LA EPIFANÍA Y LA EUCARISTÍA
Tomado de Obras Eucarísticas
de San Pedro Julian Eymard
de San Pedro Julian Eymard
Et procidentes adoraverunt eum
Y prosternándose le adoraron
(San Mateo, II, 11).
Y prosternándose le adoraron
(San Mateo, II, 11).
Llamados a continuar, delante del Santísimo Sacramento, la adoración de los Magos en la gruta de Belén, debemos hacer nuestros los pensamientos y el amor que los condujo y sostuvo en la fe. Ellos comenzaron en Belén lo que nosotros continuamos haciendo al pie de la Hostia Santa. Estudiemos los caracteres de su adoración y saquemos de ellos provechosas instrucciones.
La adoración de los Magos fue un homenaje de fe y un tributo de amor al Verbo encarnado: tal debe ser nuestra adoración eucarística.
I
La fe de los Magos brilla con todo su esplendor por razón de las terribles pruebas a que se vio sometida, y de las cuales salió triunfante; me refiero a la prueba del silencio en Jerusalén y a la prueba de la humillación en Belén.
Como hombres sabios y prudentes, los regios viajeros se dirigen derechamente a la capital de Judea, esperando encontrar alborozada toda la ciudad de Jerusalén, al pueblo, animado y contento, festejando tan fausto acontecimiento, y por todas partes señales inequívocas de satisfacción y de la más viva alegría; pero... ¡qué sorpresa tan dolorosa! Jerusalén se halla en silencio y nada se advierte allí que revele la gran maravilla.
¿Se habrán, quizá, equivocado? Si el gran rey hubiera nacido, ¿no anunciaría todo el mundo su nacimiento? ¿No se burlarán de ellos y los insultarán, tal vez, si hacen saber el objeto de su viaje?
Estas vacilaciones y estas expresiones serán acaso hijas de la prudencia según la sabiduría humana, pero indignas, ciertamente, de la fe de los Magos. Ellos han creído y han venido, “¿Dónde ha nacido el rey de los judíos?” —preguntan en voz alta en medio de la asombrada Jerusalén, delante del palacio de Herodes y ante la muchedumbre popular, que sin duda se habrá aglomerado para presenciar el inusitado espectáculo de la entrada de tres Reyes en la ciudad—. “Nosotros hemos visto la estrella del nuevo Rey y venimos a adorarlo. ¿Dónde está? Vosotros, que sois su pueblo y que lo habéis estado esperando tanto tiempo, debéis saberlo”.
Silencio mortal. Interrogado Herodes, consulta a los ancianos y sacerdotes, y éstos responden por la profecía de Miqueas. Con esto despide Herodes a los Príncipes extranjeros, no sin prometerles que iría después de ellos a adorar al nuevo Rey. Enterados por la palabra de Herodes, salen los Reyes y marchan solos: la ciudad permanece indiferente; aun el sacerdote levítico espera, como Herodes, entre la vacilación y la incredulidad.
El silencio del mundo...: he aquí la gran prueba a que se halla sometida la fe en la Eucaristía.
Supongamos que algunos nobles extranjeros se enteran de que Jesucristo habita personalmente en medio de los católicos, en su Sacramento, y que, por tanto, estos felices mortales tienen la dicha inefable y singular de poseer la Persona misma del Rey de los cielos y tierra, del Creador y Salvador del mundo; en una palabra, la Persona de Nuestro Señor Jesucristo. Animados del deseo de verlo y de ofrecerle sus homenajes, vienen estos extranjeros desde las más remotas regiones creyendo encontrarlo entre nosotros en una de nuestras brillantes capitales europeas; ¿no se verían sometidos a la misma prueba de los magos? ¿Qué hay que revele en nuestras ciudades católicas la presencia de Jesucristo? ¿Las iglesias? Pero el protestantismo y el judaísmo tienen también sus templos. ¿Qué hay, pues, que indique esta presencia? Nada.
Hace pocos años vinieron algunos embajadores de Persia y de Japón a visitar a París... Seguramente nada les dio idea de que nosotros poseemos a Jesucristo, que vive y desea reinar entre nosotros. Escándalo es éste que padecen todos aquéllos que viven alejados de nuestras creencias.
