domingo, 14 de marzo de 2010

12 de marzo


SAN GREGORIO MAGNO


Tomado de Fisonomías de Santos, por Ernest Hello


Era el siglo VI, en tiempos de Justiniano I y Focas. No intento esbozar un cuadro de aquella época, y sí tan sólo dar un concepto del carácter de San Gregorio Magno.

Entre las terribles agitaciones de un siglo furioso, se encontró un hombre que puso la felicidad de su vida en la meditación y en la interpretación de la Sagrada Escritura. La paz, esta fuente viva de donde brota la contemplación, fue el don de aquella alma rodeada de tantas agitaciones.

Primero, cuando monje, se absorbió en la reflexión y en la plegaria. Durante la peste que desoló a Roma, ordenó por tres días una procesión general en la que se mostraron por primera vez los abades de todas las comunidades con sus frailes, las abadesas con sus monjas. En tal solemnidad era llevada la imagen de la Santísima Virgen, y se cuenta que a su paso el aire corrompido se apartaba abriendo camino, y que en la cúspide del mausoleo del Emperador Adriano San Gregorio vio un ángel envainando su espada. La imagen de este ángel de pie sobre el monumento dio a éste el sobrenombre que todavía lleva: es el castillo del Santo Ángel.

Entretanto, Gregorio se vio amenazado con el cargo de Soberano Pontífice. Para escapar el peligro huyó disfrazado; pero esta fuga resultó inútil, pues fue sacado de la caverna en que se ocultara, conducido a Roma a pesar de su resistencia, y coronado el día 3 de septiembre de 590.

A las misivas de felicitación que de todas partes le llegaban contestaba con lágrimas y suspiros. Escribía a la hermana del Emperador: “He perdido todos los encantos de la calma. Exteriormente parezco haberme elevado; interiormente he caído. Y estoy tan agobiado por el dolor que apenas puedo hablar. ¡De cuán tranquila región he sido precipitado, y a cuál abismo de dificultades!"

Escribía a su amigo Andrés: “Si me amáis, llorad, porque hay aquí tantas atenciones temporales que, con tal dignidad, me encuentro casi apartado del amor de Dios”.

Decía a Pedro, el diácono: “Mi apuro es siempre viejo por su duración, y siempre nuevo por su crecimiento. Mi pobre alma se acuerda de lo que fue un día en el monasterio, cuando se cernía sobre lo que pasa y lo que se muda, al librarse de la cárcel corporal por la contemplación. Ahora soporto los mil negocios de los hombres del siglo; me veo maculado por este polvo, y cuando quiero volver a encontrar mi retiro interior, vuelvo a él disminuído”.

Efectivamente, ¡qué labor la suya! ¡qué peso sobre sus espaldas! En África, el donatismo; en España el arrianismo; en Inglaterra, la idolatría; en la Galia, Brunequilda y Fredegunda; en Italia, los lombardos; en Oriente, la arrogancia de los patriarcas de Constantinopla.

A todos se extendió la solicitud de San Gregorio; porque era extensa y profunda como el mar; iba de un extremo del mundo al otro, atendiendo a todos los males. Los pobres del mundo entero fueron el objeto directo de sus continuos cuidados. Los sentaba a su mesa: San Gregorio Magno comía rodeado de mendigos.

Un día que iba a buscar por sí mismo algo para que uno de ellos se lavara, mientras preparaba el barreño el pobre desapareció; pero a la noche siguiente Jesucristo apareció a su Vicario y le dijo: “Ordinariamente me recibes en la persona de los que son miembros míos, pero ayer me recibiste a Mí mismo”.

San Gregorio Magno fue el primero que firmó sus escritos con aquella fórmula sublime: “Siervo de los siervos de Dios”.

Cuando era monje, su madre le enviaba todos los días para comer algunas legumbres en una escudilla de plata. Una vez llegó un pobre mercader que dijo haber naufragado perdiendo cuanto tenía, y le pidió socorro. San Gregorio le da seis piezas de plata; vuelve el mercader a pedir y Gregorio le da seis piezas más. Finalmente después de muchos dones, y como el pobre volviera siempre, Gregorio le da la escudilla, último resto de su antigua vajilla de plata.

Habían pasado muchos años; San Gregorio era Papa. Un día dijo a su intendente: Invitad para hoy doce pobres a mi mesa.
Cuando entró en el comedor vió trece pobres en vez de doce, y preguntó a su intendente: ¿Por qué hay trece pobres? No hay más que doce, Santísimo Padre.
San Gregorio veía trece; pero uno de ellos mudó el rostro durante la comida.
Decidme vuestro nombre, os lo suplico, le dijo Gregorio.
¿Por qué me preguntáis mi nombre que es admirable?, contestó el pobre; yo soy el mercader a quien disteis la escudilla de vuestra madre. Por esta escudilla de plata que me disteis, Dios os dió el trono y la cátedra de San Pedro. Yo soy el ángel que Dios os envió para probar vuestra misericordia.

