jueves, 26 de noviembre de 2009

25 de noviembre


SANTA CATALINA DE ALEJANDRÍA

Virgen y Mártir

Alejandría fue fundada por Alejandro Magno, que no quería pasar sólo a la historia como guerrero, sino también como mecenas de los sabios. Alejandría será conocida en el mundo de las letras por su famosa universidad, su célebre escuela y su biblioteca de unos 700.000 volúmenes. Una de las siete maravillas del mundo estaba también aquí, el faro de Alejandría. Hubo otros faros luminosos, como Plotino, Filón, Porfirio, Orígenes, Tertuliano, Atanasio, Cirilo.

Alejandría era una maraña de pueblos y razas, de sectas y sistemas filosóficos. Griegos y judíos andaban a la gresca continuamente. Con el advenimiento de los cristianos se complicó el asunto. La confusión de sectas y teologías se hizo formidable.

La colonia judía era muy importante. Sus Libros Sagrados eran muy apreciados. Fue aquí en Alejandría donde Tolomeo II mandó que setenta intérpretes tradujeran del hebreo al griego el Antiguo Testamento.

La religión cristiana también empezó a tener mucha influencia. Según una antigua tradición, la Iglesia de Alejandría fue fundada por el evangelista San Marcos. Tuvo luego la mejor escuela catequética de su tiempo, el Didascaleo, donde enseñaron grandes maestros: Tertuliano, Orígenes, Lactancio, San Clemente Alejandrino y San Dionisio de Alejandría.

Aquí nació nuestra Santa, faro más luminoso que el faro de Alejandría y que todos los sabios. La leyenda áurea la presenta con grandes elogios. El nombre de Catalina, la pura, la blanca, respondía a una hermosa princesa, hija del rey siciliano Costo, nacida en Alejandría a fines del siglo III.

Posee Catalina una personalidad radiante y popular por cuádruple motivo: como hermosa, como sabia, como virgen y como mártir.

Catalina tenía pasión por la verdad. A los dieciocho años descuella por sus conocimientos filosóficos. Es docta y elocuente, bella y con muchos pretendientes, apasionada y enamorada de la belleza.

Recorre todas las escuelas. Su favorito era Platón. Discute, analiza, rechaza. Frecuenta el Didascaleo, digno sucesor del antiguo Museum. Bebe allí las páginas eruditas de los viejos pergaminos. Aristóbulo, Filón, Plotino, son admirables y es elogioso su intento, pero no le convencen…

Ella reflexiona, medita, compara, discute y se ilumina. Osiris y el buey Apis, toda la legendaria mitología egipcia arranca de sus labios sonrisas compasivas, cuando no irónicas, las más de las veces tristes.

No puede creer en las almas muertas pegadas a cuerpos momificados. ¿Dónde está el poder de aquellos dioses, tan multiplicados como las aberraciones humanas y reducidos a simples figuras de piedra o a elementos sin vida de la naturaleza? ¿Dónde su fuerza y su virtud?

Le fascinan las ideas elevadas de Platón, que analiza a la luz de la razón en su inteligencia penetrante. No le satisfacen…

Catalina es cristiana de corazón antes de recibir el bautismo. Tal vez está fresca todavía la impresión causada por Atanasio en el sínodo de la ciudad. En la escuela catequética oye las enseñanzas del obispo Pedro. Rechaza de plano la amarga ideología pagana.

El Sermón de la Montaña cautiva su corazón delirado. Las parábolas del Evangelio son el encanto de su lozana juventud. Los milagros de Jesús y su testimonio incomparable la enardecen y entusiasman. Venera el ejemplo y heroísmo de los mártires del cristianismo, que fecunda y fertiliza la Iglesia viva de sus días y de todos los días. Y pese a la amenaza cobarde de emperadores lascivos y gobernantes verdugos…

Aquella moral tan pura, aquel Maestro tan sublime, el Sermón de la Montaña, aquella Virgen Madre, de tan divina grandeza. Así, por la belleza tangible llegó Catalina a la Belleza increada: Dios.

Un providencial encuentro con el ermitaño Trifón allanó las dificultades. Catalina creyó y se bautizó. Y se dice que Cristo aquella misma noche celebró con ella los Místicos Desposorios. Ya es filósofa cristiana.

¿Qué le importa a Catalina ni su fascinadora belleza física, ni su juventud deslumbrante, ni el oro de que se viste, ni la aristocracia regia de que puede presumir, ni siquiera su profunda filosofía, si no es para vencerse a sí misma y convencer a los que la halagan o persiguen? Ella no pretende ser otra cosa más que un resumen, una síntesis, una personificación de todas las armonías. Para eso se conserva virgen, con todas las renuncias que ello supone. Por eso y para eso renuncia a todas las satisfacciones que en bandeja de plata le brinda su sociedad y su alcurnia. Por eso y para eso renunciará si es preciso hasta al placer de vivir. ¿Pero es que acaso Cristo, Maestro y Esposo virginal, pudo hacer cosa más sublime que armonizar lo humano y lo divino? ¿Y no es precisamente Él la armonía más perfecta y más armónica del Universo? Y esto a golpes de la más absoluta renuncia.

Catalina se presentó a sí misma al Emperador Maximino, quien perseguía violentamente a los Cristianos, y le reconvino por su crueldad intentando probar cuán inicua era la adoración de dioses falsos.

Asombrado de la audacia de la joven, pero incompetente para rivalizar con ella en punto de entendimiento, el tirano la detuvo en su palacio y citó a numerosos eruditos a quienes mandó utilizar toda su habilidad en astuto razonamiento para que de esa manera Catalina pudiera ser conducida a apostatar.

Pero ella salió victoriosa del debate. Muchos de sus adversarios, conquistados por su elocuencia, se declararon a sí mismos Cristianos y fueron entonces condenados a muerte.

