice que pedía como supremo honor el de ser la sierva de la Madre del Mesías, y que la idea de ser Ella misma esta Madre no se había presentado a su espíritu. Pero dijo: ¡Fiat!

Según la antigua tradición, el mundo fue creado en Marzo. El “Fiat lux” resonó en este mes. La palabra “Fiat” está llena de misterios, de misterios de creación y de misterios de renovación. Y también de misterios de consumación, pues el fin del mundo pudiera ocurrir en la misma época del año en que fue creado.

Pero sea lo que sea de este último punto, es muy notable que la palabra “Fiat” haya dado a la luz natural y a la sobrenatural la orden o el permiso para brillar.

Y alrededor de la misma época del año, alrededor del mismo momento en que el Hijo de Dios se encarnó y en que el Hijo de Dios murió, se agrupa el recuerdo de personajes cuyas fiestas, casi ignoradas, se colocan un poco al azar: por ejemplo, Melquisedec, Isaac, el buen Ladrón. Sus fiestas van del 25 de Marzo al 12 de Abril y a Isaac el 1º de Mayo; pero en otras partes sus fiestas son más pronto. El buen Ladrón tiene su fiesta cerca de la Pascua, sin día fijo.

Estos nombres, grandes y misteriosos, se agrupan alrededor de los días en que el Salvador se encarnó y murió, porque tienen con Él una relación misteriosa y profunda.

¿Quién fue Melquisedec? Nadie lo sabe a punto fijo, pues su grandeza, afirmada por San Pablo, parece atestiguada y glorificada por el misterio mismo en que su nombre está sumido. Ni una palabra de su genealogía, de su padre ni de su madre. Lo cercano que está de la eternidad permite declararle sin origen ni fin. ¡Qué sublime actitud la suya! Aparece a lo lejos de la Historia como Rey de justicia. Es Rey de la Ciudad de la paz. Rey de Salem, es decir, de Jerusalén, antes que Jerusalén tuviera ese nombre. Es Rey y es Sacerdote, es Pontífice eterno. Melquisedec quiere decir Rey de justicia. De modo que este hombre no puede nombrársele sin nombrar la justicia al mismo tiempo. La justicia se asimiló a él, penetró en su nombre. Es un Rey que nos aparece como Rey de justicia y como Sacerdote. Poco conocemos del ejercicio de sus funciones; solo vemos de ellos la ofrenda y la bendición.

¡Cuán grandiosa escena! Tales personajes nos parecen alzarse mucho más allá de la talla de los hombres. Abraham, padre de los creyentes, aquel cuya posteridad había de ser numerosa como las estrellas del cielo, acababa de librar a Lot de manos de los reyes vecinos suyos. Melquisedec llega a su encuentro ofreciendo el pan y el vino, pues era sacerdote del Altísimo.

Paréceme que él es el primero a quien la Escritura atribuye esa cualidad de sacerdote. Como tal ofrece el pan y el vino solemnemente, proféticamente. Anuncia la Eucaristía y da la bendición; y su bendición es sencilla y solemne como su ofrenda: ¡Que Dios Altísimo, que hizo el cielo y la tierra, bendiga a Abraham!

Y ningún otro dato más preciso tenemos sobre él. Quizá la vaguedad del nombre de Melquisedec sienta muy bien a su grandeza. La Iglesia no le ha designado fiesta alguna para ser universalmente celebrada; pero en el Canon de la Misa le coloca al lado de Abraham y de Abel.

El más ilustre de estos dos últimos es Abraham. Su sacrificio se ha hecho popular, porque remueve el fondo de la naturaleza humana. La fiesta de Isaac se celebra por los mismos días que la de Melquisedec, pero, como ésta, es local y variable.

