sábado, 26 de diciembre de 2009

27 de diciembre


SAN JUAN, APÓSTOL,
EVANGELISTA Y PROFETA

Fiesta el 27 de diciembre


El Apóstol San Juan era natural de Betsaida. Sus padres fueron Zebedeo y Salomé; y su hermano, Santiago el Mayor. Formaban una familia de pescadores que, al conocer al Señor, no dudaron en ponerse a su total disposición: Juan y Santiago, en respuesta a la llamada de Jesús, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron; Salomé, la madre, sirviéndole con sus bienes en Galilea y Jerusalén, y acompañándole hasta el Calvario.


Juan había sido discípulo del Bautista cuando éste estaba en el Jordán, hasta que un día pasó Jesús cerca y el Precursor le señaló: “He ahí el Cordero de Dios”. Al oír esto, junto con San Andrés, fue tras el Señor y pasó con Él aquel día. Nunca olvidó San Juan este primer encuentro.

Volvió a su casa, al trabajo de la pesca. Poco después, el Señor le llama definitivamente a formar parte del grupo de los Doce.

San Juan era, con mucho, el más joven de los Apóstoles; no tendría aún veinte años cuando correspondió a la llamada del Señor, y lo hizo con el corazón entero, con un amor indiviso, exclusivo.

Toda la vida de Juan estuvo centrada en su Señor y Maestro; en su fidelidad a Jesús encontró el sentido de su vida. Ninguna resistencia opuso a la llamada, y supo estar en el Calvario cuando todos los demás habían retrocedido.

Sabido es que los dos hermanos fueron llamados por Jesús “hijos del trueno”, por su entusiasmo y fogosidad.

Pedro, Santiago y Juan formaron el grupo predilecto de Jesús. Los tres presenciaron su Transfiguración, le acompañaban en el momento de la resurrección de la hijita de Jairo, fueron testigos de su agonía en el huerto de Getsemaní.

Entre las predilecciones particulares que el Maestro reservó a San Juan, recordemos que en la Última Cena le dejó reclinar la cabeza sobre su costado, que fue el único discípulo suyo que estuvo al pie de la Cruz, que poco antes de morir en ella le dejó encomendada a su Madre.

Junto con San Pedro preparó, por encargo de Jesús, la Cena pascual y comprobó que el sepulcro estaba vacío en la misma mañana de la Resurrección.

En los episodios posteriores a ésta, los dos aparecen constantemente juntos, defendiendo, por ejemplo, a Jesús ante el Sanedrín y soportando sus increpaciones. A los dos hallamos juntos predicando y bautizando a las muchedumbres, en los días inmediatos a Pentecostés. Los dos van a Samaria para invocar allí al Espíritu Santo sobre los ya bautizados, es decir: para administrarles la Confirmación.

Sabemos que predicó en Samaria, que asistió al Concilio de Jerusalén en el año cincuenta, que llevó al lado de la Virgen María una vida muy recogida, la cual continuó después de la Asunción de la Madre de Dios.

En el ocaso del primer siglo reaparece con toda su prestancia su figura; dominando el fin de la era apostólica con una majestad incomparable, debida al poder de su palabra y al prestigio de su autoridad.

San Ireneo, Padre de la Iglesia, quien fue discípulo de San Policarpo, quién a su vez fue discípulo de San Juan, es una segura fuente de información sobre el Apóstol

La Tradición nos enseña que entre la muerte de San Pedro y San Pablo y la ruina de Jerusalén, Juan fue a establecerse en Éfeso, seguido de una verdadera colonia de cristianos de Jerusalén, lo cual se explica perfectamente por el movimiento de dispersión que tuvo lugar en aquellos tiempos de guerra judaico-romana y de crisis de la Ciudad Santa, poco antes de su temida ruina, anunciada por Jesucristo, y consumada el año 70.

Cuando habían desaparecido todos los “testigos de la Palabra”, los oyentes de Jesús, quedaba allí Juan, que había visto al Maestro con sus ojos, y le había tocado con sus manos, y había recogido las últimas palabras de su vida mortal.

Es Tertuliano, el gran apologista (siglos II-III), quien cuenta que San Juan sufrió en Roma la terrible prueba del aceite hirviente. La tradición señala como lugar del hecho la Puerta Latina: un campo de las afueras de la Urbe, al principio de la vía que atravesaba el Lacio.

Podemos imaginar la escena: El venerable anciano ha sido echado, con las manos atadas, en una gran caldera llena de aceite que hierve y chisporrotea; los verdugos atizan el fuego y le contemplan estupefactos, reza el Mártir con los ojos fijos en el Cielo; se le ve sereno, alegre.

Se desiste de traer nuevas cargas de leña y de revolver el brasero; es inútil: nada puede hacer daño a la carne virginal de aquel hombre prodigioso; el fuego le respeta y el aceite que arde es para él como un rocío.

Tertuliano lo narra con emoción, añadiendo que el Evangelista, después de haber salido incólume del perverso baño, fue relegado, por orden imperial, a una isla. Este martirio lo festeja la Iglesia el 6 de mayo.

Consta históricamente que fue la de Patmos, en el mar Egeo, árida, agreste, volcánica; allí tendrá las visiones del Apocalipsis y permanecerá largos meses, hasta la muerte de Domiciano, para regresar a su Éfeso querida, amparado por una amnistía general.

Fue entonces cuando escribió su Evangelio. Él mismo nos revela el objetivo que tenía presente al escribirlo. “Todas estas cosas las escribo para que podáis creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, al creer, tengáis la vida en Su nombre”.

Su Evangelio tiene un carácter enteramente distinto al de los otros tres y es una obra teológica tan sublime que, como dice Teodoreto, “está más allá del entendimiento humano el llegar a profundizarlo y comprenderlo enteramente”.

La elevación de su espíritu y de su estilo y lenguaje, está debidamente representada por el águila que es el símbolo de San Juan el Evangelista.

También escribió el Apóstol tres epístolas. A lo largo de todos sus escritos, impera el mismo inimitable espíritu de caridad.

La tradición nos ha transmitido un hermoso anecdotario de la última vejez del Apóstol. Entusiasta de la pureza de la fe, no se recató de manifestar su más absoluta repugnancia contra las primeras herejías que en la Iglesia aparecieron.

San Ireneo cuenta que habiendo ido Juan, en cierta ocasión, a los baños públicos de Éfeso, vio que estaba en ellos el hereje Cerinto y salió inmediatamente afuera, diciendo: “Huyamos de aquí; no sea que vaya a hundirse el edificio por haber entrado en él tan gran adversario de la verdad”.

Contra Cerinto, precisamente y otros herejes como los Ebionitas, que negaban la divinidad de Jesucristo, escribió el cuarto Evangelio a ruegos de los Obispos de Asia.

San Jerónimo, en su libro Sobre los Escritores Eclesiásticos, dice que San Juan vivió hasta los días del Emperador Trajano (98-117) y falleció sesenta y ocho años después de la Pasión del Señor.

De acuerdo con San Epifanio, San Juan murió pacíficamente en Efeso hacia el tercer año del reinado de Trajano, cuando tenía la edad de noventa y cuatro años.


Como fruto de esta fiesta, debemos considerar que San Juan nos enseña a amar a Jesucristo, al prójimo y a la Santísima Virgen.

En primer lugar, San Juan nos ofrece en toda su vida uno de los más bellos modelos de la caridad a Jesucristo.

Sus actos como sus escritos no son más que inspiraciones de la caridad.

Fue la caridad la que inspiró su pureza virginal y sus correrías evangélicas, primero a través de las ciudades de Israel y los campos de Samaría, y después de Pentecostés, a través del Asia, en donde funda iglesias, consagra obispos, combate a los herejes.

Su caridad le condujo, en la noche de la Pasión, en medio de un pueblo enfurecido, para buscar a su amado, y, en el mismo día de la Pasión, estuvo al pie de la Cruz para servir de consuelo a Jesús, ya que no podía servirle de defensa.

Y después de la muerte de Jesús, la caridad le hizo desafiar el destierro, el martirio, el aceite hirviendo y el furor de los tiranos.

Porque San Juan amó mucho, Jesús reunió en él todos los favores repartidos entre los otros: lo hizo a la vez Apóstol, Evangelista, Profeta, Obispo, Doctor, Mártir, Confesor, Virgen, Patriarca y Fundador de las iglesias de Asia.

Jesús dejó desbordar sobre él tesoros de luz: le hizo alzar la vista hasta el seno del Padre para contemplar la generación del Verbo, estamparla en su Evangelio y leer en lo porvenir los combates de la Iglesia, sus dolores y su triunfo; la caída de la idolatría y los sucesos de los últimos tiempos.


En segundo lugar, vemos que, si los otros Evangelistas no han hecho sino indicar el precepto de la caridad, a San Juan le ha sido dado desenvolverlo en toda su belleza.

Es él quien nos enseña que la caridad evangélica es un mandamiento verdaderamente nuevo, por la perfección a que debe elevarse; que es el carácter distintivo del cristiano; que nuestra caridad debe modelarse por el mismo amor que Jesucristo tiene a los hombres; que ha de perdonar cuanto mal nos hagan, y no oponer sino amor a la ingratitud y a la indiferencia; que debe tomar por modelo algo más alto, cual es el amor que se tienen las tres Divinas Personas.


Finalmente, San Juan amó siempre a la Santísima Virgen como a Madre de Jesús; y este título le bastaba al discípulo a quien amaba Jesús.

Después la amó como a su propia Madre, en virtud del legado que Jesús le hizo al morir, diciéndole: Hijo mío, he aquí a tu madre.

El era su ángel tutelar, su consuelo, su apoyo, su refugio.

Desde la muerte del Salvador, la recibió en su propio hogar, viuda afligida y madre dolorosa y desconsolada; le prodigó los más solícitos y tiernos cuidados y mientras vivió proveyó a sus necesidades.

Aprendamos de San Juan a amar a Jesucristo; a amar al prójimo; a amar de un modo especial a la Santísima Virgen.