Furioso al ser confundido, Maximino hace azotar a Catarina y la aprisiona. Mientras tanto la emperatriz, entusiasmada por ver a tan extraordinaria joven, fue con Porfirio, el jefe de las tropas, para visitarla en su calabozo. Ellos se rindieron a las exhortaciones de Catarina, creyeron, fueron bautizados, e inmediatamente ganaron la corona del martirio.

La santa doncella, quien estaba lejos de olvidar su Fe, que efectuó tantas conversiones, fue condenada a morir en la rueda; pero, al tocarla ella, este instrumento de tortura fue milagrosamente destruido.

El emperador enfureció y perdió el control, y entonces ella fue decapitada.

El Martirologio Romano nos enseña que los Ángeles llevaron su cuerpo al Monte Sinaí, donde posteriormente una iglesia y un monasterio fueron edificados en su honor.

Su fiesta se celebra el 25 de noviembre


Oración a Santa Catalina
para obtener una buena muerte


Bendita y amada del Señor y gloriosa Santa Catalina, por aquella felicidad que recibisteis de poder uniros a Dios y prepararos para una santa muerte, alcanzadme de su Divina Majestad la gracia de que purificando mi conciencia con los sufrimientos de la enfermedad y con la confesión de mis pecados, merezca disponer mi alma, confortarla con el Viático Santísimo del Cuerpo de Jesucristo a fin de asegurar el trance terrible de la muerte y poder volar por ella a la eterna bienaventuranza de la gloria. Amén.



Santa Catalina es la patrona de los filósofos, de las jóvenes, que tenían el privilegio de colocar en la cabeza de la imagen una corona de flores cuando era su fiesta, así como la patrona de los sabios, carreteros y, en general de todos los oficios que utilizan una rueda.



La Iconografía la representa a veces junto a las vírgenes Santa Bárbara y Santa Margarita, y lleva la corona del martirio.

A menudo es representada con la rueda de su suplicio rota.

Se representa también su matrimonio místico con el Niño Jesús en los brazos de María. En el caso de Santa Catalina de Siena, el Cristo es adulto.

En Inglaterra, la más antigua de las sesenta pinturas murales que le fueron consagradas se encuentra en la capilla del Santo Sepulcro de la catedral de Winchester (hacia 1225).


Los atributos de la iconografía son la o las ruedas con puntas y rotas; la corona del martirio; la espada de la decapitación.

martes, 24 de noviembre de 2009

24 de noviembre


SAN JUAN DE LA CRUZ

Fiesta el 24 de noviembre

Nacido en Fontiveros, en Castilla, tercero y último hijo de una familia pobre y trabajadora, Juan perdió muy pronto a su padre Gonzalo de Yepes, y desde entonces fue educado por su madre, Catalina Álvarez.

A la edad de cinco años, cayó Juan accidentalmente en una charca cenagosa. Estando dentro, vio una Señora muy hermosa que le pedía la mano, alargándole la suya, y él no se la quería dar por no ensuciarla; llegó un labrador y con una caña que llevaba le alzó y sacó fuera.

Muy pronto el niño, aunque de constitución raquítica, tuvo que trabajar con sus manos, aprender a tejer especialmente, junto a su madre, a fin de ganarse la vida. Hallándose enfermo en el hospital de Medina del Campo, se ingenió para seguir simultáneamente los cursos en el Colegio de los Jesuitas.

A los 21 años tomó el hábito con los Carmelitas con el nombre de Juan de Santo Matía. Y al hacer su profesión, los superiores lo invitaron a estudiar teología en la célebre Universidad de San Andrés de Salamanca. Allí se destacó por la penetración de su mente, y pronto fue designado prefecto de los estudiantes, con el cargo de dar lecciones y presidir las tesis.

Él, por su parte, desdeñoso del grado de Doctor, no soñaba sino con la soledad y con las austeridades del Carmelo primitivo: y si el estado actual de su Orden no podía ya proporcionárselas, quizá iría a pedírselas a los cartujos.

Veinticinco años tenía cuando lo descubrió Santa Teresa, la cual vio en él al hombre providencial destinado a hacer aplicar los planes de la Reforma que ya había ella comenzado a realizar en las carmelitas y que la tentativa del Padre Jerónimo Gracián no había logrado imponer a los carmelitas.

Juan de Santo Matía acababa de encontrar su camino: convino en ello con su fogosidad juvenil. Sólo puso una condición: que no se tarde mucho.

Desde entonces revistió el nuevo hábito de los Carmelitas descalzos, de burda estameña y capa blanca, confeccionada por la propia Santa Teresa.

Interrogado, según se dice, por el Señor en persona, por el pago que le gustaría recibir por todos sus trabajos, Juan respondió: “Señor, sufrir, y ser despreciado por vuestra causa”. Se le daría cumplido gusto.

En efecto, ¡sorpresa, indignación y, en fin, hostilidad abierta de los Carmelitas mitigados contra los excesivos!, aprendido en plena noche, y encadenado, Juan fue encerrado en la prisión del Convento de Toledo.

En vano las injurias y el látigo se alternaron con seductoras promesas para doblegar su resolución: “Pobre Padre, decía entonces Santa Teresa, preferiría verlo en poder de los moros”.

Impasible, el cautivo escribió en su encierro el Cántico espiritual. Y a los siete meses logró evadirse y en ese preciso momento supo que el Papa Gregorio XIII, en atención a los alegatos de Santa Teresa, acababa de concederles la erección de la Provincia autónoma a los Carmelitas descalzos (1580).

En esta región de Andalucía llegó a ser nombrado Vicario Provincial de la Orden de Carmelitas Descalzos; pero el buen Juan siguió con su obstinación de la reforma, lo que le llevó al enfrentamientos con la jerarquía religiosa y a sufrir nueva prisión en el convento de la Peñuela, en plena Sierra Morena, en donde culminó la escritura de sus principales obras literarias.

Cuando por fin es excarcelado y se dispone a cumplir con el traslado que se le impone a América, el 14 de diciembre de 1591, muere a la edad de 49 años.

Fue beatificado en 1675, canonizado en 1726, y declarado Doctor de la Iglesia por el Papa Pío XI en 1926.