El nombre de Isaac significa Risa. Cuando el Señor anunció su nacimiento Sara rió, porque ya era vieja. Se ocultó para reír, reía detrás de la puerta. Y el Señor dijo: ¿Por qué se ha reído Sara? ¿Hay algo difícil para Dios? No he reído, dijo Sara espantada. No es lo que dices, repuso el Señor, has reído. Y cuando nació el niño se le llamó Risa. El Señor, dijo Sara, es el autor de mi risa. Cualquiera que oiga mi historia reirá conmigo.

La palabra risa, que aparece a cada instante al tratarse de Isaac, es una de las palabras más raras en la Sagrada Escritura, pródiga de ellas para Isaac, y avara fuera de él. Fuera de él, hasta las pocas veces que la emplea es en sentido figurado: es para la ironía, para la impiedad de los hombres o para la cólera del Señor; pero la verdadera risa, la risa propiamente dicha, creo que no se vuelve a encontrar ya después del nacimiento de Isaac, que es uno de los primeros hechos de la historia humana contados por la Escritura.

¿Qué sucedió en la montaña del sacrificio? Nadie lo sabe a punto fijo. ¿Hasta donde llegó el dolor de Abraham? ¡Aquel hijo por tanto tiempo deseado, tan inesperado que la promesa de su nacimiento hacía reír a Sara; aquel hijo cuyo nacimiento fue la obra maestra de lo inverosímil, era el hijo que había que inmolar! Su nacimiento había parecido una victoria de Dios sobre las leyes de la naturaleza. Y cuando este hijo amado, nacido contra toda verosimilitud, es ya un joven, hay que darle muerte: ¡a él, que lleva la Esperanza y la Promesa de una posteridad numerosa como las estrellas del cielo! ¡Hay que matar este germen de vida a tanta costa adquirido, tan deseado, tan precioso! ¿Que ideas rugirían en el fondo de Abraham?, ¡qué tempestad! Y sin embargo obedece con una sencillez que llena por sí sola toda la narración de la Escritura. Nada de reflexiones: el hecho; pero el hecho es tan terrible que sobreentiende todos los sentimientos humanos.

San Ephrem hace una interesante observación. Abraham, cuando ve la montaña del sacrificio, dice a sus servidores: “Aguardad aquí con el asno, yo y mi hijo volveremos cuando habremos adorado”. Abraham no creía lo que decía; y, sin embargo, decía la verdad: la decía sin conocerla. Tenía intención de matar al hijo; no sabía que el muchacho volvería con él, y sin embargo, lo decía como si hubiera previsto el desenlace que no preveía. Profetizaba sin saberlo. Sus labios, dice San Ephrem, pronunciaban lo que su espíritu no sabía, y pronunciaban la verdad.

Un momento después, solo con su padre, Isaac hace una pregunta desgarradora. ¡Padre! ¿Qué quieres, hijo mío? He aquí el fuego y la leña; Pero, ¿dónde está la víctima? Dios se proporcionará la víctima, hijo mío. Abraham vuelve a profetizar, y profetiza de nuevo sin saberlo. Anuncia la aparición del Ángel y el encuentro del carnero, ignorando una y otra cosa.

La Escritura es tan fecunda que aparece siempre joven. El sacrificio de Abraham es un drama cuya emoción ha atravesado los siglos sin ser disminuida, No es posible encomiar como se merece la sencillez de la narración. Es una sencillez terrible. Cuantas menos cosas dice, más deja adivinar.

La pregunta de Isaac es de una inocencia que desgarra el corazón, y la respuesta de Abraham es de una sabiduría igualmente desgarradora, porque esta sabiduría profética sólo estaba en sus labios, no penetraban en su espíritu.

De Isaac al buen Ladrón no hay transición visible. Son dos figuras que en nada se parecen y que están separadas por muchos siglos. Pero en la economía de las Redención todo está relacionado de tal modo que el arte de las transiciones es para ella completamente inútil. Isaac es la figura del pecador rescatado.