Tomemos la resolución de hacer todas nuestras acciones por amor a Dios; de amar al prójimo con un amor generoso, que sepa soportar y perdonar; de avivar nuestro amor hacia la Santísima Virgen.

Hoy, en su festividad, contemplamos al discípulo a quien Jesús amaba con una santa envidia por el inmenso don que le entregó el Señor, su propia Madre.

Todos los cristianos, representados en Juan, somos hijos de María.

Hemos de aprender de San Juan a tratarla con confianza. Él recibe a María, la introduce en su casa, en su vida.

Los autores espirituales han visto en esas palabras que relata el Santo Evangelio una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas.

María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre.

Que San Juan Evangelista nos alcance estas gracias y todas las otras que nuestra alma necesita.

viernes, 25 de diciembre de 2009

26 de diciembre


SAN ESTEBAN, PROTOMÁRTIR

26 de Diciembre


San Esteban, diácono y protomártir, es decir el primer mártir cristiano.

Tenemos noticias de este Santo a través de los relatos que encontramos en el libro los Hechos de los Apóstoles. Era judío y helenista de la Diáspora.

El nombre de Esteban proviene del griego Stephanos, que significa “corona”.

Es uno de los siete diáconos seleccionados para solucionar la queja de los helesnistas en la primitiva Iglesia cuando aparentemente se abandonaba la atención de las mujeres y niños cristianos provenientes del paganismo, mientras que aparentemente se daba una mayor atención y cuidado a los judíos convertidos a la nueva fe.

Estos siete diáconos por su nombre y propósito parecen ser de origen griego y tenían como misión el servicio de las mesas, es decir descargar de los trabajos materiales a los apóstoles.

Esteban fue un hombre extraordinario, lleno de fe y del Espíritu Santo, amado y estimado por todos los miembros de la comunidad cristiana.

La labor de Esteban empezó a hacerse patente cuando los judíos venidos de otros países entablaban conversaciones con él, no pudiendo resistir la sabiduría que salía de sus palabras, inspiradas por el Espíritu Santo.

Su predicación tuvo gran aceptación y las conversiones se multiplicaban. La gente acudía a oírlo, dejaba la sinagoga y se añadía al grupo de los que creían en Jesús.

Esteban era vehemente en su predicación y convertía a muchos judíos a la fe cristiana incluso a sacerdotes. Al ver esto, los ancianos y jefes de algunas sinagogas empezaron a elaborar planes para vencerlo y desacreditarlo.

Los de la sinagoga de los Libertos le llevaron delante del Sanedrín, presentando testigos falsos y acusándole de afirmar que Jesucristo iba a destruir el templo y poner fin a las leyes de Moisés.

Esteban pronunció un discurso ante el los miembros del Sanedrín en el que fue repasando la historia del pueblo de Israel, echándoles en cara a los judíos su eterna oposición a los profetas y enviados de Dios, llegando incluso a matar al más importantes de todos ellos, el Redentor Jesucristo.

Oyendo esto, los miembros del Sanedrín se enfurecieron. Esteban, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo exclamando: “Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre en pie a la derecha de Dios”. En ese momento, los que le escuchaban se taparon los oídos y se lanzaron contra él.

Lo sacan entre gritos y empujones fuera de las murallas; los verdugos, tras quitarse sus mantos y dárselos a un joven llamado Saulo, se disponen a lanzar piedras contra el cuerpo del primer mártir cristiano.

Esteban se hinca de rodillas y con los ojos hacia el Monte de los Olivos, donde un año o dos antes subió Jesús a los cielos, ruega a Él por los que le van a dar muerte, exclamando cuando siente los primeros golpes: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Cayó su cuerpo bañado en sangre.

El perdón de los enemigos, la caridad cristiana que abraza a todos los hombres, el mandato del amor había arraigado bien en el corazón de la Iglesia. El primer mártir cristiano moría perdonando a sus verdugos, tal y como lo había hecho Jesucristo en lo alto de la cruz.

Esta mansedumbre y caridad cristiana es la nota distintiva de la plenitud de San Esteban. Estaba lleno de gracia, sabiduría y de poder sobrenatural, pero sobre todo estaba lleno de amor, tenía un corazón formado en la escuela de Cristo.

El odio contra Esteban y Jesús, recogido en el corazón más grande que allí había presente, el único en que cabía, se iba a convertir en amor. Saulo, el fariseo, será muy pronto Pablo, el siervo de Cristo. La mejor corona de Esteban será la conversión de Saulo, que ahora guarda los vestidos de los verdugos, y que se va a convertir en el Apóstol, en el medio elegido por Dios para dar a conocer la doctrina de su Hijo.

Saulo, el futuro Apóstol de los Gentiles, supo aprovechar la semilla de sangre que sembró aquel primer mártir de Cristo.

“Sin la oración de San Esteban, la iglesia no hubiera contado con San Pablo entre sus miembros”, dice San Agustín.



Discurso de San Esteban (Hechos, 7, 2-53)

Demostró que Abraham, el padre y fundador de su nación, había dado testimonio y recibido los mayores favores de Dios en tierra extranjera; que a Moisés se le mandó hacer un tabernáculo, pero se le vaticinó también una nueva ley y el advenimiento de un Mesías; que Salomón construyó el templo, pero nunca imaginó que Dios quedase encerrado en casas hechas por manos de hombres. Afirmó que tanto el Templo como las leyes de Moisés eran temporales y transitorias y debían ceder el lugar a otras instituciones mejores, establecidas por Dios mismo al enviar al mundo al Mesías.

Demostró no haber blasfemado contra Dios, ni contra Moisés, ni contra la ley o el templo; que Dios se revela también fuera del Templo. Confrontó a sus acusadores con estas palabras:
¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! ¡Como vuestros padres, así vosotros! ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los que anunciaban de antemano la venida del Justo, de aquel a quien vosotros ahora habéis traicionado y asesinado; vosotros que recibisteis la Ley por mediación de ángeles y no la habéis guardado.
La reacción de Esteban y sus enemigos pone en relieve que se trata de una batalla espiritual, cada bando con sus características propias: Dios y el demonio.

Al oír esto, sus corazones se consumían de rabia y rechinaban sus dientes contra él. Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios; y dijo: “Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios”. Entonces, gritando fuertemente, se taparon sus oídos y se precipitaron todos a una sobre él; le echaron fuera de la ciudad y empezaron a apedrearlo. Los testigos pusieron sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo. Mientras le apedreaban, Esteban hacía esta invocación: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Después dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y diciendo esto, se durmió.


Milagros

Los restos de Esteban fueron encontrados por el sacerdote Luciano en Gamala de Palestina, en diciembre del año 415. El hallazgo suscitó gran conmoción en el mundo cristiano. Las reliquias se distribuyeron por todo el mundo, lo cual contribuyó a propagar el culto de San Esteban, obrando Dios numerosos milagros por la intercesión del protomártir.

San Evodio, obispo de Uzalum, en África y San Agustín, dejaron descripción de muchos de los milagros. San Agustín dijo en un sermón: “Bien está que deseemos obtener por su intercesión los bienes temporales, de suerte que, imitando al mártir, consigamos finalmente los bienes eternos”.

Ciertamente, la misión principal del Mesías no es remediar los males temporales, pero a pesar de ello, durante su vida mortal, Jesús sanó a los enfermos, libró a los posesos y socorrió a los miserables a fin de darnos pruebas sensibles de su amor y de su poder divino.

Las curaciones físicas son, además, una señal de la obra de salud espiritual que Jesús hace. Sabemos que, aunque no otorgue un restablecimiento físico, siempre sana los corazones que a Él se abren.


La fiesta de San Esteban siempre fue celebrada inmediatamente después de la Navidad para que, siendo el protomártir, fuese lo más cercano a la manifestación del Hijo de Dios.


Una segunda fiesta de San Esteban se celebra el 3 de agosto, para conmemorar el descubrimiento de sus reliquias.

Debemos lamentar que, como otras tantas fiestas, Juan XXIII, por el Motu proprio fechado el 25 de julio de 1960, esta segunda fiesta fue suprimida del Calendario Romano.


SAN ESTEBAN, ¡RUEGA POR NOSOTROS!

viernes, 11 de diciembre de 2009

12 de diciembre


LA GUADALUPANA

El sábado 9 de diciembre de 1531, muy de madrugada, un indio de nombre Juan Diego se dirigía a la iglesia para rendir culto al Dios verdadero.

Al llegar al cerrillo Tepeyac oyó un canto precioso semejante al de varios pájaros. Juan Diego se detuvo a escuchar y, mientras miraba hacia el oriente, arriba del cerrillo de donde procedía el precioso canto celestial, éste cesó repentinamente y se hizo el silencio; luego oyó que le llamaban y le decían: Juanito, Juan Dieguito.

Se atrevió a ir a donde le llamaban. Cuando llegó a la cumbre, vio a una señora que estaba de pie y que le dijo se acercara.

La celestial Señora le habló y le descubrió su santa voluntad; le dijo:

“Sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores. Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de Méjico y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un templo; le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado, y lo que has oído”.

Juan Diego dio el recado de la Señora al obispo de Méjico, don fray Juan de Zumárraga, quien lo recibió benignamente pero, prudentemente, dilató el asunto.

Esa misma tarde, Juan Diego dio cuenta a la Señora de lo sucedido. La Madre de Dios le dijo:

“Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad: que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía”.

El domingo, después de la Misa, se presentó nuevamente al obispo, quien, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas y le dijo que no solamente por su narración y solicitud se había de hacer lo que pedía; que además era muy necesaria alguna señal para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo.

Juan Diego fue a dar a la Santísima Virgen la respuesta del señor obispo; la que oída por la Señora, le dijo:

“Bien está, hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará; y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has emprendido; vete ahora, que mañana aquí te aguardo”.

Al día siguiente, lunes, ya no volvió porque cuando llegó a su casa encontró a su tío muy grave.