NOCHE OSCURA

En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada.

A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada,
¡Oh dichosa ventura!,
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.

En la noche dichosa
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.

Aquésta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.

¡Oh noche que guiaste!
¡Oh noche amable más que el alborada!
¡Oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada!

En mi pecho florido
que entero para él sólo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba

El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.



LLAMA DE AMOR VIVA

¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
pues ya no eres esquiva,
acaba ya si quieres;
rompe la tela de este dulce encuentro.

¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda!¡Oh toque delicado,
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga!,
matando muerte en vida la has trocado.

¡Oh lámparas de fuego
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido
que estaba oscuro y ciego
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!

¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno
donde secretamente solo moras
y en tu aspirar sabroso
de bien y gloria lleno
cuán delicadamente me enamoras!



SUMA DE LA PERFECCIÓN

Olvido de lo criado,
memoria del Criador,
atención a lo interior,
y estarse amando al Amado.



ANECDOTARIO

San Juan de la cruz y un Niño Jesús

Un pequeño detalle del amor a Jesucristo en la vida de San Juan de la Cruz. En la Navidad de 1585 entra en la clausura de unos de los conventos de las carmelitas descalzas. Las monjas le muestran un Niño Jesús muy lindo: está recostado y dormido. Fray Juan emocionado ante la dulce expresión del Niño, exclama con palabras de una coplilla popular: “Señor, si amores me han de matar, agora tiene lugar”.


Tras recibir permiso para fundar conventos de frailes, Santa Teresa persuadió a fray Antonio de Jesús y a fray Juan de la Cruz para que se hicieran carmelitas descalzos. Y como fray Juan de la Cruz era pequeño de cuerpo, solía decir con mucha gracia: “Bendito sea Dios, que tengo para la fundación de mis descalzos fraile y medio”.


Hablando en el locutorio de la Encarnación con fray Juan de la Cruz, muchas veces se extasiaron los dos. En cierta ocasión se levantó fray Juan para resistir el ímpetu del Espíritu. Dijo la Santa: “No se puede hablar de Dios con mi padre fray Juan porque luego se traspone o hace trasponer”.



ALGUNOS PENSAMIENTOS
DE SAN JUAN DE LA CRUZ


“A la tarde de la vida te examinarán en el amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja tu condición”.

“¡Oh dulcísimo amor de Dios mal conocido! El que halló sus venas, descansó!”

“Mira que no reina Dios sino en el alma pacífica y desinteresada”.

“Siempre el Señor descubrió los tesoros de su sabiduría a los mortales, mas ahora que la malicia va descubriendo más su cara, mucho más los descubre”.

“Aunque el camino es llano y suave para quienes tienen buena voluntad: quien camina, caminará poco y con trabajo si no tiene buenos pies y ánimo y porfía animoso en eso mismo”.

17 de noviembre


SANTA ISABEL DE HUNGRÍA

Viuda y Religiosa

Isabel, palabra de origen hebreo, significa “consagrada a Dios”.

Una noche del verano de 1207, Klingsohr de Transilvania anunció a Herman de Turingia, que el rey Andrés II de Hungría, primo del emperador de Alemania, acababa de tener una hija que había de distinguirse por su santidad y contraería matrimonio con su hijo Luis.

En efecto, esa misma noche, Andrés II y su esposa, Gertrudis de Andech-Meran, tuvieron una hijita que nació en Presburgo, Bratislava.

El matrimonio profetizado por Klingsohr ofrecía grandes ventajas políticas, por lo cual, la recién nacida Isabel fue prometida en matrimonio al hijo mayor de Herman.

Cuando la niña tenía unos cuatro años, sus padres la enviaron al castillo de Wartburg, cerca de Eisenach, para que se educase en la corte de Turingia con su futuro esposo.

Durante su juventud, Isabel hubo de soportar la hostilidad de algunos miembros de la corte que no apreciaban su bondad; pero en cambio, el joven Luis se enamoró cada vez más de ella.

Se cuenta que siempre que Luis pasaba por una ciudad compraba un regalo para su prometida. Cuando se acercaba el momento de la llegada de Luis, Isabel salía a su encuentro; el joven le daba el brazo amorosamente y le entregaba el regalo que le había traído.

Él era un buen rey que tomó por lema “Piedad, Pureza, Justicia”.

En 1221, cuando Luis tenía veintiún años y había heredado ya de su padre la dignidad, e Isabel tenía catorce, se celebró el matrimonio, a pesar de que algunos habían aconsejado a Luis que hiciese volver a Isabel a Hungría, pues la unión no les convenía. El joven declaró que estaba dispuesto a perder una montaña de oro antes que la mano de Isabel.

Según los cronistas, Isabel era hermosa, elegante, morena, seria, modesta, bondadosa en sus palabras, fervorosa en la oración, muy generosa con los pobres y llena siempre de bondad y de amor divino. Se dice también que era modesta, prudente, paciente y leal. Su pueblo la amaba.

El día de su boda, la joven Duquesa no quiso ir a la iglesia adornada con los preciosos collares de su rango: “¿Cómo podría —dijo cándidamente— llevar una corona tan preciosa ante un Rey coronado de espinas?”

La vida de matrimonio de la santa sólo duró seis años que fueron calificados por un escritor inglés de “idilio de arrebatado amor, de ardor místico, de felicidad casi infantil, como rara vez se encuentra en las novelas que se leen ni en la experiencia humana”.

La joven reina descubrió profundamente el sentido del sacramento del matrimonio que está en poner a Dios primero de manera que el amor conyugal se nutra de Cristo y manifieste a Cristo.

“Si yo amo tanto a una criatura mortal —le confiaba la joven reina a su amiga Isentrude—, ¿cómo no debería amar al Señor inmortal, dueño de mi alma?”