Y el buen Ladrón, ¿no es el tipo del pecador perdonado? Isaac era inocente, y el buen Ladrón culpable. El culpable está junto a Jesucristo físicamente, en el tiempo y en el espacio. El inocente simboliza a Jesucristo de lejos, a través del tiempo y del espacio.

Según la tradición, el buen Ladrón se llamaba Dimas. San Anselmo cuenta su historia, no como un hecho auténtico, sino como una leyenda muy acreditada. Según la relación de San Anselmo, Dimas vivía en un bosque cuando la huída de la Santa Familia a Egipto. Era hijo del capitán de unos malhechores que acechaban allí a los viajeros para robarles. Aparece la Santa Familia, y Dimas, al ver al hombre, a la mujer y al Niño se dispone a atacarles. Pero al acercárseles se siente invadido por tierno y afectuoso respeto, les ofrece hospitalidad, les da cuanto necesitan, y colma al Niño de caricias. María le da las gracias y le promete una gran recompensa. Jesucristo moribundo cumple la promesa de su Madre. Dimas, en la cruz, fue recompensado de su proceder en el bosque.

Haya lo que haya de cierto en la leyenda contada por San Anselmo, el buen Ladrón es una de las figuras más singulares de la historia de los Santos. Es un ladrón y asesino canonizado por boca de Jesucristo, y colocado a la derecha del Hijo; en esto representa a los elegidos todos.

El Calvario representa el juicio final. El buen Ladrón es, pues, figura del pueblo predestinado; es el trabajador de última hora que experimenta la magnificencia de Aquel a quien invoca y adora. Reconoce a su vecino el Crucificado como a Juez de los vivos y los muertos. Y el Crucificado responde.

Según el Padre Ventura, los dos Ladrones dan a los hombres dos lecciones capitales. El buen Ladrón, cargado de crímenes y armado solamente con un breve arrepentimiento, dice al género humano: “Nunca hay que desesperar”. El mal Ladrón, en condiciones aparentemente idénticas, muere al lado de Jesús y dice al género humano: “Nunca hay que presumir”.

El buen Ladrón es especialmente invocado contra la tortura, contra la impenitencia final y contra los ladrones.

martes, 2 de febrero de 2010

2 de febrero


EL ANCIANO SIMEÓN
Y LA PROFETISA ANA


(Tomado de “Fisonomía de Santos“, de Ernest Hello)



La Sagrada Escritura dice las cosas brevemente. Cuando quiere confiar un nombre a la admiración de los siglos, suele simplemente decir que el hombre que lo llevaba era justo y vivía en el temor de Dios.

José era justo; Simeón era justo. Y como era justo esperaba el consuelo de Israel; y en él habitaba el Espíritu Santo. Y había recibido la promesa de que no moriría sin haber visto al Cristo del Señor. Y esperaba.

¡Esperaba! ¡Qué palabra!

Esperar fue su vida, su ministerio, su razón de ser, su fisonomía, su destino; esperar fue toda su vida y toda su luz hasta el día en que vio a Aquel a quien esperaba y había esperado.

¡Qué momento, para el Anciano!, el momento en que recibió en sus brazos a Aquel que era el “Esperado” de Israel, cuya espera él mismo representaba.

¡Qué momento aquel!, en que, después de una vida consumida en el deseo, vio con sus ojos y tomó en sus brazos el viviente Amén de su vida, el viviente Amén de su deseo.

¿Y la Profetisa Ana? Ana tenía ochenta y cuatro años. Este número pronto está dicho y pronto está escrito, pero, ¿qué suma de deseos puede representar? Ana no se movía del Templo. Rogaba, ayunaba, servía a Dios noche y día.

Tal vez no sea del todo inútil insistir con el pensamiento en la vida de Simeón y en la de Ana, llenas una y otra de misterios no conocidos, y de las cuales no se habla sino para recordar sus últimos momentos. Pero si estos últimos momentos se ven coronados de gloria inmortal, es porque habían sido preparados por los largos años del silencio que el silencio del Evangelio deja adivinar.