El martes 12, muy de madrugada, salió Juan Diego para llamar un sacerdote que viniera a confesar y disponer a su tío para bien morir.

Al llegar al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyac, por donde tenía costumbre pasar, se dijo: Mejor me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora y me detenga para que lleve la señal al prelado.

La Santísima Virgen salió a su encuentro y le dijo: ¿Qué hay, hijo mío el más pequeño? ¿Adónde vas?

Juan Diego contó todo a la Señora. La Virgen respondió piadosísima:

“Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella, está seguro de que ya sanó”.

Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora se consoló mucho, y le rogó que cuanto antes le despachara a ver al señor obispo a llevarle alguna señal y prueba, a fin de que le creyera.

La Señora del Cielo le ordenó que subiera a la cumbre del cerrillo y que cortara y recogiera las diferentes flores que encontrara. Al punto Juan Diego subió el cerrillo y cuando llegó a la cumbre se asombró mucho de que allí y antes de tiempo hubieran brotado tantas variadas y exquisitas rosas de Castilla. En efecto, la cumbre del cerrillo no era lugar en que se dieran ningunas flores, porque tenía muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, y a la sazón encrudecía el frío y la helada de diciembre.

Las rosas estaban fragantes y llenas del rocío, que semejaba perlas preciosas. Empezó a cortarlas, las juntó todas y las echó en su regazo, dentro de su tilma. Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que cortó; así como lasvio, la Señora las tomó con su mano y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole:

“Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que tiene que cumplirla”.

Juan Diego se presentó al obispo, narró todo lo sucedido y, cuando desenvolvió su tilma y se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, y se dibujó en ella la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María de Guadalupe, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hasta hoy en su templo del Tepeyac.


La tilma en que milagrosamente se apareció la imagen de la Señora del cielo era el abrigode Juan Diego: ayate un poco tieso y bien tejido. El ayate se hace de Ichtli o fibra que sale del magüey, planta de pencas verdes carnosas, con espinas a los lados y en la punta.

Esta tilma en que se apareció la Reina del Cielo mide 1,68 m. por 1,03 m. No está tejida de una sola pieza, sino que está confeccionada por dos piezas cosidas con hilo de maguey, de manera tal que una costura la atraviesa de arriba a abajo.

El ayate, tejido de fibra de maguey, tiene una duración de unos veinte años; pero en el caso de la tilma guadalupana no sólo perdura por más de 478 años, sino que está extraordinariamente suave.


La altura de la imagen de la Virgen es de 1,43 m. Su hermoso rostro es muy grave y noble, un poco moreno y se inclina hacia su derecha. Sus manos están juntas sobre el pecho. Solamente su pie derecho descubre un poco la punta de su calzado, color ceniza.

Su ropaje es de color rosado y está bordado con diferentes flores, todas en botón y de bordes dorados. De adentro asoma otro vestido blanco, que ajusta bien en las muñecas. Su velo, azul verdoso, sienta bien en su cabeza; para nada cubre su rostro; y cae hasta sus pies, ciñéndose un poco por en medio; tiene toda su franja dorada y cuarenta y seis estrellas de oro.

Encima de su cabeza hay una corona de oro, de figuras ahusadas hacia arriba y anchas abajo. A sus pies está la luna, cuyos cuernos apuntan hacia arriba. Se yergue exactamente en medio de ellos y de igual manera aparece en medio del sol, cuyos rayos la siguen y rodean por todas partes. Al par de ellos, una nube blanca rodea los bordes de su vestidura.

Esta preciosa imagen está sostenida por un ángel, que recoge los extremos del ropaje y del velo de la Señora. Su ropa es de color bermejo y sus alas desplegadas son de ricas plumas largas.


Según los análisis de las fibras, hechos en 1936 por el doctor alemán Ricardo Kuhn, premio Nobel en 1938, en dichas fibras no existen pigmentos minerales, vegetales o animales.

Sin embargo, el estudio realizado con rayos infrarrojos demuestra que, lamentablemente, la mano del hombre retocó e incluso agregó ciertas partes en la bendita imagen. A su vez, el estudio realizado en 1981 por los científicos de la NASA Jody Brant Smith y Philip Serna Callagan ha confirmado la ausencia de pigmentos respecto de la imagen original, a diferencia de los añadidos.


Para comprender la maravilla, es necesario saber que no se dio a la tela preparación o aparejo alguno, contra lo que se acostumbra y es necesario para que la pintura adhiera bien. Ningún pintor para pintar un cuadro hubiera escogido tejido semejante, más parecido a tela de saco que a un lienzo.

Pero lo notable es que el artífice ha sido capaz de aprovechar todas las imperfecciones del tejido como elementos pictóricos.

Para dar luminosidad y volumen a un rostro hay que utilizar por lo menos dos colores, uno claro y otro oscuro para las sombras. Pero en el rostro de la Virgen no hay una sola sombra pintada. Las cejas, el borde de la nariz, la boca y los ojos no son otra cosa que la misma tela, carente de todo color superpuesto, con todas sus manchas e irregularidades, pero utilizadas con tal maestría que parecen perfiles extremadamente bien dibujados. Todos los rasgos no son más que aberturas, manchas e hilos gruesos de la tela.

Esos rasgos denotan una técnica superior a la humana, ya que la forma con que han sido utilizadas las imperfecciones de la tela no tiene explicación lógica: de lo burdo se obtuvo efectos delicados, y de las manchas, hoyos e hilos gruesos del ayate se alcanzaron unos rasgos finísimos, sin haber puesto un solo gramo de pintura sobre ellos.

Lo verdaderamente extraordinario del rostro es su calidad de tono, que es un efecto físico de la luz reflejada, tanto por la tilma como por la pintura.

Es un hecho indiscutible que si la imagen se mira de cerca queda uno decepcionado por lo que al relieve y al colorido del rostro se refiere: el rostro aparece desprovisto de perspectiva, plano y tosco en su ejecución. Pero contemplándolo desde unos dos metros parece como si el gris y el aparentemente aglutinado pigmento blanco del rostro se combinasen para recoger la luz y refractar hacia lo lejos el tono oliva del cutis.

Al alejarse, brota como por encanto la abrumadora belleza de la Señora. Es tal la belleza de la cara y tan singular la ejecución, que resulta inexplicable para el estado actual de la ciencia.

Técnica semejante parece ser un logro imposible para las manos humanas, aunque la naturaleza nos la ofrece con frecuencia en la coloración de las plumas de las aves, en las escamas de las mariposas: no reflejan la luz los diversos pigmentos, sino que la descomponen.

Que esta especial belleza no aparezca en las reproducciones se explica en parte por su especial técnica de descomposición de la luz, que difícilmente puede captar la fotografía.

Para terminar con esta somera descripción, indicamos que varios médicos han señalado el hecho que la Santísima Virgen manifiesta estar encinta, con el Niño Jesús no en sus brazos sino en su seno purísimo. La Madre de Dios quiso visitarnos en su gravidez, cuando estas tierras americanas estaban grávidas de Cristo, y dispuso todo para el nacimiento espiritual en ellas de su Hijo.



EL IDILIO DEL TEPEYAC

Proporcionamos a nuestros lectores un resumen de un magnífico texto de monseñor Luís María Martínez, Arzobispo Primado de México, tomado de la obra El Idilio del Tepeyac.


Siempre las cosas divinas llevan en su fondo algo de permanente e inmutable, a pesar de que, cuando se mezclan con nuestra vida humana, están sujetas al tiempo.

Por eso, el misterio de Nuestra Señora de Guadalupe está más allá de las vicisitudes humanas. El hecho histórico de las apariciones de la Virgen Santísima a Juan Diego se realizó hace más de 462 años; pero la sustancia del divino misterio perdura aún hoy, y perdurará hasta el fin de los tiempos.

El misterio del Tepeyac, no pasa: María Santísima está allí; está cerca de nosotros, nos ama, nos cuida, nos tiene en su regazo.

Nosotros estamos en contacto misterioso con Ella. Juan Diego está allí. Juan Diego somos nosotros. El Juan Diego que no muere es el pueblo hispanoamericano, es nuestra raza que se perpetúa en el tiempo.

Y nuestra historia, en su fondo, no es otra cosa que la prolongación del diálogo que se entabló sobre esa santa colina.

Superficialmente mirada, nuestra historia tiene muchas vicisitudes y mil facetas; si la consideramos profundamente, ella tiene una perfecta unidad: es la miseria de Juan Diego, que recibe de las manos maternales de la Virgen las rosas del milagro, las rosas que se transforman en su imagen bendita.

Escuchemos las palabras inmortales de la Guadalupana; ellas nos expresan amor y predilección, nos marcan los senderos de nuestra felicidad y de nuestra gloria, son las lecciones cariñosas de nuestra Madre, palabras prodigiosas que han de causar nuestra paz y dicha.

La primera palabra que pronunció la Virgen Santísima en la cumbre del Tepeyac fue una palabra de amor, una palabra de predilección incomparable: “Hijo mío, Juan Diego, a quien amo tiernamente, como a pequeñito y delicado”.

La Madre de Dios dijo, dice y dirá esta palabra al Juan Diego que durará hasta la consumación de los siglos.

Cuando vino la Virgen María a nuestro suelo americano, cuando tomó posesión de nuestro pueblo, cuando adoptó nuestra raza, la primera palabra que brotó de su Corazón dulcísimo fue una palabra de amor: “Hijo mío, a quien amo...”

Y ese amor de María Santísima no es fugaz. Lo que amó la Virgen, lo sigue amando; y ahora esa palabra tiene una palpitante y divina actualidad.

¡María nos ama! ¡Nos ama como a pequeñitos y delicados! ¿Podemos anhelar una dicha mayor?

¡Qué se gloríen otros pueblos de la gloria de sus anales, de la inmensidad de sus dominios, de la potencia de sus ejércitos, de la opulencia de sus tesoros, del esplendor de su ciencia, de la magnificencia de su técnica...! ¡Qué se gloríen los pueblos imperialistas y antihispanos, herederos de la herejía protestante y de la ilustración revolucionaria, de sus legítimas y no tan legítimas modernas adquisiciones; frutos no tanto de su virtud y honestidad, como de sus pasiones y vicios...!