En medio de estos numerosos trabajos y de tales prodigios de actividad, San Gregorio seguía alimentando en sí la contemplación por medio de la Sagrada Escritura. Y con esto llegó a lo que es particularidad suya íntima y especial: la interpretación simbólica de los Libros Santos. Sin olvidar, por supuesto, la realidad del sentido histórico, San Gregorio profundiza el sentido simbólico con una penetración y una audacia verdaderamente extraordinarias.

Voy a citar, traduciéndolos, algunos pasajes de su interpretación de Job y Ezequiel:

“¿Eres tú, por ventura, el que alzas a tu hora la estrella de la mañana y haces venir la noche sobre los hijos de la tierra?”
“¿Eres tú aquel para quién están abiertas las puertas de la muerte?”
“¿Eres tú el que ha visto las entradas tenebrosas?”
“¿Eres tú quien ha dado órdenes al primer rayo de luz del día, y quien ha dicho a la aurora: «éste es tu lugar»?”
“¿Quién puede todas estas cosas, sino el Señor?”

“Y sin embargo, la pregunta se dirige al hombre para que su impotencia le sea más evidente. Aquel que se ha hecho grande por la inmensidad de sus virtudes y ya no ve hombre alguno por encima de su cabeza, para que evite el orgullo, es menester que se vea comparado con Dios y se sienta anonadado por tal comparación. Y ¡cuán poderosa exaltación no es esta humillación que viene de tan alto!, ¡qué gloria para un hombre tal el no sentirse pequeño sino cuando Dios le provoca a compararse con Él mismo!, ¡cómo aplasta a los demás hombres con el peso de su grandeza aquel a quien Dios dice: «he aquí mis pruebas: eres menos grande que yo!, ¡a qué grado de potencia se ha de haber llegado para ser convicto de impotencia por medio de aquella sublime interrogación!»”

San Gregorio habla de justicia y de misericordia, y de pronto se interrumpe con estas palabras que sólo aparentemente son una digresión:

“He aquí, que, mientras hablo, José llama a la puerta de mi espíritu. Viene a prestar testimonio a mis palabras. Cuando él contó inocentemente a sus hermanos la visión de su futura grandeza, excitó en ellos la envidia. Vendido por sus propios hermanos a los Ismaelitas y conducido a Egipto, fue elevado al gobierno por un efecto maravilloso del poder divino. Sus hermanos, empujados a Egipto por el hambre, se prosternan delante de él, y hubieron de prosternarse por haberle vendido”.

Las misteriosas palabras de la Escritura ábrense misteriosamente al espíritu de San Gregorio. Elifaz dice a Job: “Tú sabrás que tu tabernáculo tiene la paz; y visitando tu imagen, no pecarás”. El tabernáculo es el cuerpo: pero, añade San Gregorio, no hay castidad sin dulzura. La imagen de un hombre es otro hombre. Nuestro prójimo es nuestra imagen, porque nos muestra lo que somos. La vista corporal se hace con los pies, la espiritual con el corazón. El hombre visita su imagen cuando, llevado en alas de la ternura, se considera dentro de otro, y de las reflexiones que hace sobre sí mismo saca fuerzas para socorrer al débil. La verdad se ha dicho por boca de Moisés que la tierra ha producido una hierba y que cada hierba se reproduce tal como ella es; y que cada árbol lleva su fruto. El árbol produce, en realidad, una simiente semejante al árbol mismo cuando nuestro pensamiento trasporta a otro pensamiento la consideración que ha sacado de sí mismo y produce la simiente de un beneficio: “Haced a los demás lo que quisierais que ellos hicieran a vosotros mismos”.

Véase otro pasaje:

“Job dice: ¡qué el Señor cumpla mi deseo!” Fijaos en esta palabra, mi deseo. La oración verdadera no está en lo que suena en la voz, sino en el pensamiento del corazón. Para los misteriosos oídos de Dios la fuerza de nuestros clamores no está en las palabras, sino en los deseos. Si con la boca pedimos la vida eterna sin desearla en el fondo de nuestro corazón, nuestro grito es silencio. Si, sin hablar, en el fondo del corazón la deseamos, nuestro silencio es un grito.

Escuchemos también lo que dice San Gregorio sobre las palabras de Dios a los amigos de Job: “No habéis hablado bien ante mí como Job, mi servidor”.