Los últimos momentos fueron cortos, pero los años habían sido muy largos. Toda oración concluye con un Amén. El Amén es corto, la oración larga.

Figurémonos a aquel hombre y a aquella mujer, a aquel Justo y a aquella Profetisa viviendo y envejeciendo en esta esperanza, en este pensamiento, en este deseo, en esta promesa. El Cristo del Señor se acerca, y su día va a llegar. Aquel que los profetas han anunciado, el Cristo del Señor, se acerca y su día va a llegar.

Quizás los siglos transcurridos desfilaban a los ojos de Simeón y de Ana, y los años de su vida, como continuación de aquellos siglos, y el deseo abría en ellos abismos de una profundidad desconocida; y el deseo se multiplicaba por sí mismo y el actual se aumentaba con los deseos pasados; y Simeón y Ana subían a lo alto de los siglos muertos, para poder desear a mayor altura, y descendían a los abismos abiertos en otro tiempo por los deseos de los que fueron, para desear más profundamente.

Quizás su deseo tomó al fin proporciones que les indicaron que el momento había llegado. Simeón fue al Templo en Espíritu: el Espíritu le conducía, la luz interior guiaba sus pasos. Un estremecimiento, no conocido aún de aquellas dos almas que tantas cosas conocían ya, les sacudió probablemente con sacudida pacífica y profunda que aumentó su serenidad.

Durante su espera, el viejo mundo romano había cometido prodigios de abominación; las ambiciones habían chocado con las ambiciones, y el mundo se había inclinado bajo el cetro de César Augusto.

Y la tierra no había sospechado que lo más importante que en ella había era la espera de los que esperaban. La tierra, aturdida por el vano y confuso ruido de sus guerras y sus discordias, no había notado que una cosa importante se realizaba en su superficie; y esta cosa importante era el silencio de los que esperaban en la solemnidad profunda del deseo.

La tierra no sabía estas cosas; y si volvieran a suceder hoy, tampoco las sabría. Las ignoraría con la misma ignorancia, y si se la obligara a considerarlas las despreciaría con el mismo desprecio.

He dicho que el silencio era la cosa que “se realizaba” en la superficie de la tierra sin ella saberlo; porque aquel silencio era efectivamente una acción. No era un silencio negativo, consistente en la ausencia de palabras; era un silencio positivo, más activo que toda otra acción.

Mientras Octavio y Augusto se disputaban el imperio del mundo, Simeón y Ana esperaban. ¿Cuál era la acción mayor, la de éstos o la de aquellos?

En el momento supremo, Ana habló, Simeón cantó. ¡Oh! ¡Cómo se abrirían sus labios después de un tal silencio!

En el instante que precedió a tal explosión, quizás toda su vida se presentó a sus ojos como un punto rápido y total, en el que, sin embargo, los deseos se distinguían unos de otros; en el que la sucesión de sus deseos aparecía en toda su extensión, en toda su profundidad. Y al advenimiento del instante supremo, quizás temblaron con un temblor desconocido.

¡Ah! todos los años de su vida habían tendido a aquel momento tan breve, tan rápido, tan fugitivo. Tantos momentos habían convergido a aquel solo momento supremo. Y el momento había llegado.

Tal vez los siglos que habían precedido a su nacimiento se levantaban en la lontananza de su imaginación, más allá de los años de su vida, mostrando sus antiguas profundidades que ellos habían abierto. Si las cosas se les mostraron de pronto en su conjunto, ¿quién sabe cuán grande les parecería su oración y todas sus oraciones anteriores, y las más cercanas?.

La sucesión de la vida nos oculta nuestra obra total; pero si de pronto nos apareciera ésta en su conjunto, nos asombraría. Los detalles nos ocultan el conjunto. Pero hay momentos en que el velo que tenemos ante los ojos se estremece como si de pronto fuera a levantarse; y se verifica una especie de resumen; el resumen de las palabras, el resumen del silencio.