Para nosotros, vale más que todo eso la predilección de la Virgen Santísima. Y cuando una por una las naciones todas de la tierra vinieran a cantarnos los grados de su grandeza y de su gloria, podríamos contestarles: ¡nosotros tenemos la predilección de la Madre de Dios! En nuestros blasones hay una palabra que vale más que todas las glorias de la tierra: “Hijo mío, a quien amo tiernamente como a pequeñito delicado”.

No vayamos a pensar que el amor de la Virgen se haya marchitado con los siglos; no creamos que poco a poco se haya menguado por nuestra ingratitud y por nuestras miserias y pecados. ¡No!, su amor y el de Dios, como los dones divinos, son sin arrepentimiento; nos ama y nos amará siempre tiernamente, como a pequeñitos y delicados.

Desmenucemos, saboreemos estas dulcísimas palabras. Cada una de ellas encierra abismos de ternura y de amor.

La debilidad, la pequeñez, es un título de amor para los corazones nobles. Los corazones ordinarios buscan la grandeza; los corazones nobles, que llevan en su fondo destellos de Dios, buscan la pequeñez. Aman como Jesucristo, que vino a buscar a los pequeños, a curar a los enfermos, a justificar a los pecadores, y bajó del cielo con toda la grandeza de un Dios para venir a amar a los miserables de este mundo.

Las madres de la tierra, que llevan en su corazón un reflejo del Corazón de Dios, comprenden lo que esto significa: a los pequeños se les ama con singular ternura, se les prodiga cuidados y caricias. No así a los que han llegado a la edad adulta; por mucho que se los ame, nadie tiene la exquisita ternura que tuvo para con ellos su madre cuando eran pequeñitos.

El amor a los pequeños tiene un carácter de ternura singular, y así nos ama la Virgen María, porque Juan Diego será siempre pequeño, porque Juan Diego no crecerá jamás. A través de los siglos, los pueblos hispanoamericanos estarán siempre simbolizados por aquel indio sencillo y pobre que vio fulgurar la gloria del cielo sobre la colina del Tepeyac.

Y como si no fuera suficiente que nos amara como a hijos pequeños, he aquí que añade: “delicados”. Se ve constantemente en los hogares, en las familias numerosas, cuando hay un niño que por su salud, por sus penas, por su sensibilidad, es especialmente delicado, la madre tiene para él una predilección singular. Los fuertes, los sanos, los que gozan de plena salud, tienen derecho al corazón de la madre; pero lo tienen más los enfermos, los sensibles, los que sufren, los delicados. Y María Santísima nos ve a nosotros como a sus hijos pequeños y delicados.

Si comprendiésemos este misterio de amor, si nos diéramos cuenta de que somos verdaderamente amados por la Madre de Dios, y amados con predilección, con ternura, como pequeñitos y delicados, bastaría eso para que fuéramos felices, felices a pesar de nuestras desgracias, a pesar de nuestros temores, a pesar de todas las vicisitudes de nuestra historia. En el fondo de nuestras desgracias hay una realidad celestial y divina: ¡el amor de la Virgen María!

¡Y con qué divino acierto encontró la Virgen Santísima las palabras para manifestarnos su amor: “como a pequeñitos...”

Es verdad, somos pequeños, lo hemos sido, quizá lo seguiremos siendo siempre: pequeños por nuestra debilidad, por nuestra inconstancia, por nuestras miserias. Pero así nos quiere nuestra Madre, así nos ama. Somos pequeñitos y triunfamos de la fuerza; somos pequeñitos y, a pesar que desde hace dos siglos se pretende arrebatarnos nuestra fe, no han podido quitarnos los tesoros que hemos recibido hace quinientos años; somos pequeñitos, y llevamos en nuestra frente la gloria de la fe. ¿Por qué? Porque María Santísima nos ama como a pequeñitos y delicados.

Los que suelen mirar las cosas superficialmente dirán que estamos enfermos, que tenemos muchas miserias, que somos pobres, que somos impotentes. Sí, todo eso somos; pero María de Guadalupe nos ama tiernamente.

Nuestra gloria está en nuestra pequeñez; nuestra grandeza está en nuestra miseria. Somos pequeños y miserables, pero vivimos en el regazo de la Virgen, y en el fondo de nuestro corazón resuenan las celestiales palabras: “Hijo mío, a quien amo tiernamente como a pequeñito y delicado”.

¿No debemos grabar en nuestro corazón esas dulces palabras? ¿No las debemos saborear en nuestra alma? ¿No deben figurar en nuestros blasones? ¿No bastan ellas para hacernos felices en la tierra, a pesar de todas las desgracias, de todos los temores que nos circundan?

Agradezcamos a la Virgen María en lo íntimo de nuestro corazón. Démosle gracias porque nos ama así.

¡Señora!, gracias porque nos amas a pesar de nuestra pequeñez; gracias porque nos amas, precisamente, por nuestra pequeñez y miseria. No queremos dejar de ser pequeños y delicados, para que siempre nos ames tiernamente; para que nos envuelvas con la ternura de tu Corazón maternal. No te alejes de nosotros; pronuncia sin cesar tus palabras dulcísimas y repítelas hasta la consumación de los siglos: “Hijo mío, a quien amo tiernamente como a pequeñito y delicado”.

lunes, 7 de diciembre de 2009

8 de diciembre


INEFFABILIS DEUS

Carta Apostólica de Pío IX
del 8 de diciembre de 1854

SOBRE LA INMACULADA CONCEPCIÓN


1. María en los planes de Dios.

El inefable Dios, cuya conducta es misericordia y verdad, cuya voluntad es omnipotencia y cuya sabiduría alcanza de límite a límite con fortaleza y dispone suavemente todas las cosas, habiendo, previsto desde toda la eternidad la ruina lamentabilísima de todo el género humano, que había de provenir de la trasgresión de Adán, y habiendo decretado, con plan misterioso escondido desde la eternidad, llevar al cabo la primitiva obra de su misericordia, con plan todavía más secreto, por medio de la encarnación del Verbo, para que no pereciese el hombre impulsado a la culpa por la astucia de la diabólica maldad y para que lo que iba a caer en el primer Adán fuese restaurado más felizmente en el segundo, eligió y señaló, desde el principio y antes de los tiempos, una Madre, para que su unigénito Hijo, hecho carne de ella, naciese, en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola ella se complació con señaladísima benevolencia. Por lo cual tan maravillosamente la colmó de la abundancia de todos los celestiales carismas, sacada del tesoro de la divinidad, muy por encima de todos los ángeles y santos, que Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha de pecado y toda hermosa y perfecta, manifestase tal plenitud de inocencia y santidad, que no se concibe en modo alguno mayor después de Dios y nadie puede imaginar fuera de Dios.

Y, por cierto era convenientísimo que brillase siempre adornada de los resplandores de la perfectísima santidad y que reportase un total triunfo de la antigua serpiente, enteramente inmune aun de la misma mancha de la culpa original, tan venerable Madre, a quien Dios Padre dispuso dar a su único Hijo, a quien ama como a sí mismo, engendrado como ha sido igual a sí de su corazón, de tal manera que naturalmente fuese uno y el mismo Hijo común de Dios Padre y de la Virgen, y a la que el mismo Hijo en persona determinó hacer sustancialmente su Madre y de la que el Espíritu Santo quiso e hizo que fuese concebido y naciese Aquel de quien él mismo procede.


2. Sentir de la Iglesia respecto a la concepción inmaculada.

Ahora bien, la Iglesia católica, que, de continuo enseñada por el Espíritu Santo, es columna y fundamento firme de la verdad, jamás desistió de explicar, poner de manifiesto y dar calor, de variadas e ininterrumpidas maneras y con hechos cada vez más espléndidos, a la original inocencia de la augusta Virgen, junto con su admirable santidad, y muy en consonancia con la altísima dignidad de Madre de Dios, por tenerla como doctrina recibida de lo alto y contenida en el depósito de la revelación. Pues esta doctrina, en vigor desde las más antiguas edades, íntimamente inoculada en los espíritus de los fieles, y maravillosamente propagada por el mundo católico por los cuidados afanosos de los sagrados prelados, espléndidamente la puso de relieve la Iglesia misma cuando no titubeó en proponer al público culto y veneración de los fieles la Concepción de la misma Virgen. Ahora bien, con este glorioso hecho, por cierto presentó al culto la Concepción de la misma Virgen como algo singular, maravilloso y muy distinto de los principios de los demás hombres y perfectamente santo, por no celebrar la Iglesia, sino festividades de los santos. Y por eso acostumbró a emplear en los oficios eclesiásticos y en la sagrada liturgia aún las mismísimas palabras que emplean las divinas Escrituras tratando de la Sabiduría increada y describiendo sus eternos orígenes, y aplicarla a los principios de la Virgen, los cuales habían sido predeterminados con un mismo decreto, juntamente con la encarnación de la divina Sabiduría.

Y aun cuando todas estas cosas, admitidas casi universalmente por los fieles, manifiesten con qué celo haya mantenido también la misma romana Iglesia, madre y maestra de todas las iglesias, la doctrina de la Concepción Inmaculada de la Virgen, sin embargo de eso, los gloriosos hechos de esta Iglesia son muy dignos de ser uno a uno enumerados, siendo como es tan grande su dignidad y autoridad, cuanta absolutamente se debe a la que es centro de la verdad y unidad católica, en la cual sola ha sido custodiada inviolablemente la religión y de la cual todas las demás iglesias han de recibir la tradición de la fe. Así que la misma romana Iglesia no tuvo más en el corazón que profesar, propugnar, propagar y defender la Concepción Inmaculada de la Virgen, su culto y su doctrina, de las maneras más significativas.