Dios concedió tres hijos al matrimonio: A los quince años, en el año 1222, Isabel tuvo a su primogénito, Herman, quien murió a los diecinueve años. A los 17 años de edad, Isabel tuvo una niña, Sofía, y a los 20 otra niña, Gertrudis, que nació tres semanas después de haber perdido a su esposo, quien muriera en una cruzada a la que se había unido con entusiasmo juvenil. Sofía, que fue más tarde duquesa de Brabante, y la Beata Gertrudis de Aldenburg.

A diferencia de otros esposos de santas, Luis no puso obstáculo alguno a las obras de caridad de Isabel, a su vida sencilla y mortificada, ni a sus largas oraciones. Una de las damas de compañía de Isabel escribió: “Mi señora se levanta a orar por la noche y mi señor la tiene por la mano, como si temiera que eso le haga daño y le suplica que no abuse de sus fuerzas y que vuelva a descansar”.

La liberalidad de Isabel era tan grande, que en algunas ocasiones provocó graves críticas. En 1225, el hambre se dejó sentir en aquella región de Alemania, y la santa acabó con todo su dinero y con el grano que había almacenado en su casa para socorrer a los más necesitados. Luis estaba entonces ausente. Cuando volvió, algunos de sus empleados se quejaron de la liberalidad de Santa Isabel. Luis preguntó si su esposa había vendido alguno de sus dominios y ellos le respondieron que no. Entonces declaró: “Sus liberalidades atraerán sobre nosotros la misericordia divina. Nada nos faltará mientras le permitamos socorrer así a los pobres”.

El castillo de Wartburg se levantaba sobre una colina muy empinada, a la que no podían subir los inválidos. La colina se llamaba “Rompe-rodillas”. Así pues, Santa Isabel construyó un hospital al pie del monte, y solía ir allá a dar de comer a los inválidos con sus propias manos, a hacerles la cama y a asistirlos en medio de los calores más abrumadores del verano.

Además acostumbraba pagar la educación de los niños pobres, especialmente de los huérfanos. Fundó también otro hospital en el que se atendía a veintiocho personas y, diariamente alimentaba a novecientos pobres en su castillo, sin contar a los que ayudaba en otras partes de sus dominios.

Por lo tanto, puede decirse con verdad que sus bienes eran el patrimonio de los pobres. Sin embargo, la caridad de la Santa no era indiscreta. Por ejemplo, en vez de favorecer la ociosidad entre los que podían trabajar, les procuraba tareas adaptadas a sus fuerzas y habilidades.

Por entonces se predicó en Europa una nueva cruzada, y Luis de Turingia tomó el manto marcado con la cruz. El día de San Juan Bautista, se separó de Santa Isabel y fue a reunirse con el emperador Federico II en Apulia. El 11 de septiembre de ese mismo año murió en Otranto, víctima de la peste. La noticia no llegó a Alemania sino en el mes de octubre, cuando acababa de nacer su segunda hija.

La suegra de Santa Isabel, para darle la funesta noticia en forma menos violenta, le habló vagamente de “lo que había acontecido” a su esposo y de “la voluntad de Dios”. La Santa entendió mal y dijo: “Si está preso, con la ayuda de Dios y de nuestros amigos conseguiremos ponerlo en libertad”. Cuando le explicaron que no estaba preso sino que había muerto, la Santa exclamó: “El mundo y cuanto había de alegre en el mundo está muerto para mí”.

Enrique, el cuñado de Santa Isabel, que era el tutor de su único hijo, echó fuera del castillo a la Santa, a sus hijos y a dos criados, para apoderarse del gobierno. Se cuentan muchos detalles de la forma degradante en que la Santa fue tratada, hasta que su tía Matilde, abadesa de Kitzingen, la sacó de Eisenach.

Desde Kitzingen fue a visitar a su tío Eckemberto, Obispo de Bamberga, quien puso a su disposición su castillo de Pottenstein. La Santa se trasladó allá con su hijo Herman y su hijita de brazos, dejando a Sofía al cuidado de las religiosas de Kitzingen.

Eckemberto, movido por la ambición, proyectaba un nuevo matrimonio, pero Santa Isabel se negó absolutamente, pues antes de la partida de su esposo a la Cruzada se habían prometido mutuamente no volver a casarse.

A principios de 1228, se trasladó el cadáver de Luis a Alemania para sepultarlo en la iglesia abacial de Reinhardsbrunn.

Los parientes de Santa Isabel le proporcionaron lo necesario para vivir. El Viernes Santo de ese año, la viuda renunció formalmente al mundo en la iglesia de los franciscanos de Eisenach. Más tarde, tomó el hábito de la Tercera Orden de San Francisco.

Los frailes menores habían inculcado a Santa Isabel un espíritu de pobreza que en sus años de Princesa no podía practicar plenamente. Ahora, sus hijos tenían todo lo necesario y la Santa se vio obligada a abandonar Marburgo y a vivir en Wehrda, en una cabaña, a orillas del río Lähn. Más tarde, construyó una casita en las afueras de Marburgo y ahí fundó una especie de hospital para los enfermos, los ancianos y los pobres y se consagró enteramente a su servicio.

El sacerdote Maese Conrado de Marburgo tuvo gran influencia sobre la Santa. Dicho sacerdote había sustituido, desde 1225, al franciscano Rodinger en el cargo de confesor de la Santa. El esposo de la Santa le había permitido hacer un voto de obediencia al sacerdote en todo aquello que no se opusiese a su propia autoridad marital.

Maese Conrado probó su constancia de mil maneras, al obligarla a proceder en todo contra su voluntad. Para humillarla más, la privó de aquellos de sus criados a los que mayor cariño tenía. En vez de sus queridas damas de compañía, Conrado le dio dos “mujeres muy rudas”, encargadas de informarle de las menores desobediencias de la Santa a sus mandatos. La Santa comentó amargamente con Isentrudis: “Si yo puedo temer tanto a un hombre mortal, ¡cuánto más temible será el Señor y Juez de este mundo!”