Y este resumen se expresa con la palabra: Amén.

A la edad de ochenta y cuatro años Ana la Profetisa pronunció su Amén, diciendo maravillas del Niño que estaba allí.

Simeón cantaba, cantaba la vida y cantaba la muerte; la vida de las naciones y su muerte propia, pues él había cumplido ya su destino. Anunció solemnemente que Aquel que tenía en sus brazos sería exaltado a la faz de los pueblos: sería luz de las naciones y gloria de Israel. Su mirada fue más allá de la Judea; dio la vuelta al mundo; fue a derecha e izquierda.

“Éste, dijo, ha sido puesto para la ruina y para la resurrección”. Vio la contradicción: la prometió. Anunció que los vivos y los muertos se agruparían a derecha e izquierda del Niño que tenía en sus brazos.

Y Simeón bendijo al Padre y a la Madre, y dijo a ésta: “Una espada de dolor atravesará tu alma para que los pensamientos de muchos sean descubiertos”. Con su alegría y su triunfo, sale de sus labios una profecía terrible, pues todo coincidió en este día que los griegos llaman la fiesta del Encuentro, porque las cosas vinieron de muy lejos a encontrarse en medio de él.

Simeón encuentra a Ana; José y Maria encuentran a Simeón y Ana. La Gracia y la Ley se encuentran.

La Ley es observada en todo su rigor, pues se presenta la ofrenda debida por el nacimiento de un primogénito, por más que no haya razón para ofrecer. No la hay, porque la Santa Virgen y su Hijo no debían estar sujetos a las ceremonias legales, pues la Madre no había concebido según las leyes de la naturaleza, y el Hijo había nacido fuera de ellas.

Pero así como el Hijo no quiso sustraerse a la Circuncisión de los hombres, tampoco la Madre quiso sustraerse a la Purificación de las mujeres. La Ley fue, pues, observada; más se encontró con la Gracia; y allí están Simeón y Ana para atestiguarlo.

Las lágrimas se encontraron con la alegría; la alegría de Simeón hunde anticipadamente en el corazón de María la espada que le anuncia. Y, según nos dice el Evangelio, ella guardó en su corazón todas estas cosas. Todas estas cosas se encierran sin duda en las amenazas de Simeón.

En esta fiesta de los Encuentros, los que se esperaban se encontraron. Y finalmente, Simeón encuentra a su Dios.

En la mañana de aquel día la Iglesia canta: “He aquí que el Señor Dominador viene a su Templo santo, alégrate, ¡oh Sión!, estremécete de alegría y ven a encontrar a tu Dios”.

En esta fiesta de los Encuentros, Simeón y Ana encuentran a Jesucristo. “Pondré mi arco en las nubes”, había dicho antes la boca de Dios hablando del arco iris. Y ahora, Aquel que era como el arca de la alianza estaba en los brazos de María como el arco en las nubes del cielo, y Simeón recibió el Amén de su espera.

Esta fiesta que los griegos llaman el Encuentro del Señor, se llama también la Purificación de la Santísima Virgen. Purificación no supone aquí pecado, ni defecto alguno de la naturaleza, pues en María no hubo impureza moral, legal ni material. Pero, ¿quién sabe que inaudita infusión de gracia nueva quiere indicarse con tal palabra? ¿Quién sabe lo que pasó en el corazón de María cuando ofreció Jesucristo al Padre en aquel día y en aquel lugar solemnes?

Pues esta fiesta se llama también la Presentación de Jesús en el Templo. Fue el día de la oblación suprema de la cual los sacrificios de la antigua Ley no fueron sino figura: la oblación divina, esperada, invocada, simbolizada por tantos clamores, tantos deseos, tantos profetas, tantas imágenes.