3. Favor prestado por los papas al culto de la Inmaculada.

Muy clara y abiertamente por cierto testimonian y declaran esto tantos insignes hechos de los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, a quienes en la persona del Príncipe de los Apóstoles encomendó el mismo Cristo Nuestro Señor el supremo cuidado y potestad de apacentar los corderos y las ovejas, de robustecer a los hermanos en la fe y de regir y gobernar la universal Iglesia. Ahora bien, nuestros predecesores se gloriaron muy mucho de establecer con su apostólica autoridad, en la romana Iglesia la fiesta de la Concepción, y darle más auge y esplendor con propio oficio y misa propia, en los que clarísimamente se afirmaba la prerrogativa de la inmunidad de la mancha hereditaria, y de promover y ampliar con toda suerte de industrias el culto ya establecido, ora con la concesión de indulgencias, ora con el permiso otorgado a las ciudades, provincias y reinos de que tomasen por patrona a la Madre de Dios bajo el título de la Inmaculada Concepción, ora con la aprobación de sodalicios, congregaciones, institutos religiosos fundados en honra de la Inmaculada Concepción, ora alabando la piedad de los fundadores de monasterios, hospitales, altares, templos bajo el título de la Inmaculada Concepción, o de los que se obligaron con voto a defender valientemente la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios. Grandísima alegría sintieron además en decretar que la, festividad de la Concepción debía considerarse por toda la Iglesia exactamente como la de la Natividad, y que debía celebrarse por la universal Iglesia con octava, y que debía ser guardada santamente por todos como las de precepto, y que había de haber capilla papal en nuestra patriarcal basílica Liberiana anualmente el día dedicado a la Concepción de la Virgen. Y deseando fomentar cada día más en las mentes de los fieles el conocimiento de la doctrina de la Concepción Inmaculada de María Madre de Dios y estimularles al culto y veneración de la misma Virgen concebida sin mancha original, gozáronse en conceder, con la mayor satisfacción posible, permiso para que públicamente se proclamase en las letanías lauretanas, y en él mismo prefacio de la misa, la Inmaculada Concepción de la Virgen, y se estableciese de esa manera con la ley misma de orar la norma de la fe. Nos, además, siguiendo fielmente las huellas de tan grandes predecesores, no sólo tuvimos por buenas y aceptamos todas las cosas piadosísima y sapientísimamente por los mismos establecidas, sino también, recordando lo determinado por Sixto IV, dimos nuestra autorización al oficio propio de la Inmaculada Concepción y de muy buen grado concedimos su uso a la universal Iglesia.


4. Débese a los papas la determinación exacta del culto de la Inmaculada.

Mas, como quiera que las cosas relacionadas con el culto está intima y totalmente ligadas con su objeto, y no pueden permanecer firmes en su buen estado si éste queda envuelto en la vaguedad y ambigüedad, por eso nuestros predecesores romanos Pontífices, qué se dedicaron con todo esmero al esplendor del culto de la Concepción, pusieron también todo su empeño en esclarecer e inculcar su objeto y doctrina. Pues con plena claridad enseñaron que se trataba de festejar la concepción de la Virgen, y proscribieron, como falsa y muy lejana a la mente de la Iglesia, la opinión de los que opinaban y afirmaban que veneraba la Iglesia, no la concepción, sino la santificación. Ni creyeron que debían tratar con suavidad a los que, con el fin de echar por tierra la doctrina de la Inmaculada Concepción de la Virgen, distinguiendo entre el primero o y segundo instante y momento de la concepción, afirmaban que ciertamente se celebraba la concepción, mas no en el primer instante y momento. Pues nuestros mismos predecesores juzgaron que era su deber defender y propugnar con todo celo, como verdadero Objeto del culto, la festividad de la Concepción de la santísima Virgen, y concepción en el primer instante. De ahí las palabras verdaderamente decisivas con que Alejandro VII, nuestro predecesor, declaró la clara mente de la Iglesia, diciendo: Antigua por cierto es la piedad de los fieles cristianos para con la santísima Madre Virgen María, que sienten que su alma, en el primer instante de su creación e infusión en el cuerpo, fue preservada inmune de la mancha del pecado original, por singular gracia y privilegio de Dios, en atención a los méritos de su hijo Jesucristo, redentor del género humano, y que, en este sentido, veneran y celebran con solemne ceremonia la fiesta de su Concepción. (Const. "Sollicitudo omnium Ecclesiarum", 8 de diciembre de 1661).

Y, ante todas cosas, fue costumbre también entre los mismos predecesores nuestros defender, con todo cuidado, celo y esfuerzo, y mantener incólume la doctrina de la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios. Pues no solamente no toleraron en modo alguno que se atreviese alguien a mancillar y censurar la doctrina misma, antes, pasando más adelante, clarísima y repetidamente declararon que la doctrina con la que profesamos la Inmaculada Concepción de la Virgen era y con razón se tenía por muy en armonía con el culto eclesiástico y por antigua y casi universal, y era tal que la romana Iglesia se había encargado de su fomento y defensa y que era dignísima que se le diese cabida en la sagrada liturgia misma y en las oraciones públicas


5. Los papas prohibieron la doctrina contraria.

Y, no contentos con esto, para que la doctrina misma de la Concepción Inmaculada de la Virgen permaneciese intacta, prohibieron severamente que se pudiese defender pública o privadamente la opinión contraria a esta doctrina y quisieron acabar con aquella a fuerza de múltiples golpes mortales. Esto no obstante, y a pesar de repetidas y clarísimas declaraciones, pasaron a las sanciones, para que estas no fueran vanas. Todas estas cosas comprendió el citado predecesor nuestro Alejandro VII con estas palabras: “Nos, considerando que la Santa Romana Iglesia celebra solemnemente la festividad de la Inmaculada siempre Virgen María, y que dispuso en otro tiempo un oficio especial y propio acerca de esto, conforme a la piadosa, devota, y laudable práctica que entonces emanó de Sixto IV, Nuestro Predecesor: y queriendo, a ejemplo de los Romanos Pontífices, Nuestros Predecesores, favorecer a esta laudable piedad y devoción y fiesta, y al culto en consonancia con ella, y jamás cambiado en la Iglesia Romana después de la institución del mismo, y (queriendo), además, salvaguardar esta piedad y devoción de venerar y celebrar la Santísima Virgen preservada del pecado original, claro está, por la gracia proveniente del Espíritu Santo; y deseando conservar en la grey de Cristo la unidad del espíritu en los vínculos de la paz (Efes. 4, 3), apaciguados los choques y contiendas y, removidos los escándalos: en atención a la instancia a Nos presentada y a las preces de los mencionados Obispos con los cabildos de sus iglesias y del rey Felipe y de sus reinos; renovamos las Constituciones y decretos promulgados por los Romanos Pontífices, Nuestro Predecesores, y principalmente por Sixto IV, Pablo V y Gregorio XV en favor de la sentencia que afirma que el alma de Santa María Virgen en su creación, en la infusión del cuerpo fue obsequiada con la gracia del Espíritu Santo y preservada del pecado original y en favor también de la fiesta y culto de la Concepción de la misma Virgen Madre de Dios, prestado, según se dice, conforme a esa piadosa sentencia, y mandamos que se observe bajo las censuras y penas contenidas en las mismas Constituciones.
Y además, a todos y cada uno de los que continuaren interpretando las mencionadas Constituciones o decretos, de suerte que anulen el favor dado por éstas a dicha sentencia y fiesta o culto tributado conforme a ella, u osaren promover una disputa sobre esta misma sentencia, fiesta o culto, o hablar, predicar, tratar, disputar contra estas cosas de cualquier manera, directa o indirectamente o con cualquier pretexto, aún examinar su definibilidad, o de glosar o interpretar la Sagrada Escritura o los Santos Padres o Doctores, finalmente con cualquier pretexto u ocasión por escrito o de palabra, determinando y afirmando cosa alguna contra ellas, ora aduciendo argumentos contra ellas y dejándolos sin solución, ora discutiendo de cualquier otra manera inimaginable; fuera de las penas y censuras contenidas en las Constituciones de Sixto IV, a las cuales queremos someterles, y por las presentes les sometemos, queremos también privarlos del permiso de predicar, dar lecciones públicas, o de enseñar, y de interpretar, y de voz activa y pasiva en cualesquiera elecciones por el hecho de comportarse de ese modo y sin otra declaración alguna en las penas de inhabilidad perpetua para predicar y dar lecciones públicas, enseñar e interpretar; y que no pueden ser absueltos o dispensados de estas cosas sino por Nos mismo o por Nuestros Sucesores los Romanos Pontífices; y queremos asimismo que sean sometidos, y por las presentes sometemos a los mismos a otras penas infligibles, renovando las Constituciones o decretos de Paulo V y de Gregorio XV, arriba mencionados.
Prohibimos, bajo las penas y censuras contenidas en el Índice de los libros prohibidos, los libros en los cuales se pone en duda la mencionada sentencia, fiesta o culto conforme a ella, o se escribe o lee algo contra esas cosas de la manera que sea, como arriba queda dicho, o se contienen frase, sermones, tratados y disputas contra las mismas, editados después del decreto de Paulo V arriba citado, o que se editaren de la manera que sea en lo porvenir por expresamente prohibidos, ipso facto y sin más declaración.”


6. Sentir unánime de los doctos obispos y religiosos.

Mas todos saben con qué celo tan grande fue expuesta, afirmada y defendida esta doctrina de la Inmaculada Concepción de la Virgen Madre de Dios por las esclarecidísimas familias religiosas y por las más concurridas academias teológicas y por los aventajadísimos doctores en la ciencia de las cosas divinas. Todos, asimismo, saben con qué solicitud tan grande hayan abierta y públicamente profesado los obispos, aun en las mismas asambleas eclesiásticas, que la santísima Madre de Dios, la Virgen María, en previsión de los merecimientos de Cristo Señor Redentor, nunca estuvo sometida al pecado, sino que fue totalmente preservada de la mancha original, y, de consiguiente, redimida de más sublime manera.


