martes, 2 de febrero de 2010

2 de febrero


EL ANCIANO SIMEÓN
Y LA PROFETISA ANA


(Tomado de “Fisonomía de Santos“, de Ernest Hello)



La Sagrada Escritura dice las cosas brevemente. Cuando quiere confiar un nombre a la admiración de los siglos, suele simplemente decir que el hombre que lo llevaba era justo y vivía en el temor de Dios.

José era justo; Simeón era justo. Y como era justo esperaba el consuelo de Israel; y en él habitaba el Espíritu Santo. Y había recibido la promesa de que no moriría sin haber visto al Cristo del Señor. Y esperaba.

¡Esperaba! ¡Qué palabra!

Esperar fue su vida, su ministerio, su razón de ser, su fisonomía, su destino; esperar fue toda su vida y toda su luz hasta el día en que vio a Aquel a quien esperaba y había esperado.

¡Qué momento, para el Anciano!, el momento en que recibió en sus brazos a Aquel que era el “Esperado” de Israel, cuya espera él mismo representaba.

¡Qué momento aquel!, en que, después de una vida consumida en el deseo, vio con sus ojos y tomó en sus brazos el viviente Amén de su vida, el viviente Amén de su deseo.

¿Y la Profetisa Ana? Ana tenía ochenta y cuatro años. Este número pronto está dicho y pronto está escrito, pero, ¿qué suma de deseos puede representar? Ana no se movía del Templo. Rogaba, ayunaba, servía a Dios noche y día.

Tal vez no sea del todo inútil insistir con el pensamiento en la vida de Simeón y en la de Ana, llenas una y otra de misterios no conocidos, y de las cuales no se habla sino para recordar sus últimos momentos. Pero si estos últimos momentos se ven coronados de gloria inmortal, es porque habían sido preparados por los largos años del silencio que el silencio del Evangelio deja adivinar.

Los últimos momentos fueron cortos, pero los años habían sido muy largos. Toda oración concluye con un Amén. El Amén es corto, la oración larga.

Figurémonos a aquel hombre y a aquella mujer, a aquel Justo y a aquella Profetisa viviendo y envejeciendo en esta esperanza, en este pensamiento, en este deseo, en esta promesa. El Cristo del Señor se acerca, y su día va a llegar. Aquel que los profetas han anunciado, el Cristo del Señor, se acerca y su día va a llegar.

Quizás los siglos transcurridos desfilaban a los ojos de Simeón y de Ana, y los años de su vida, como continuación de aquellos siglos, y el deseo abría en ellos abismos de una profundidad desconocida; y el deseo se multiplicaba por sí mismo y el actual se aumentaba con los deseos pasados; y Simeón y Ana subían a lo alto de los siglos muertos, para poder desear a mayor altura, y descendían a los abismos abiertos en otro tiempo por los deseos de los que fueron, para desear más profundamente.

Quizás su deseo tomó al fin proporciones que les indicaron que el momento había llegado. Simeón fue al Templo en Espíritu: el Espíritu le conducía, la luz interior guiaba sus pasos. Un estremecimiento, no conocido aún de aquellas dos almas que tantas cosas conocían ya, les sacudió probablemente con sacudida pacífica y profunda que aumentó su serenidad.

Durante su espera, el viejo mundo romano había cometido prodigios de abominación; las ambiciones habían chocado con las ambiciones, y el mundo se había inclinado bajo el cetro de César Augusto.

Y la tierra no había sospechado que lo más importante que en ella había era la espera de los que esperaban. La tierra, aturdida por el vano y confuso ruido de sus guerras y sus discordias, no había notado que una cosa importante se realizaba en su superficie; y esta cosa importante era el silencio de los que esperaban en la solemnidad profunda del deseo.

La tierra no sabía estas cosas; y si volvieran a suceder hoy, tampoco las sabría. Las ignoraría con la misma ignorancia, y si se la obligara a considerarlas las despreciaría con el mismo desprecio.

He dicho que el silencio era la cosa que “se realizaba” en la superficie de la tierra sin ella saberlo; porque aquel silencio era efectivamente una acción. No era un silencio negativo, consistente en la ausencia de palabras; era un silencio positivo, más activo que toda otra acción.

Mientras Octavio y Augusto se disputaban el imperio del mundo, Simeón y Ana esperaban. ¿Cuál era la acción mayor, la de éstos o la de aquellos?

En el momento supremo, Ana habló, Simeón cantó. ¡Oh! ¡Cómo se abrirían sus labios después de un tal silencio!