“¡Oh Señor! cuánta distancia de nuestras obscuridades a vuestra luz. Juzgáis a Job vencedor y bienaventurado, y nosotros creímos que blasfemaba. Juzgabais culpables a sus amigos, y nosotros creímos que abogaban por vuestra causa. ¿Cómo pareció antes que Dios reprobaba a Job, y ahora lo glorifica? Ahora parece repetir lo que dijo a Satanás: «¿Has visto a Job, mi servidor? No tengo otro como él en la tierra». ¿Qué significa esto? Dios elogia a Job ante Satanás; Dios elogia a Job ante los amigos de éste. Dios reprende a Job cuando habla a Job mismo. Porque el que es excelente comparado con los demás, no es sin tacha a los ojos de Dios”.

San Gregorio insiste en los nombres de los amigos de Job, sacando de ellos luminosas deducciones. Elifaz significa “menosprecio de Dios”. Defiende a Dios, pero lo menosprecia, porque, dice San Gregorio, le defiende con orgullo. Baldad significa “vejez sola”, porque, dice San Gregorio, aquel viejo habla solo con su boca. Sofar significa “destrucción del espejo”, porque, dice San Gregorio, Sofar es hostil a la contemplación de Job.

Para San Gregorio todas las palabras tienen un sentido profundo.

“Había en la tierra de Hus un hombre sencillo y justo, llamado Job”. La tierra de Hus representa la gentilidad; y el mérito de Job se muestra más de relieve a los ojos de San Gregorio por esta circunstancia, por estar Job rodeado de paganos. “Sencillo y justo”. Hay quienes son sencillos y no son justos. En éstos no puede apreciarse la inocencia de la simplicidad, porque no se elevan al poder de la justicia.

En la Sagrada Escritura, San Gregorio lo encuentra todo: es para él la torre que tiene colgados mil escudos. De ella saca sus elevadas ideas sobre la caridad; recomienda al hombre que se ame a sí propio, y que tenga piedad de su alma, y que ame al prójimo como a sí mismo. Y así como debe indignarse de sus propias faltas, también debe indignarse de las del prójimo; pues si no se indigna contra el hermano culpable, es que no lo ama.

De modo que aquella cólera del Amor, tan celebrada por de Maistre, es reclamada ya por San Gregorio. Del mismo modo, añade, podemos, sin faltar, alegrarnos de la ruina de nuestro enemigo, y afligirnos por su triunfo; si su caída produce un bien, debemos alegrarnos; si su triunfo es el triunfo de la injusticia, debemos deplorarlo; pues en estos casos, nuestra alegría o nuestra tristeza no van directamente a él, sino que se despliegan a su alrededor. Pero hay que examinar cuidadosamente cuál es entonces el punto de partida de nuestro sentimiento.

Es difícil llevar más allá que San Gregorio el espíritu de simbolismo. Cada persona, cada cosa nombrada en la Sagrada Escritura se le representa con una significación espiritual que se adapta singularmente e ingeniosamente a la naturaleza humana y a la historia, al individuo, a la sociedad, al pueblo judío o a la gentilidad.

Muy a menudo, hasta los crímenes más enormes que la Escritura refiere, toman a sus ojos un color sorprendente e inesperado. Ve en ellos una imagen indirecta de las cosas divinas.

San Gregorio tiene tal audacia en sus conceptos, en sus interpretaciones, en sus contemplaciones, que hoy apenas podemos atrevernos a traducir todo lo que él se atrevió a decir; es de temer el asombro del lector, porque la timidez es una de las plagas de las épocas corrompidas.

La extremada libertad de lenguaje de San Gregorio es debida a la inocencia de su pensamiento. Su osadía proviene de su pureza. Para los puros todo es puro, y su mirada penetra los abismos para ver en ellos la imagen invertida de las cosas que están en las alturas de las montañas; mientras que en las inteligencias miserables y rebajadas la suspicacia reina como soberana.

San Gregorio, sencillo y grande, tiene confianza en su sencillez y en la amplitud de ideas de los que lo leen o lo escuchan. No sólo se atreve a decirlo todo, hasta en un sermón, sino que inunda a sus oyentes con las luces que cree les son debidas.

Él es quién explica magníficamente la magnífica correspondencia entre el pueblo cristiano y el orador cristiano, y la explica después de haberse penetrado de los significados nuevos y profundos que encuentra en Ezequiel.