7. El concilio de Trento y la Tradición.

Ahora bien, a estas cosas se añade un hecho verdaderamente de peso y sumamente extraordinario, conviene a saber: que también el concilio Tridentino mismo, al promulgar el decreto dogmático del pecado original, por el cual estableció y definió, conforme a los testimonios de las sagradas Escrituras y de los Santos Padres y de los recomendabilísimos concilios, que los hombres nacen manchados por la culpa original, sin embargo, solemnemente declaró que no era su intención incluir a la santa e Inmaculada Virgen Madre de Dios en el decreto mismo y en una definición tan amplia. Pues con esta declaración suficientemente insinuaron los Padres tridentinos, dadas las circunstancias de las cosas y de los tiempos, que la misma santísima Virgen había sido librada de la mancha original, y hasta clarísimamente dieron a entender que no podía aducirse fundadamente argumento alguno de las divinas letras, de la tradición, de la autoridad de los Padres que se opusiera en manera alguna a tan grande prerrogativa de la Virgen.

Y, en realidad de verdad, ilustres monumentos de la venerada antigüedad de la Iglesia oriental y occidental vigorosísimamente testifican que esta doctrina de la Concepción Inmaculada de la santísima, Virgen, tan espléndidamente explicada, declarada, confirmada cada vez más por el gravísimo sentir, magisterio, estudio, ciencia y sabiduría de la Iglesia, y tan maravillosamente propagada entre todos los pueblos y naciones del orbe católico, existió siempre en la misma Iglesia como recibida de los antepasados y distinguida con el sello de doctrina revelada.

Pues la Iglesia de Cristo, diligente custodia y defensora de los dogmas a ella confiados, jamás cambia en ellos nada, ni disminuye, ni añade, antes, tratando fiel y sabiamente con todos sus recursos las verdades que la antigüedad ha esbozado y la fe de los Padres ha sembrado, de tal manera trabaja por limarlas y pulirlas, que los antiguos dogmas de la celestial doctrina reciban claridad, luz, precisión, sin que pierdan, sin embargo, su plenitud, su integridad, su índole propia, y se desarrollen tan sólo según su naturaleza; es decir el mismo dogma, en el mismo sentido y parecer.


8. Sentir de los Santos Padres y de los escritores eclesiásticos.

Y por cierto, los Padres y escritores de la Iglesia, adoctrinados por las divinas enseñanzas, no tuvieron tanto en el corazón, en los libros compuestos para explicar las Escrituras, defender los dogmas, y enseñar a los fieles, como el predicar y ensalzar de muchas y maravillosas maneras, y a porfía, la altísima santidad de la Virgen, su dignidad, y su inmunidad de toda mancha de pecado, y su gloriosa victoria del terrible enemigo del humano linaje.


9. El Protoevangelio.

Por lo cual, al glosar las palabras con las que Dios, vaticinando en los principios del mundo los remedios de su piedad dispuestos para la reparación de los mortales, aplastó la osadía de la engañosa serpiente levantó maravillosamente la esperanza de nuestro linaje, diciendo: Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; enseñaron que, con este divino oráculo, fue de antemano designado clara y patentemente el misericordioso Redentor del humano linaje, es decir, el unigénito Hijo de Dios Cristo Jesús, y designada la santísima Madre, la Virgen María, y al mismo tiempo brillantemente puestas de relieve las mismísimas enemistades de entrambos contra el diablo. Por lo cual, así como Cristo, mediador de Dios y de los hombres, asumida la naturaleza humana, borrando la escritura del decreto que nos era contrario, lo clavó triunfante en la cruz, así la santísima Virgen, unida a Él con apretadísimo e indisoluble vínculo hostigando con Él y por Él eternamente a la venenosa serpiente, y de la misma triunfando en toda la línea, trituró su cabeza con el pie inmaculado.


10. Figuras bíblicas de María.

Este eximio y sin par triunfo de la Virgen, y excelentísima inocencia, pureza, santidad y su integridad de toda mancha de pecado e inefable abundancia y grandeza de todas las gracias, virtudes y privilegios, viéronla los mismos Padres ya en el arca de Noé que, providencialmente construida, salió totalmente salva e incólume del común naufragio de todo el mundo; ya en aquella escala que vio Jacob que llegaba de la tierra al cielo y por cuyas gradas subían y bajaban los ángeles de Dios y en cuya cima se apoyaba el mismo Señor; ya en la zarza aquélla que contempló Moisés arder de todas partes y entré el chisporroteo de las llamas no se consumía o se gastaba lo más mínimo, sino que hermosamente reverdecía y florecía; ora en aquella torre inexpugnable al enemigo, de la cual cuelgan mil escudos y toda suerte de armas de los fuertes; ora en aquel huerto cerrado que no logran violar ni abrir fraudes y trampas algunas; ora en aquella resplandeciente ciudad de Dios, cuyos fundamentos se asientan en los montes santos a veces en aquel augustísimo templo de Dios que, aureolado de resplandores divinos, está lleno, de la gloria de Dios; a veces en otras verdaderamente innumerables figuras de la misma clase, con las que los Padres enseñaron que había sido vaticinada claramente la excelsa dignidad de la Madre de Dios, y su incontaminada inocencia, y su santidad, jamás sujeta a mancha alguna.


11. Los profetas.

Para describir este mismo como compendio de divinos dones y la integridad original de la Virgen, de la que nació Jesús, los mismos [Padres], sirviéndose de las palabras de los profetas, no festejaron a la misma augusta Virgen de otra manera que como a paloma pura, y a Jerusalén santa, y a trono excelso de Dios, y a arca de santificación, y a casa que se construyó la eterna Sabiduría, y a la Reina aquella que, rebosando felicidad y apoyada en su Amado, salió de la boca del Altísimo absolutamente perfecta, hermosa y queridísima de Dios y siempre libre de toda mancha.


12. El Ave María y el Magnificat.

Mas atentamente considerando los mismos Padres y escritores de la Iglesia que la santísima Virgen había sido llamada llena de gracia, por mandato y en nombre del mismo Dios, por el Gabriel cuando éste le anunció la altísima dignidad de Madre de Dios, enseñaron que, con ese singular y solemne saludo, jamás oído, se manifestaba que la Madre de Dios era sede de todas las gracias divinas y que estaba adornada de todos los carismas del divino Espíritu; más aún, que era como tesoro casi infinito de los mismos, y abismo inagotable, de suerte que, jamás sujeta a la maldición y partícipe, juntamente con su Hijo, de la perpetua bendición, mereció oír de Isabel, inspirada por el divino Espíritu: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre.

De ahí se deriva su sentir no menos claro. que unánime, según el cual la gloriosísima Virgen, en quien hizo cosas grandes el Poderoso, brilló con tal abundancia de todos los dones celestiales, con tal plenitud de gracia y con tal inocencia, que resultó como un inefable milagro de Dios, más aún, como el milagro cumbre de todos los milagros y digna Madre de Dios, y allegándose a Dios mismo, según se lo permitía la condición de criatura, lo más cerca posible, fue superior a toda alabanza humana y angélica.


13. Paralelo entre María y Eva.

Y, de consiguiente, para defender la original inocencia y santidad de la Madre de Dios, no sólo la compararon muy frecuentemente con Eva todavía virgen, todavía inocente, todavía incorrupta y todavía no engaña a por as mortíferas asechanzas de la insidiosísima serpiente, sino también la antepusieron a ella con maravillosa variedad de palabras y pensamientos. Pues Eva, miserablemente complaciente con la serpiente, cayó de la original inocencia y se convirtió en su esclava; mas la santísima Virgen aumentando de continuo el don original, sin prestar jamás atención a la serpiente, arruinó hasta los cimientos su poderosa fuerza con la virtud recibida de lo alto.


14. Expresiones de alabanza.

Por lo cual jamás dejaron de llamar a la Madre de Dios o lirio entre espinas, o tierra absolutamente intacta, virginal, sin mancha , inmaculada, siempre bendita, y libre de toda mancha de pecado, de la cual se formó el nuevo Adán; o paraíso intachable, vistosísimo, amenísimo de inocencia, de inmortalidad y de delicias, por Dios mismo plantado y defendido de toda intriga de la venenosa serpiente; o árbol inmarchitable, que jamás carcomió el gusano del pecado; o fuente siempre limpia y sellada por la virtud del Espíritu Santo; o divinísimo templo o tesoro de inmortalidad, o la única y sola hija no de la muerte, sino de la vida, germen no de la ira, sino de la gracia, que, por singular providencia de Dios, floreció siempre vigoroso de una raíz corrompida y dañada, fuera de las leyes comúnmente establecidas. Mas, como si éstas cosas, aunque muy gloriosas, no fuesen suficientes, declararon, con propias y precisas expresiones, que, al tratar de pecados, no se había de hacer la más mínima mención de la santa Virgen María, a la cual se concedió más gracia para triunfar totalmente del pecado; profesaron además que la gloriosísima Virgen fue reparadora de los padres, vivificadora de los descendientes, elegida desde la eternidad, preparada para sí por el Altísimo, vaticinada por Dios cuando dijo a la serpiente: Pondré enemistades entre ti y la mujer, que ciertamente trituró la venenosa cabeza de la misma serpiente, y por eso afirmaron que la misma santísima Virgen fue por gracia limpia de toda mancha de pecado y libre de toda mácula de cuerpo, alma y entendimiento, y que siempre estuvo con Dios, y unida con Él con eterna alianza, y que nunca estuvo en las tinieblas, sino en la luz, y, de consiguiente, que fue aptísima morada para Cristo, no por disposición corporal, sino por la gracia original.

A éstos hay que añadir los gloriosísimos dichos con los que, hablando de la concepción de la Virgen, atestiguaron que la naturaleza cedió su puesto a la gracia, paróse trémula y no osó avanzar; pues la Virgen Madre de Dios no había de ser concebida de Ana antes que la gracia diese su fruto: porque convenía, a la verdad, que fuese concebida la primogénita de la que había de ser concebido el primogénito de toda criatura.

15. ¡Inmaculada!