Cierto día, un noble húngaro fue a Marburgo y pidió que le dijesen dónde vivía la hija de su soberano, de cuyas penas había oído hablar. Al llegar al hospital, encontró a Isabel sentada, hilando, vestida con su túnica burda. El hombre casi se fue de espaldas y se santiguó asombrado: “¿Quién había visto hilar a la hija de un rey?” El noble intentó llevar a Isabel a Hungría, pero la Santa se negó: sus hijos, sus pobres y la tumba de su esposo estaban en Turingia y ahí quería pasar el resto de su vida. Por lo demás, le quedaban ya pocos años en la tierra.

Vivía muy austeramente y trabajaba sin descanso, ya fuese en el hospital, ya en las casas de los pobres o pescando en el río a fin de ganar un poco de dinero para sus protegidos. Cuando la enfermedad le impedía hacer otra cosa, hilaba o cargaba lana.

En cierta ocasión en que estaba en cama, la persona que la atendía la oyó cantar dulcemente. “Cantáis muy bien, señora”, le dijo. La Santa replicó: “Os voy a explicar por qué. Entre el muro y yo había un pajarito que cantaba tan alegremente que me dieron ganas de imitarlo”.

La víspera del día de su muerte, a media noche, entre dormida y despierta murmuró: “Es ya casi la hora en que el Señor nació en el pesebre y creó con su omnipotencia una nueva estrella. Vino a redimir el mundo, y me va a redimir a mí”. Y cuando el gallo comenzó a cantar, dijo: “Es la hora en que resucitó del sepulcro y rompió las puertas del infierno, y me va a librar a mí”.

Santa Isabel murió al anochecer del 17 de noviembre de 1231, antes de cumplir veinticuatro años. Su cuerpo estuvo expuesto tres días en la capilla del hospicio. Ahí mismo fue sepultada y Dios obró muchos milagros por su intercesión.


PRODIGIOSOS MILAGROS POR
LA INTERCESIÓN DE SANTA ISABEL

El mismo día de la muerte de la Santa, a un hermano lego se le destrozó un brazo en un accidente y estaba en cama sufriendo terribles dolores. De pronto vio aparecer a Isabel en su habitación, vestida con trajes hermosísimos. Él dijo: “Señora, usted, que siempre ha vestido trajes tan pobres, ¿por qué está ahora tan hermosamente vestida?” Y ella sonriente le dijo: “Es que voy para la gloria. Acabo de morir para la tierra. Estire su brazo que ya ha quedado curado”. El paciente estiró el brazo que tenía totalmente destrozado, y la curación fue completa e instantánea.

Dos días después de su entierro, llegó al sepulcro de la Santa un monje cisterciense el cual desde hacía varios años sufría un terrible dolor al corazón y ningún médico había logrado aliviarle de su dolencia. Se arrodilló por un buen rato a rezar junto a la tumba de la Santa, y de un momento a otro quedó completamente curado de su dolor y de su enfermedad.

Maese Conrado empezó a reunir testimonios acerca de su santidad, pero murió antes de que Isabel fuese canonizada, en 1235 por el Papa Gregorio IX. Al año siguiente, las reliquias de la Santa fueron trasladadas a la iglesia de Santa Isabel de Marburgo, que había sido construida por Conrado, su cuñado. A la ceremonia asistieron el emperador Federico II y una multitud tan grande, formada por gentes de diversas naciones, pueblos y lenguas, que probablemente no se había visto ni se volverá a ver en estas tierras alemanas algo semejante. La iglesia en que reposaban las reliquias de la Santa fue un sitio de peregrinación hasta 1539, año en que el landgrave protestante, Felipe de Hesse, las trasladó a un sitio desconocido.

Uno de los sacerdotes de ese tiempo escribió: “Afirmo delante de Dios que raramente he visto una mujer de una actividad tan intensa, unida a una vida de oración y de contemplación tan elevada”. Algunos religiosos franciscanos que la dirigían en su vida de total pobreza, afirman que varias veces, cuando ella regresaba de sus horas de oración, la vieron rodeada de resplandores y que sus ojos brillaban como luces muy resplandecientes. El emperador Federico II afirmó: “La venerable Isabel, tan amada de Dios, iluminó las tinieblas de este mundo como una estrella luminosa en la noche oscura”.

Estos milagros y muchos más, movieron al Sumo Pontífice a declararla Santa, cuando apenas habían pasado cuatro años de su muerte.

Su Fiesta se celebra el 17 de noviembre.


DE UNA CARTA ESCRITA POR CONRADO DE MARBURGO, director espiritual de Isabel al Sumo Pontífice, año 1232.

Pronto Isabel comenzó a destacar por sus virtudes, y, así como durante toda su vida había sido consuelo de los pobres, comenzó luego a ser plenamente remedio de los hambrientos. Mandó construir un hospital cerca de uno de sus castillos y acogió en él gran cantidad de enfermos e inválidos; a todos los que allí acudían en demanda de limosna les otorgaba ampliamente el beneficio su caridad, y no sólo allí, sino también en todos los lugares sujetos a la jurisdicción de su marido, llegando a agotar de tal modo todas las rentas provenientes de los cuatro principados de éste, que se vio obligada finalmente a vender en favor de los pobres todas las joyas y vestidos lujosos.

Tenía la costumbre de visitar personalmente a todos sus enfermos, dos veces al día, por la mañana y por la tarde, curando también personalmente a los más repugnantes, a los cuales daba de comer, les hacía la cama, los cargaba sobre sí y ejercía con ellos muchos otros deberes de humanidad; y su esposo, de grata memoria, no veía con malos ojos todas estas cosas. Finalmente, al morir su esposo, ella, aspirando a la máxima perfección, me pidió con lágrimas abundantes que le permitiese ir a mendigar de puerta en puerta.

En el mismo día del Viernes Santo, mientras estaban denudados los altares, puestas las manos sobre el altar de una capilla de su ciudad, en la que había establecido frailes menores, estando presentes algunas personas, renunció a su propia voluntad, a todas las pompas del mundo y a todas las cosas que el Salvador, en el Evangelio, aconsejó abandonar. Después de esto, viendo que podía ser absorbida por la agitación del mundo y por la gloria mundana de aquel territorio en el que, en vida de su marido, había vivido rodeada de boato, me siguió hasta Marburgo, aun en contra de mi voluntad: allí, en la ciudad, hizo edificar un hospital, en el que dio acogida a enfermos e inválidos, sentando a su mesa a los más míseros y despreciados.