Muy a menudo, dice, al encontrarme solo, leo la Sagrada Escritura, y no la entiendo; pero vengo aquí, en medio de vosotros, hermanos míos, y de repente comprendo. Esta súbita comprensión me hace desear otra; y quisiera saber quiénes son aquellos por cuyos méritos me llega aquella súbita inteligencia, pues ella me es dada por aquellos en cuya presencia me es dada. Así, por gracia de Dios, mientras la inteligencia crece en mí, el orgullo disminuye, ya que entre vosotros es donde aprendo lo que os enseño. Os lo confesaré, hijos míos: la mayor parte de las veces oigo en mis oídos lo que os digo, en el mismo momento en que os lo digo; no hago más que repetir.
Cuando no entiendo a Ezequiel, me reconozco a mí mismo, entonces soy yo el ciego; y cuando lo entiendo, es por el don de Dios que me viene por medio de vosotros. A veces también entiendo la Escritura en mi retiro; pero es cuando lloro mis faltas y sólo las lágrimas me placen. Entonces me siento arrebatado en alas de la contemplación. Así pues, ya solo, ya rodeado de sus oyentes que él considera como inspiradores, escruta la Escritura con una audacia de la que se asustarían nuestros hábitos miserables. Cito solamente las cosas sencillas, que por sí solas se explican, porque pienso en los que han de leerme, y suprimo lo que pudiera extrañarles.

Las palabras de Dios a Job resuenan en los oídos de San Gregorio como extendiéndose a todos los mundos: al físico, al intelectual y al moral. “¿En dónde estabas, dice el Señor, cuando puse en la tierra sus cimientos?”. Para San Gregorio, los cimientos de la tierra significan, entre otras cosas, el temor de Dios. Y entonces Dios habla al hombre en estos o parecidos términos: “Mientras no pensabas en mí, puse mi temor en el fondo de tu alma, y con él puse el fundamento de la futura iglesia, de su santidad, y de tu salvación. Pero, ¿dónde estabas tú entonces? No pensabas en mí. No te atribuyas, pues, el mérito de mi gracia, porque yo fuí quien te avisó”.

¿Has penetrado en las profundidades de la vida? La vida es el corazón humano, y Dios entra en sus profundidades cuando le revela su miseria, y le pone por delante su confusión. Penetra en lo profundo del abismo cuando convierte a los desesperados.
¿Has pasado por los abismos más profundos? El abismo somos nosotros mismos, nuestro corazón no puede comprenderse a sí propio y que es para sí mismo una noche profundísima. Cuando, tras grandes crímenes, un hombre se arrepiente, es que entonces Dios pasa por los abismos más profundos, y amansa las olas invisibles que agitaban el profundo océano del corazón.

El profeta vio este paso cuando dijo: “Los caminos de Dios me han aparecido, los caminos de mi Dios y de mi Rey”. Aquel que calma los movimientos desordenados de su alma por el pensamiento de los juicios de Dios, contempla el paso del Señor en su fondo.
¿Conoces el camino del trueno que ruge? Muchas veces, dice San Gregorio, el trueno significa a Dios encarnado, que sale, para hacerse oir de nosotros, del fondo de las profecías, como el trueno del choque de las nubes. Por esto los santos Apóstoles, hijos de su gracia, han sido llamados hijos del trueno. “El predicador, que también es trueno, puede hacer resonar sus palabras en vuestro oídos, pero no puede abrir vuestros corazones; y si Dios Todopoderoso no le abre la entrada de ellos, sus palabras resuenan en vano. Por esto el Señor, que abre al rayo su camino, hiere vuestras almas con su terror durante nuestro discurso. San Pablo lo sabía muy bien, conocía su impotencia; y pedía a sus discípulos que oraran para que el Señor le abriera la puerta del Verbo y él pudiera comunicar el misterio de Cristo”.

Sería menester citarlo todo. A cada palabra San Gregorio descubre una multitud inmensa de sentidos simbólicos y morales que surgen por todos lados. “¿De dónde vienes?”, dice Dios a Satanás al empezar el libro de Job. Dios pregunta como si no supiera, porque para Dios, ignorar es maldecir. “No os conozco”, en boca de Dios, es una forma de maldición.

Este hombre, inmenso por su pensamiento, se ocupaba en cada uno de los demás hombres como en sí mismo, y sufría con todos los sufrimientos del género humano. “Sabed, escribía a un Obispo, que no os basta ser un hombre de retiro, de estudio, de oración, si no tenéis las manos abiertas para subvenir a las necesidades de los pobres. Un Obispo debe considerar la pobreza de los demás como suya; y si no lo hacéis así, no podéis llevar bien el nombre de Obispo”.

Una vez, sabiendo que un pobre había muerto en un pueblo lejano, sin que se hubiera podido averiguar exactamente cómo había muerto, temiendo que fuera por falta de alimento y de cuidados, le entró a San Gregorio un dolor tan grande que quiso imponerse a sí mismo una penitencia correspondiente a la falta de que se creía culpable; y se condenó a pasar muchos días sin celebrar Misa.