Atestiguaron que la carne de la Virgen tomada de Adán no recibió las manchas de Adán, y, de consiguiente, que la Virgen Santísima es el tabernáculo creado por el mismo Dios, formado por el Espíritu Santo, y que es verdaderamente de púrpura, que el nuevo Beseleel elaboró con variadas labores de oro, y que Ella es, y con razón se la celebra, como la primera y exclusiva obra de Dios, y como la que salió ilesa de los igníferos dardos del maligno, y como la que hermosa por naturaleza y totalmente inocente, apareció al mundo como aurora brillantísima en su Concepción Inmaculada. Pues no caía bien que aquel objeto de elección fuese atacado, de la universal miseria, pues, diferenciándose inmensamente de los demás, participó de la naturaleza, no de la culpa; más aún, muy mucho convenía que como el unigénito tuvo Padre en el cielo, a quien los serafines ensalzan por Santísimo, tuviese también en la tierra Madre que no hubiera jamás sufrido mengua en el brillo de su santidad.

Y por cierto, esta doctrina había penetrado en las mentes y corazones de los antepasados de tal manera, que prevaleció entre ellos la singular y maravillosísima manera de hablar con la que frecuentísimamente se dirigieron a la Madre de Dios llamándola inmaculada, y bajo todos los conceptos inmaculada, inocente e inocentísima, sin mancha y bajo todos los aspectos, inmaculada, santa y muy ajena a toda mancha, toda pura, toda sin mancha, y como el ideal de pureza e inocencia, más hermosa que la hermosura, mas ataviada que el mismo ornato, mas santa que la santidad, y sola santa, y purísima en el alma y en el cuerpo, que superó toda integridad y virginidad, y sola convertida totalmente en domicilio de todas las gracias del Espíritu Santo, y que, la excepción de sólo Dios, resultó superior a todos, y por naturaleza más hermosa y vistosa y santa que los mismos querubines y serafines y que toda la muchedumbre de los ángeles, y cuya perfección no pueden, en modo alguno, glorificar dignamente ni las lenguas de los ángeles ni las de los hombres. Y nadie desconoce que este modo de hablar fue trasplantado como espontáneamente, a la santísima liturgia y a los oficios eclesiásticos, y que nos encontramos a cada paso con él y que lo llena todo, pues en ellos se invoca y proclama a la Madre de Dios como única paloma de intachable hermosura, como rosa siempre fresca, y en todos los aspectos purísima, y siempre inmaculada y siempre santa, y es celebrada como la inocencia, que nunca sufrió menoscabo, y, como segunda Eva, que dio a luz al Emmanuel.


16. Universal consentimiento y peticiones de la definición dogmática.

No es, pues, de maravillar que los pastores de la misma Iglesia y los pueblos fieles se hayan gloriado de profesar con tanta piedad, religión y amor la doctrina de la Concepción Inmaculada de la Virgen Madre de Dios, según el juicio de los Padres, contenida en las divinas Escrituras, confiada a la posteridad con testimonios gravísimos de los mismos, puesta de relieve y cantada por tan gloriosos monumentos de la veneranda antigüedad, y expuesta y defendida por el sentir soberano y respetabilísima autoridad de la Iglesia, de tal modo que a los mismos no les era cosa más dulce, nada más querido, que agasajar, venerar, invocar y hablar en todas partes con encendidísimo afecto a la Virgen Madre de Dios, concebida sin mancha original. Por lo cual, ya desde los remotos tiempos, los prelados, los eclesiásticos, las Ordenes religiosas, y aun los mismos emperadores y reyes, suplicaron ahincadamente a esta Sede Apostólica que fuese definida como dogma de fe católica la Inmaculada Concepción de la santísima Madre de Dios. Y estas peticiones se repitieron también en estos nuestros tiempos, y fueron muy principalmente presentadas a Gregorio XVI, nuestro predecesor, de grato recuerdo, y a Nos mismo, ya por los obispos, ya por el clero secular, ya por las familias religiosas, y por los príncipes soberanos y por los fieles pueblos. Nos, pues, teniendo perfecto conocimiento de todas estas cosas, con singular gozo de nuestra alma y pesándolas seriamente, tan pronto como, por un misterioso plan de la divina Providencia, fuimos elevados, aunque sin merecerlo, a esta sublime Cátedra de Pedro para hacernos cargo del gobierno de la universal Iglesia, no tuvimos, ciertamente, tanto en el, corazón, conforme a nuestra grandísima veneración, piedad y amor para con la santísima Madre de Dios, la Virgen María, ya desde la tierna infancia sentidos, como llevar al cabo todas aquellas cosas que todavía deseaba la Iglesia, conviene a saber: dar mayor incremento al honor de la santísima Virgen y poner en mejor luz sus prerrogativas.


17. Labor preparatoria.

Mas queriendo extremar la prudencia, formamos una congregación, de NN. VV. HH. de los cardenales de la S.R.I., distinguidos por su piedad, don de consejo y ciencia de las cosas divinas, y escogimos a teólogos eximios, tanto el clero secular como regular, para que considerasen escrupulosamente todo lo referente a la Inmaculada Concepción de la Virgen y nos expusiesen su propio parecer. Mas aunque, a juzgar por las peticiones recibidas, nos era plenamente conocido el sentir decisivo de muchísimos prelados acerca de la definición de la Concepción Inmaculada de la Virgen, sin embargo, escribimos el 2 de febrero de 1849 en Cayeta una carta encíclica, a todos los venerables hermanos del orbe católico, los obispos, con el fin de que, después de orar a Dios, nos manifestasen también a Nos por escrito cuál era la piedad y devoción de sus fieles para con la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, y qué sentían mayormente los obispos mismos acerca de la definición o qué deseaban para poder dar nuestro soberano fallo de la manera más solemne posible.

No fue para Nos consuelo exiguo la llegada de las respuestas de los venerables hermanos. Pues los mismos, respondiéndonos con una increíble complacencia, alegría y fervor, no sólo reafirmaron la piedad y sentir propio y de su clero y pueblo respecto de la Inmaculada Concepción de la santísima Virgen, sino también todos a una ardientemente nos pidieron que definiésemos la Inmaculada Concepción de la Virgen con nuestro supremo y autoritativo fallo. Y, entre tanto, no nos sentimos ciertamente inundados de menor gozo cuando nuestros venerables hermanos los cardenales de la S.R.I., que formaban la mencionada congregación especial, y los teólogos dichos elegidos por Nos, después de un diligente examen de la cuestión, nos pidieron con igual entusiasta fervor la definición de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios.

Después de estas cosas, siguiendo las gloriosas huellas de nuestros predecesores, y deseando proceder con omnímoda rectitud, convocamos y celebramos consistorio, en el cual dirigimos la palabra a nuestros venerables hermanos los cardenales de la santa romana Iglesia, y con sumo consuelo de nuestra alma les oímos pedirnos que tuviésemos a bien definir el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen Madre de Dios.

Así, pues, extraordinariamente confiados en el Señor de que ha llegado el tiempo oportuno de definir la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios la Virgen María, que maravillosamente esclarecen y declaran las divinas Escrituras, la venerable tradición, el perpetuó sentir de la Iglesia, el ansia unánime y singular de los católicos prelados y fieles, los famosos hechos y constituciones de nuestros predecesores; consideradas todas las cosas con suma diligencia, y dirigidas a Dios constantes y fervorosas oraciones, hemos juzgado que Nos, no debíamos, ya titubear en sancionar o definir con nuestro fallo soberano la Inmaculada Concepción de la Virgen, y de este modo complacer a los piadosísimos deseos del orbe católico, y a nuestra piedad con la misma santísima Virgen, y juntamente glorificar y más y más en ella a su unigénito Hijo nuestro Señor Jesucristo, pues redunda en el Hijo el honor y alabanza dirigidos a la Madre.


18. Definición.

Por lo cual, después de ofrecer sin interrupción a Dios Padre, por medio de su Hijo, con humildad y penitencia, nuestras privadas oraciones y las públicas de la Iglesia, para que se dignase dirigir y afianzar nuestra mente con la virtud del Espíritu Santo, implorando el auxilio de toda corte celestial, e invocando con gemidos el Espíritu paráclito, e inspirándonoslo él mismo, para honra de la santa e individua Trinidad, para gloria y prez de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la cristiana religión, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, con la de los santos apóstoles Pedro y Pablo, y con la nuestra:

Declaramos, afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y de consiguiente, qué debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género humano.

Por lo cual, si algunos presumieren sentir en su corazón contra los que Nos hemos definido, que Dios no lo permita, tengan entendido y sepan además que se condenan por su propia sentencia, que han naufragado en la fe, y que se han separado de la unidad de la Iglesia, y que además, si osaren manifestar de palabra o por escrito o de otra cualquiera manera externa lo que sintieren en su corazón, por lo mismo quedan sujetos a las penas establecidas por el derecho.


19. Sentimientos de esperanza y exhortación final.

Nuestra boca está llena de gozo y nuestra lengua de júbilo, y damos humildísimas y grandísimas gracias a nuestro Señor Jesucristo, y siempre se las daremos, por habernos concedido aun sin merecerlo, el singular beneficio de ofrendar y decretar este honor, esta gloria y alabanza a su santísima Madre. Mas sentimos firmísima esperanza y confianza absoluta de que la misma santísima Virgen, que toda hermosa e inmaculada trituró la venenosa cabeza de la cruelísima serpiente, y trajo la salud al mundo, y que gloria de los profetas y apóstoles, y honra de los mártires, y alegría y corona de todos los santos, y que refugio segurísimo de todos los que peligran, y fidelísima auxiliadora y poderosísima mediadora y conciliadora de todo el orbe de la tierra ante su unigénito Hijo, y gloriosísima gloria y ornato de la Iglesia santo, y firmísimo baluarte destruyó siempre todas las herejías, y libró siempre de las mayores calamidades de todas clases a los pueblos fieles y naciones, y a Nos mismo nos sacó de tantos amenazadores peligros; hará con su valiosísimo patrocinio que la santa Madre católica Iglesia, removidas todas las dificultades, y vencidos todos los errores, en todos los pueblos, en todas partes, tenga vida cada vez más floreciente y vigorosa y reine de mar a mar y del río hasta los términos de la tierra, y disfrute de toda paz, tranquilidad y libertad, para que consigan los reos el perdón, los enfermos el remedio, los pusilánimes la fuerza, los afligidos el consuelo, los que peligran la ayuda oportuna, y despejada la oscuridad de la mente, vuelvan al camino de la verdad y de la justicia los desviados y se forme un solo redil y un solo pastor.