¿Qué pensarían aquellas cuatro personas, María, José, Simeón y Ana, cuando dijeron: “Aquí está el que era esperado?”. ¿Pasarían por su memoria, súbita e instantáneamente, todas las cosas, los episodios, los sacrificios del pueblo de Israel, en cuya meditación había pasado la vida? ¿Pasó por su memoria el sacrificio de Abraham, el carnero que sustituyó a Isaac, y todos los sacrificios de la antigua Ley, todas las prescripciones de Moisés, y todas las escenas que se habían realizado en aquel templo donde entonces Jesucristo era ofrecido al Padre? ¿Qué impresión debía producirles aquella ley consignada en el Levítico, capítulo XII, en la que se dice que la mujer que haya dado a luz una criatura, niño o niña, permanecerá por un cierto tiempo separada, como impura, de la compañía de las demás mujeres? Le estaba prohibido tocar las cosas santas, entrar en el templo hasta haber cumplido los días de la purificación, que eran cuarenta por un hijo varón y ochenta por una hembra. Cuando los días se habían cumplido, debía presentarse a un sacerdote y ofrecerle en holocausto por su hijo un cordero de un año con un pichón o una tórtola, o bien, si era tan pobre que no pudiera ofrecer un cordero, debía darle dos tórtolas y dos pares de palomas.

¡Cuán profunda y misteriosa impresión había de producir el texto de esta ley en la Virgen que no necesitaba ser purificada y que, sin embargo, se sometía a lo ordenado poniéndose en el lugar de las mujeres pobres!

La que poseía al Criador del cielo y de la tierra se colocaba entre los pobres, y la pobre ofrenda rescataba a Jesucristo.

¡Qué aspecto debió tomar a los ojos de Simeón y de Ana el recinto de aquel Templo donde tanto habían orado, y el cual entonces contenía a Jesús, y bien pronto había de ser destruido!

Esta fiesta se llama también la Candelaria. El Papa Sergio I ordenó que el 2 de febrero se hiciera la procesión con los cirios.

La Candelaria es la fiesta de las luces, y aquella procesión de luces físicas simboliza lo que pasó en el Templo de Jerusalén el día en que aquellas cuatro personas, José, María, Simeón y Ana se pasaron uno a otro, como en procesión, al Niño Jesús, luz del mundo.

La Candelaria es quizás el nombre más popular de esta fiesta cuya instauración se pierde en la noche de los tiempos. Su primera institución se remonta a los primeros tiempos de la Iglesia; pero los primeros relajamientos que entibiaron a los cristianos hicieron que, en algunos lugares, fuera olvidada. Este olvido parcial y momentáneo se produjo quizás por los años 500, pues durante la gran peste que en 541 despobló Egipto y otras muchas provincias del Imperio, el Emperador Justiniano, bajo el pontificado de Vigilio, quiso recurrir a la protección de la Virgen Inmaculada, y habiendo consultado al patriarca y al clero de Constantinopla, por consejo de éstos penó severamente la negligencia de algunos en celebrar la fiesta del 2 de febrero. La negligencia cesó, y la fiesta de la Purificación fue celebrada con esplendor. Constantinopla le devolvió toda su solemnidad y la peste cesó enseguida.

Los principios de febrero eran celebrados entre los paganos con espantosas saturnales que se llamaban las Lupercales. A las supersticiones y a los excesos que manchaban de un modo especial esta época del año, el Papa Gelasio opuso la solemne y ferviente observancia de la gran fiesta del 2 de febrero. Pero esto fue probablemente el restablecimiento y no la primera institución de esta solemnidad.

El Cardenal Berulle hace, sobre la Presentación de Jesús en el Templo, una observación notable. Según él, la fiesta de la Natividad es la revelación pública de Dios a los hombres; y la fiesta del 2 de febrero es una manifestación particular de Dios a las almas privilegiadas; es, para dicho cardenal, la fiesta de los decretos de Dios.