Afirmo ante Dios que raramente he visto una mujer que a una actividad tan intensa juntara una vida tan contemplativa, ya que algunos religiosos y religiosas vieron más de una vez cómo, al volver de la intimidad de la oración, su rostro resplandecía de un modo admirable y de sus ojos salían como unos rayos de sol.

Antes de su muerte, la oí en confesión, y, al preguntarle cómo había de disponer de sus bienes y de su ajuar, respondió que hacía ya mucho tiempo que pertenecía a los pobres todo lo que figuraba como suyo, y me pidió que se lo repartiera todo, a excepción de la pobre túnica que vestía y con la que quería ser sepultada. Recibió luego el cuerpo del Señor y después estuvo hablando, hasta la tarde, de las cosas buenas que había oído en la predicación: finalmente, habiendo encomendado a Dios con gran devoción a todos los que la asistían, expiró como quien se duerme plácidamente.


ANÉCDOTAS

• Un día de invierno, llevaba en su manto los panes destinados a sus pobres de Bisonach. El Príncipe Luis, su esposo, acompañado de gran comitiva la encuentra; ¿qué es lo que llevas amiga mía?, le pregunta, y desplegado el manto aparece una cantidad de perfumadas rosas. Quedan todos estupefactos. No temáis; seguid vuestro camino dice Luis a su esposa; y luego vuelto a los que le rodean exclama: “Hagamos levantar aquí una columna y sobre ella una cruz para perpetuar el milagro que acabamos de ver”.


• La malignidad, fruto de la envidia, anida tanto en los ricos como en los pobres. Había en Eisenah una anciana pordiosera, a la que Isabel había socorrido a menudo.En una excursión, Isabel se cruzó con la anciana junto al arroyo Lobersbach, en el que los curtidores y los tintoreros arrojaban los desperdicios de sus fábricas y donde, para facilitar el vado, habían colocado unas piedras. Pues bien, al divisar a Isabel, la vieja no sólo no le cedió el paso sino que, al cruzarse con ella, le dio un brusco empujón que la arrojó, cuan larga era, en el agua cenagosa. A ese gesto de brutalidad añadió el escarnio: “¡Te las mereces! No quisiste vivir como duquesa, cuando lo eras: y ahora andas pobre y en la suciedad. Sin duda, ¡no esperes que yo te levante!”.
Para la pordiosera y para otros también, Isabel no era sino una mentecata pues había abandonado los honores de su vida de noble para abrazar la pobreza a ejemplo de San Francisco de Asís. No se dedicaba a las vanidades propias de sus riquezas y rango social. Al contrario, vivía para ayudar y servir a los pobres, como esta viejita, llevando una vida muy austera.
Aunque realmente enloqueció, pero de “la locura de la Cruz”, como decía San Pablo, y por eso tomó las cosas con un envidiable buen humor: “¡Vaya esto por el oro y las joyas que un día me adornaban!” Y se fue a lavar la mugre en una fuente cercana.

sábado, 21 de noviembre de 2009

11 de noviembre


SAN MARTÍN

Obispo de Tours, Francia

Al empezar el siglo IV, la religión druídica de la Galia había perdido aquella vitalidad pujante con que la habían encontrado los ejércitos de César. De la mezcla de la mitología romana con la céltica se había formado una religión popular, adulterada aún más con fuertes importaciones de cultos exóticos venidos del Oriente.

El cristianismo avanzaba con grandes dificultades, y la misma herejía se esforzaba por corromper en la misma fuente la evangelización del país. Para poner orden en este caos religioso, Dios suscitó un hombre que debía realizar la triple misión de establecer la vida monástica en las Galias, evangelizar los campos y defender en todas partes la pureza de la fe.

Llamábase Martín. Había nacido en la región occidental del Danubio, Panonia, de padre pagano, que ostentaba en el ejército el grado de tribuno militar. Recibió en Pavía una esmerada educación, y allí conoció la religión cristiana. A los diez años se agrega al número de los catecúmenos, y algún tiempo después, manifiesta la intención de huir a un desierto. Siente el anhelo de practicar el evangelio integral. Para librarle de las influencias cristianas, su padre le hace soldado contra su voluntad y le incorpora al arma de caballería.

Nos dice su historiador, Sulpicio Severo, que supo conciliar sus nuevos deberes con las aspiraciones de su alma, haciendo una vida de monje y de soldado, casta y sobria, amable y valerosa. Como hijo de oficial, tenía derecho a un ordenanza, del cual quiso hacer un amigo: comía con él, le servía en la mesa y hasta le limpiaba el calzado.

Es en este periodo cuando surge una de las historias más bellas y más conocidas de nuestro Santo. Un día de invierno muy frío, la tropa romana entró en la ciudad francesa de Amiens. Allí, Martín encuentra a un pobre desnudo que le implora caridad, y no teniendo monedas para darle, Martín sacó la espada, cortó la capa que llevaba por el medio y le dio la mitad a aquél pobre hombre.

Fue objeto de burlas por parte de sus compañeros, pero la acción caritativa fue dulcemente recompensada, ya que aquélla misma noche vio en sueños a Jesucristo vestido con el mismo trozo de tela que había dado al mendigo, y oyó de Él estas palabras: “Martín, todavía catecúmeno, me ha dado este vestido”.

Martín no piensa sino en dejar el mando de sus dos cohortes y entregarse exclusivamente al servicio de Dios. Pensaba que un cristiano no puede derramar la sangre de sus semejantes ni siquiera en la guerra.

El joven soldado del César Juliano se encontraba con las legiones que el Emperador había concentrado en la ciudad de Worms preparando la ofensiva contra los bárbaros que habían penetrado en las Galias. Corría el año 356.