Escuchen estas nuestras palabras todos nuestros queridísimos hijos de la católica Iglesia, y continúen, con fervor cada vez más encendido de piedad, religión y amor, venerando, invocando, orando a la santísima Madre de Dios, la Virgen María, concebida sin mancha de pecado original, y acudan con toda confianza a esta dulcísima Madre de misericordia y gracia en todos los peligros, angustias, necesidades, y en todas las situaciones oscuras y tremendas de la vida. Pues nada se ha de temer, de nada hay que desesperar, si ella nos guía, patrocina, favorece, protege, pues tiene para con nosotros un corazón maternal, y ocupada en los negocios de nuestra salvación, se preocupa de todo el linaje humano, constituida por el Señor Reina del cielo y de la tierra y colocada por encima de todos los coros de los ángeles y coros de los santos, situada a la derecha de su unigénito Hijo nuestro Señor Jesucristo, alcanza con sus valiosísimos ruegos maternales y encuentra lo que busca, y no puede, quedar decepcionada.

Finalmente, para que llegue al conocimiento de la universal Iglesia esta nuestra definición de la Inmaculada Concepción de la santísima Virgen María, queremos que, como perpetuo recuerdo, queden estas nuestras letra apostólicas; y mandamos que a sus copias o ejemplares aún impresos, firmados por algún notario público y resguardados por el sello de alguna persona eclesiástica constituida en dignidad, den todos, exactamente el mismo crédito que darían a éstas, si les fuesen presentadas y mostradas.

A nadie, pues, le sea permitido quebrantar esta, página de nuestra declaración, manifestación, y definición, y oponerse a ella y hacer la guerra con osadía temeraria. Mas si alguien presumiese intentar hacerlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios y de los santos apóstoles Pedro y Pablo.


Dado el 8 de diciembre de 1854. Pío IX.

7 de diciembre


SANTORAL

“La historia cristiana no se limita a señalar en los hechos milagrosos otros tantos indicios de la vocación sobrenatural de la humanidad; también le da importancia a estudiar y señalar las manifestaciones más o menos frecuentes, más o menos raras, de la santidad en los siglos. Dios, en sus consejos de justicia o de misericordia, da o sustrae los santos en las diversas épocas, de suerte que, si es dado hablar así, es preciso consultar el termómetro de la santidad si uno quiere darse cuenta de la condición más o menos normal de un período de tiempo o de una sociedad. Los santos no sólo están destinados a figurar en el calendario; ellos tienen una actuación a veces oculta, cuando se limita a la intercesión y a la expiación, pero a menudo también, patente y eficaz largo tiempo después de ellos”.

(El Sentido Cristiano de la Historia, Dom Prosper Guéranger)


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SAN AMBROSIO

(340-397)


El santo nació en Tréveris, probablemente el año 340. Su padre, que se llamaba también Ambrosio, era entonces prefecto de la Galia.

El prefecto murió cuando su hijo era todavía joven, y su esposa volvió con la familia a Roma. Ella dio a sus hijos una educación esmerada, y puede decirse que el futuro santo debió mucho a su madre y a su hermana Santa Marcelina.

El joven aprendió el griego, llegó a ser buen poeta y orador y se dedicó a la abogacía, la cual ejerció con gran éxito.

Más tarde, el emperador Valentiniano nombró al joven abogado gobernador con residencia en Milán.

El oficio que se había confiado a Ambrosio era del rango consular y constituía uno de los puestos de mayor importancia y responsabilidad en el Imperio de occidente.

Entretanto, el obispo de Milán había fallecido. El pueblo fue convocado para elegir al sucesor. San Ambrosio acudió a la iglesia en la que iba a llevarse a cabo la elección, y exhortó al pueblo a proceder a ella pacíficamente y sin tumulto.

Mientras el santo hablaba, alguien gritó: “¡Ambrosio obispo!” Todos los presentes repitieron unánimemente ese grito, eligiéndose al santo para el cargo.

Ambrosio quedó desconcertado, tanto más cuanto que, aunque era cristiano, no estaba todavía bautizado; pero no tuvo más remedio que aceptar.

Así pues, recibió el bautismo y, una semana más tarde, el 7 de diciembre de 374, se le confirió la consagración episcopal. Tenía entonces unos treinta y cinco años.

Consciente de que ya no pertenecía al mundo, el santo decidió romper todos los lazos que le unían a él. En efecto, repartió entre los pobres sus bienes muebles y cedió a la Iglesia todas sus tierras y posesiones.

Por otra parte, confió a su hermano San Sátiro la administración temporal de su diócesis para poder consagrarse exclusivamente al ministerio espiritual.

San Ambrosio, que se creía muy ignorante en las cuestiones teológicas, se entregó al estudio de la Sagrada Escritura y de las obras de los autores eclesiásticos.

El santo vivía con gran sencillez y trabajaba infatigablemente. Todos los días celebraba la misa por su pueblo y vivía consagrado enteramente al servicio de su grey; todos los fieles podían hablar con él siempre que lo deseaban, y lo amaban y admiraban enormemente. San Agustín, a quien convirtió y bautizó, fue a verlo varias veces.

En tanto que el Imperio Romano comenzaba a decaer en el occidente, San Ambrosio daba nueva vida a su idioma y enriquecía a la iglesia con sus escritos. Una de las últimas obras que escribió fue el tratado sobre “La bondad de la muerte”.

En su última enfermedad, San Ambrosio tuvo que guardar cama. Cuando la noticia se hizo pública, se le pidió que rogara a Dios que le alargase la vida. El santo repuso: “He vivido de suerte que no me avergonzaría de vivir más tiempo. Pero tampoco tengo miedo de morir, pues mi Amo es bueno”.

El día de su muerte, Ambrosio estuvo varias horas acostado con los brazos en cruz, orando constantemente. Era el Viernes Santo, 4 de abril de 397.

El santo tenía aproximadamente cincuenta y siete años. Fue sepultado el día de Pascua. Sus reliquias reposan bajo el altar mayor de su basílica en Milán, adonde fueron trasladadas en el año 835.

Su fiesta se celebra el día del aniversario de su consagración episcopal, el 7 de diciembre.

Es uno de los cuatro Doctores de la Iglesia de Occidente.

Es el patrono de los abogados por la brillantez con la cual en su juventud desarrolló su profesión como tal.

Asimismo, cuenta la leyenda que un día, cuando aún no sabía hablar, estando en el jardín de la residencia de su padre en Tréveris, acudió un enjambre de abejas a revolotear por su rostro, y que varias de ellas se deslizaron, sin picarle, en el interior de su boca. Por ello también se lo tiene como patrono de los apicultores.


De los Comentarios de San Ambrosio
sobre los Salmos: 1, 9-12:


¿Qué cosa hay más agradable que los Salmos? Como dice bellamente el mismo salmista: Alabad al Señor, que los salmos son buenos; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa.
Y con razón: los salmos, en efecto, son la bendición del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio de los fieles, el aplauso de todos, el lenguaje universal, la voz de la Iglesia, la profesión armoniosa de nuestra fe, la expresión de nuestra entrega total, el gozo de nuestra libertad, el clamor de nuestra alegría desbordante.
Ellos calman nuestra ira, rechazan nuestras preocupaciones, nos consuelan en nuestras tristezas.
De noche son un arma, de día una enseñanza; en el peligro son nuestra defensa, en las festividades nuestra alegría; ellos expresan la tranquilidad de nuestro espíritu, son prenda de paz y de concordia, son como la cítara que aúna en un solo canto las voces más diversas y dispares.
Con los salmos celebramos el nacimiento del día, y con los salmos cantamos a su ocaso.
En los salmos rivalizan la belleza y la doctrina; son a la vez un canto que deleita y un texto que instruye. Cualquier sentimiento encuentra su eco en el libro de los salmos.
Leo en ellos: Cántico para el amado, y me inflamo en santos deseos de amor; en ellos voy meditando el don de la revelación, el anuncio profético de la resurrección, los bienes prometidos; en ellos aprendo a evitar el pecado y a sentir arrepentimiento y vergüenza de los delitos cometidos.
¿Qué otra cosa es el Salterio sino el instrumento espiritual con que el hombre inspirado hace resonar en la tierra la dulzura de las melodías celestiales, como quien pulsa la lira del Espíritu Santo?
Unido a este Espíritu, el salmista hace subir a lo alto, de diversas maneras, el canto de la alabanza divina, con liras e instrumentos de cuerda, esto es, con los despojos muertos de otras diversas voces; porque nos enseña que primero debemos morir al pecado y luego, no antes, poner de manifiesto en este cuerpo las obras de las diversas virtudes, con las cuales pueda llegar hasta el Señor el obsequio de nuestra devoción.
Nos enseña, pues, el salmista que nuestro canto, nuestra salmodia, debe ser interior, como lo hacía Pablo, que dice: Quiero rezar llevado del Espíritu, pero rezar también con la inteligencia; quiero cantar llevado del Espíritu, pero cantar también con la inteligencia; con estas palabras nos advierte que debemos orientar nuestra vida y nuestros actos a las cosas de arriba, para que así el deleite de lo agradable no excite las pasiones corporales, las cuales no liberan nuestra alma, sino que la aprisionan más aún; el salmista nos recuerda que en la salmodia encuentra el alma su redención: Tocaré para ti la citara, Santo de Israel; te aclamarán mis labios, Señor, mi alma, que tú redimiste.