En el instante que precedió a tal explosión, quizás toda su vida se presentó a sus ojos como un punto rápido y total, en el que, sin embargo, los deseos se distinguían unos de otros; en el que la sucesión de sus deseos aparecía en toda su extensión, en toda su profundidad. Y al advenimiento del instante supremo, quizás temblaron con un temblor desconocido.

¡Ah! todos los años de su vida habían tendido a aquel momento tan breve, tan rápido, tan fugitivo. Tantos momentos habían convergido a aquel solo momento supremo. Y el momento había llegado.

Tal vez los siglos que habían precedido a su nacimiento se levantaban en la lontananza de su imaginación, más allá de los años de su vida, mostrando sus antiguas profundidades que ellos habían abierto. Si las cosas se les mostraron de pronto en su conjunto, ¿quién sabe cuán grande les parecería su oración y todas sus oraciones anteriores, y las más cercanas?.

La sucesión de la vida nos oculta nuestra obra total; pero si de pronto nos apareciera ésta en su conjunto, nos asombraría. Los detalles nos ocultan el conjunto. Pero hay momentos en que el velo que tenemos ante los ojos se estremece como si de pronto fuera a levantarse; y se verifica una especie de resumen; el resumen de las palabras, el resumen del silencio.

Y este resumen se expresa con la palabra: Amén.

A la edad de ochenta y cuatro años Ana la Profetisa pronunció su Amén, diciendo maravillas del Niño que estaba allí.

Simeón cantaba, cantaba la vida y cantaba la muerte; la vida de las naciones y su muerte propia, pues él había cumplido ya su destino. Anunció solemnemente que Aquel que tenía en sus brazos sería exaltado a la faz de los pueblos: sería luz de las naciones y gloria de Israel. Su mirada fue más allá de la Judea; dio la vuelta al mundo; fue a derecha e izquierda.

“Éste, dijo, ha sido puesto para la ruina y para la resurrección”. Vio la contradicción: la prometió. Anunció que los vivos y los muertos se agruparían a derecha e izquierda del Niño que tenía en sus brazos.

Y Simeón bendijo al Padre y a la Madre, y dijo a ésta: “Una espada de dolor atravesará tu alma para que los pensamientos de muchos sean descubiertos”. Con su alegría y su triunfo, sale de sus labios una profecía terrible, pues todo coincidió en este día que los griegos llaman la fiesta del Encuentro, porque las cosas vinieron de muy lejos a encontrarse en medio de él.

Simeón encuentra a Ana; José y Maria encuentran a Simeón y Ana. La Gracia y la Ley se encuentran.

La Ley es observada en todo su rigor, pues se presenta la ofrenda debida por el nacimiento de un primogénito, por más que no haya razón para ofrecer. No la hay, porque la Santa Virgen y su Hijo no debían estar sujetos a las ceremonias legales, pues la Madre no había concebido según las leyes de la naturaleza, y el Hijo había nacido fuera de ellas.

Pero así como el Hijo no quiso sustraerse a la Circuncisión de los hombres, tampoco la Madre quiso sustraerse a la Purificación de las mujeres. La Ley fue, pues, observada; más se encontró con la Gracia; y allí están Simeón y Ana para atestiguarlo.

Las lágrimas se encontraron con la alegría; la alegría de Simeón hunde anticipadamente en el corazón de María la espada que le anuncia. Y, según nos dice el Evangelio, ella guardó en su corazón todas estas cosas. Todas estas cosas se encierran sin duda en las amenazas de Simeón.

En esta fiesta de los Encuentros, los que se esperaban se encontraron. Y finalmente, Simeón encuentra a su Dios.

En la mañana de aquel día la Iglesia canta: “He aquí que el Señor Dominador viene a su Templo santo, alégrate, ¡oh Sión!, estremécete de alegría y ven a encontrar a tu Dios”.

En esta fiesta de los Encuentros, Simeón y Ana encuentran a Jesucristo. “Pondré mi arco en las nubes”, había dicho antes la boca de Dios hablando del arco iris. Y ahora, Aquel que era como el arca de la alianza estaba en los brazos de María como el arco en las nubes del cielo, y Simeón recibió el Amén de su espera.