Para levantar, de manera convincente, la moral de los soldados, el César decidió dar un donativo a sus tropas. En medio de las legiones alineadas en perfecto orden, cada soldado recibía el dinero que con generosidad daba Juliano.

Fue entonces cuando Martín renunció a llevar armas. Aproximándose a Juliano le dijo: “Hasta ahora, César, he luchado por ti; permite que ahora luche por Dios. El que tenga intención de continuar siendo soldado que acepte tu donativo; yo soy soldado de Cristo, no me es lícito seguir en el ejército”.

Juliano pensó que aquel momento, en medio de una operación militar, no era el más oportuno para acceder a tan singular petición. No podía permitir entre sus tropas ni la deserción ni la disensión. Pero, hábil como era, pretendió desautorizar a Martín entre sus compañeros porque su ejemplo bien podía extenderse si trataba el asunto según la estricta disciplina militar, es decir, ejecutándolo. Así pues, el César, le contestó: “Tú sabes que el combate está pronto, los bárbaros nos atacarán mañana y hemos de responder con contundencia, la seguridad del Imperio peligra. Tu actitud, querido Martín, parece que está más motivada por el miedo que por tus convicciones religiosas. Dices ser cristiano, es decir, un cobarde. Tienes miedo de enfrentarte al enemigo”.

Martín escuchaba con paciencia, sabía que Juliano era un buen comandante, erudito en los negocios de la guerra y de la filosofía. Su ataque contra el cristianismo era hábil. Si no respondía con habilidad, sus compañeros de armas se reirían de él, y, lo que era peor, de Cristo. Pero no tuvo que pensar mucho rato (el Espíritu Santo ayuda en esos casos), la respuesta le salió rauda del corazón: “¡Muy bien! Dices que soy un cobarde. Pues mañana, al amanecer, cuando sitúes tus legiones en orden de combate, déjame en primera línea, sin armas, sin escudo y sin casco y me internaré tranquilo en las filas enemigas. Así te probaré mi valor y mi fidelidad y te demostraré que el miedo que tengo no es a morir sino a derramar la sangre de otros hombres”.

Así se acordó. Pero el gesto no fue necesario. Los bárbaros, por la mañana, pidieron la paz. Las crónicas anotaron que los bárbaros no se atrevieron a enfrentarse a la pericia militar de Juliano, después llamado el Apóstata por otras crónicas. Pero algunos legionarios afirmaron que lo que realmente les espantó fue el haber sabido, gracias a sus espías, que los romanos estaban tan seguros de la victoria que muchos soldados acudirían al combate sin armas.

Así fue como Martín, más tarde conocido como San Martín de Tours, obtuvo la licencia, vencedor por dos veces, pues él no combatió ni se había derramado sangre humana.

Ya libre del ejército, nuestro Santo se hizo bautizar a los dieciocho en Amiens y se dirigió a Poitiers para unirse a los discípulos de San Hilario. Allí empezó su vida dedicada a Cristo, a través de las enseñanzas de este ilustre santo.

Después de conocer las principales virtudes cristianas y de pasar unos días en su ciudad natal, se dirigió a Milán. Al cabo de unos años se retiró a una pequeña isla cerca de Génova, llevando una vida eremítica de silencio y austeridad.

Pero San Hilario le pidió que regresara a Poitiers. Allí fue exorcista, y posteriormente San Hilario le ordenó sacerdote.

Más tarde retiró a Ligugé, donde fundó un monasterio y se le unieron algunos discípulos

En el año 370 es consagrado obispo de Tours. Uno de sus primeros actos fue fundar otro monasterio, el de Marmoutiers.

Había sido, como se dice, soldado sin quererlo, monje por elección y obispo por deber.

En los 27 años de vida episcopal se ganó el amor entusiasta de los pobres, de los necesitados y de cuantos sufrían injusticias.

Durante su estancia en Tours luchó contra el paganismo, la adoración a falsos ídolos y contribuyó especialmente en la divulgación de la fe cristiana, aunque esto no siempre le fue fácil, puesto que encontró personas amantes del lujo, pobres de fe e incluso sacerdotes que no veían con buenos ojos aquella vida de austeridad del santo, y querían vivir tranquilamente.

De hecho fue acusado por un sacerdote llamado Bricio. Su respuesta fue proverbial: “¿Si Cristo soportó a Judas, por qué no debería yo soportar a Bricio?”

No abandona nunca sus audaces expediciones contra el paganismo. Lánzase por los pueblos y campos donde aún no se conoce el nombre de Cristo, vence con sus milagros y desenmascara a los adivinos, que predecían el porvenir por el vuelo de las aves y el examen de las vísceras ofrecidas en el sacrificio; confunde a los bardos, que cantaban con el arpa himnos en honor de los dioses; disputa con los druidas, que presidían las ceremonias del culto en medio de los bosques seculares que producen la verbena y el muérdago sagrados; se aprovecha de los dogmas fundamentales del druidismo, la inmortalidad del alma y la recompensa futura de los guerreros valerosos, para levantar los espíritus a un más puro ideal religioso; arremete con los santuarios antiguos, para convertirlos en iglesias y monasterios. Su paso queda señalado con curaciones maravillosas y también con actos heroicos de fe y de valor y de las más extrañas aventuras.

Su fama se extendió por toda la Galia. La devoción a San Martín de Tours está extendida en todo el mundo, su vida ha hecho época, y es uno de los santos que más templos tiene dedicados en todo el mundo, con más de 3.500 parroquias dedicadas en Francia.

San Martín de Tours falleció en uno de los sitios más bellos de Francia, en Candes.

Sus discípulos, que querían estar con él hasta el último momento, le pedían que continuara viviendo, ya que si no lo hacía, su rebaño quedaría expuesto a grandes peligros. Él contestó: “Señor, si aún soy necesario, no rehusó continuar viviendo. Que tu voluntad se realice plenamente”.