Esta fiesta que los griegos llaman el Encuentro del Señor, se llama también la Purificación de la Santísima Virgen. Purificación no supone aquí pecado, ni defecto alguno de la naturaleza, pues en María no hubo impureza moral, legal ni material. Pero, ¿quién sabe que inaudita infusión de gracia nueva quiere indicarse con tal palabra? ¿Quién sabe lo que pasó en el corazón de María cuando ofreció Jesucristo al Padre en aquel día y en aquel lugar solemnes?

Pues esta fiesta se llama también la Presentación de Jesús en el Templo. Fue el día de la oblación suprema de la cual los sacrificios de la antigua Ley no fueron sino figura: la oblación divina, esperada, invocada, simbolizada por tantos clamores, tantos deseos, tantos profetas, tantas imágenes.

¿Qué pensarían aquellas cuatro personas, María, José, Simeón y Ana, cuando dijeron: “Aquí está el que era esperado?”. ¿Pasarían por su memoria, súbita e instantáneamente, todas las cosas, los episodios, los sacrificios del pueblo de Israel, en cuya meditación había pasado la vida? ¿Pasó por su memoria el sacrificio de Abraham, el carnero que sustituyó a Isaac, y todos los sacrificios de la antigua Ley, todas las prescripciones de Moisés, y todas las escenas que se habían realizado en aquel templo donde entonces Jesucristo era ofrecido al Padre? ¿Qué impresión debía producirles aquella ley consignada en el Levítico, capítulo XII, en la que se dice que la mujer que haya dado a luz una criatura, niño o niña, permanecerá por un cierto tiempo separada, como impura, de la compañía de las demás mujeres? Le estaba prohibido tocar las cosas santas, entrar en el templo hasta haber cumplido los días de la purificación, que eran cuarenta por un hijo varón y ochenta por una hembra. Cuando los días se habían cumplido, debía presentarse a un sacerdote y ofrecerle en holocausto por su hijo un cordero de un año con un pichón o una tórtola, o bien, si era tan pobre que no pudiera ofrecer un cordero, debía darle dos tórtolas y dos pares de palomas.

¡Cuán profunda y misteriosa impresión había de producir el texto de esta ley en la Virgen que no necesitaba ser purificada y que, sin embargo, se sometía a lo ordenado poniéndose en el lugar de las mujeres pobres!

La que poseía al Criador del cielo y de la tierra se colocaba entre los pobres, y la pobre ofrenda rescataba a Jesucristo.

¡Qué aspecto debió tomar a los ojos de Simeón y de Ana el recinto de aquel Templo donde tanto habían orado, y el cual entonces contenía a Jesús, y bien pronto había de ser destruido!

Esta fiesta se llama también la Candelaria. El Papa Sergio I ordenó que el 2 de febrero se hiciera la procesión con los cirios.

La Candelaria es la fiesta de las luces, y aquella procesión de luces físicas simboliza lo que pasó en el Templo de Jerusalén el día en que aquellas cuatro personas, José, María, Simeón y Ana se pasaron uno a otro, como en procesión, al Niño Jesús, luz del mundo.

La Candelaria es quizás el nombre más popular de esta fiesta cuya instauración se pierde en la noche de los tiempos. Su primera institución se remonta a los primeros tiempos de la Iglesia; pero los primeros relajamientos que entibiaron a los cristianos hicieron que, en algunos lugares, fuera olvidada. Este olvido parcial y momentáneo se produjo quizás por los años 500, pues durante la gran peste que en 541 despobló Egipto y otras muchas provincias del Imperio, el Emperador Justiniano, bajo el pontificado de Vigilio, quiso recurrir a la protección de la Virgen Inmaculada, y habiendo consultado al patriarca y al clero de Constantinopla, por consejo de éstos penó severamente la negligencia de algunos en celebrar la fiesta del 2 de febrero. La negligencia cesó, y la fiesta de la Purificación fue celebrada con esplendor. Constantinopla le devolvió toda su solemnidad y la peste cesó enseguida.

Los principios de febrero eran celebrados entre los paganos con espantosas saturnales que se llamaban las Lupercales. A las supersticiones y a los excesos que manchaban de un modo especial esta época del año, el Papa Gelasio opuso la solemne y ferviente observancia de la gran fiesta del 2 de febrero. Pero esto fue probablemente el restablecimiento y no la primera institución de esta solemnidad.

El Cardenal Berulle hace, sobre la Presentación de Jesús en el Templo, una observación notable. Según él, la fiesta de la Natividad es la revelación pública de Dios a los hombres; y la fiesta del 2 de febrero es una manifestación particular de Dios a las almas privilegiadas; es, para dicho cardenal, la fiesta de los decretos de Dios.