Como yacía de espaldas contra la tierra, sus discípulos quisieron colocarle más cómodamente, pero él se negó, diciendo: “Dejadme, hijos, mirar al Cielo, para que los ojos vean el camino por donde el alma se va a dirigir hacia su Dios”. Y continuó, viendo al demonio a su lado: “¿Qué haces aquí, mala bestia? Nada tuyo encontrarás en mí; voy a ser recibido en el seno de Abraham”.

Estas fueron las últimas palabras de aquel hombre extraordinario. Murió, pues, el 8 de noviembre del 397 en Candes, durante una visita pastoral. Sus funerales, que tuvieron lugar tres días después, fueron una verdadera apoteosis.

Ese día, el 11 de noviembre, se estableció su fiesta.

Se puede considerar como el primer santo no mártir con fiesta litúrgica.

San Martín de Tours es un personaje al cual se le han relacionado una multitud de anécdotas y leyendas.

El medio manto con el cual San Martín cubrió al mendigo fue guardado en una urna y se construyó un pequeño santuario para guardar esa reliquia. Como en latín para decir “medio manto” se dice “capella”, la gente decía: “Vamos a orar donde está la capella”. Y de ahí viene el nombre de capilla, que se da a los pequeños recintos que se hacen para orar.

Al custodio de la capilla se le llama “capellán”, porque es el protector de la “capa” del Obispo de Tours.

En diferentes estampas del Santo, aparece a veces la figura de un ganso. Y es que San Martín, lleno de humildad, no aceptó en un primer término ser obispo de Tours. Re Rehuyendo del nombramiento se ocultó en un escondrijo, pero no le sirvió de nada, ya que fue delatado por el graznido de un ganso. Allí lo encontraron unos eclesiásticos y le convencieron.

Se dice también que en Tours quiso cortar una encina venerada por los paganos. Ellos le dijeron que lo podía hacer siempre y cuando el árbol cayera encima de él. Ni corto ni perezoso, Martín cortó la encina y, cuando iba a caer sobre su cuerpo, levantó la mano, hizo la señal de la cruz y el árbol cayó rápidamente al lado opuesto.

Un día, mientras oraba en su celda, se le apareció un rey con prendas de púrpura, una diadema de oro, piedras preciosas sobre su cabeza y unos zapatos de oro. El rostro era muy puro y atrayente. Aquella figura le preguntó a San Martín: “Martín, ¿me reconoces?” Después de unos segundos de silencio, aquella extraña persona le dijo: “Soy Cristo y quería presentarme ante ti”. Pero... Martín ni caso le hizo. “¿Cómo puedes dudar?”, le preguntó aquella figura. Entonces nuestro Santo le respondió: “Cristo no ha de volver envuelto en púrpura y en oro. Solamente te haré caso si me muestras tus llagas”. Rápidamente, aquél personaje desapareció y la celda se llenó de humo y azufre, elementos que delataron a aquel curioso visitante.

Al fin de su vida ya no se contentaba con dar la mitad de la capa. Aguardaba, un día, el momento de salir a decir misa, vestido de una túnica y un manto, cuando llegó hasta él un pobre casi desnudo. Envió a su arcediano para que le diese con qué cubrirse, pero el arcediano no hizo caso. Entonces, el pobre volvió a su presencia, y él, quitándose la túnica, se la dio. Vino luego el arcediano a avisarle que el pueblo aguardaba. “Antes hay que vestir al pobre”, dijo el obispo. Obligado por esta orden, el clérigo compró por cinco sueldos una túnica corta, burda y peluda, y con ella salió Martín a decir misa.

Amaba las bellezas naturales, pero el mundo era para él un libro de teología, un conjunto de símbolos que le hablaban de Dios. Vio un día unos somormujos que perseguían a los peces sin saciar su voracidad. “Aquí tenéis, dijo a los que le acompañaban, una imagen de los demonios que acechan a los imprudentes, los sorprenden y los devoran”.

Al ver una oveja recién esquilada, sacó esta enseñanza: “Ha cumplido el precepto evangélico; tenía dos túnicas y ha dado una de ellas. Es un ejemplo para nosotros”.

Otra vez, paseando por una pradera, advirtió que una parte estaba hozada por los puercos, que en otra los bueyes habían comido la hierba, y que en otra, finalmente; podían verse aún intactas las flores con toda su frescura. “He aquí, observó dirigiéndose a sus compañeros de viaje, la figura del libertinaje, del matrimonio y de la virginidad”.


SU PATRONAZGO

Es el patrón por excelencia de los soldados y, junto a San Francisco de Asís, de los tejedores y fabricantes textiles.

Le pueden pedir amparo los mendigos.

Es el patrón de Francia y de Hungría, así como de diferentes ciudades, entre ellas: Amiens, Avignon, París y Utrech.

Su conmemoración se celebra el 11 de noviembre y, como dice el refrán, “a cada chancho le llega su San Martín”, en referencia a que esta es la época en que se hace el faenado de cerdos.

El 11 de noviembre quedó también como punto de referencia en los contratos de arrendamientos, de terrenos, de compraventas; en el mundo agrícola: “el nuevo vino se bebe en San Martín”, se dice todavía hoy en muchas regiones de Italia y de Francia.

También a esta época se le llama en Europa “veranillo de San Martín”, porque son unos días en los que las condiciones atmosféricas cambian completamente y empieza a soplar un viento sur denominado también castañero que, como su nombre indica, por su influencia y la de temperatura más elevada hace caer las castañas.

San Martín de Tours es el Santo Patrono de la ciudad de Buenos Aires, capital de Argentina. Según la tradición, se cuenta que el 20 de octubre de 1580, cuando los ediles españoles debían elegir qué santo sería el patrono de Buenos Aires, pusieron en un sombrero papelitos con los nombres de varios santos. El primero que salió fue San Martín de Tours y se decidió realizar de nuevo el sorteo porque creían que ese santo era francés y preferían que el patrono fuese un santo español. No se sabe cómo ni por qué, el papelito volvió al sombrero. Al realizarse de nuevo el sorteo, el de San Martín de Tours volvió a salir, Y así una tercera vez: Por lo que decidieron nombrarle como Santo Patrono.