Este silencio es también el escándalo de los cristianos débiles en la fe. Al ver que la ciencia del siglo no cree en Jesucristo Eucarístico, que los grandes no lo adoran, que los poderosos no le rinden vasallaje..., infieren de aquí que no está Jesucristo en el Santísimo Sacramento y que no vive ni reina entre los católicos.
¡Hay muchos, por desgracia, que hacen este razonamiento! ¡Es tan grande el número de los necios y de los esclavos que no saben hacer sino lo que ven hacer a los otros!...
Y, sin embargo, en el mundo católico como en Jerusalén, está la palabra de los profetas, la palabra de los apóstoles y evangelistas que delatan la presencia sacramental de Jesús; sobre la montaña de Dios, visible a todos, está colocada la Santa Iglesia, la cual ha reemplazado al Ángel de los pastores y a la estrella de los magos; la Iglesia, que es un sol resplandeciente para quien quiera ver su luz; que tiene la voz de Sinaí para quien quiera escuchar su ley; ella nos señala con el dedo el templo santo, el tabernáculo augusto, clamándonos: “¡He aquí el cordero de Dios, el Enmanuel; he aquí a Jesucristo!”
A su voz, las almas sencillas y rectas se dirigen hacia el Tabernáculo, como los Reyes Magos a Belén; aman la verdad y la buscan con ardor. Ésta es vuestra fe, de todos los que aquí estáis habéis buscado a Jesucristo, lo habéis encontrado y lo adoráis: ¡sed por ello benditos!
Nos dice también el Evangelio que a la voz de los Magos, Herodes se turbó y toda Jerusalén con él.
Que Herodes se turbase no es extraño, porque era un extranjero y un usurpador, y en aquél que le anuncian ve al verdadero rey de Israel, que lo destronará con el tiempo; pero que se turbe Jerusalén al recibir la feliz noticia del nacimiento de Aquél que tanto tiempo ha estado esperando, a quien esta ciudad viene saludando desde Abrahán como a su gran Patriarca, desde Moisés como a su gran Profeta y desde David como a su Rey, es lo que no se comprende.
¿Ignoraba el pueblo judío la profecía de Jacob, que designa la tribu de la cual ha de nacer; la de David, que señala la familia; la de Miqueas, que designa su pueblo natal, y la de Isaías, que canta su gloria? Y con todos estos testimonios, tan claros y tan precisos, fue necesario que unos gentiles, tan despreciados por los judíos, vinieran a decirles: “¡Vuestro Mesías ha nacido! Venimos a adorarlo después de vosotros, venimos a asociarnos a vuestra dicha: mostradnos su regia estancia y permitidnos que le ofrezcamos nuestros homenajes”.
¡Ay, este terrible escándalo de los judíos, que se turban por la nueva del nacimiento del Mesías, continúa repitiéndose entre los cristianos, por desgracia! ¡Cuántos de éstos tienen miedo a la Iglesia donde reside Jesucristo! ¡Cuántos hay que se oponen a la construcción de un nuevo tabernáculo, de un santuario más...! ¡Cuántos que se azoran al encontrar el Santo Viático y no pueden soportar la vista de la Hostia Sacrosanta! ¿Y por qué razón? ¿Qué motivo les ha dado este Dios oculto?
Les da miedo..., porque ellos quieren servir a Herodes y acaso a la infame Herodíades; ésa es la última palabra de este escándalo herodiano, que irá seguido muy presto del odio y de la persecución sangrienta.
La segunda prueba de los Magos está en la humillación del Niño-Dios en Belén.
Ellos esperaban encontrar, como era natural, todos los esplendores del cielo y de la tierra alrededor de la cuna del recién nacido. Su imaginación les había hecho ver de antemano estas magnificencias. Habían oído en Jerusalén las glorias predichas por Isaías acerca de Él. Habían visitado, sin duda, aquella maravilla del mundo, es decir, el templo que lo había de recibir y, andando el camino, se dirían: “¿Quién hay semejante a este rey?” Quis ut Deus.
Pero, ¡oh sorpresa!, ¡qué decepción y qué escándalo para una fe menos arraigada que la suya! Conducidos por la estrella, van al establo, y ¿qué ven allí? Un pobre Niño con su joven madre: el Niño estaba acostado sobre la paja como el más pobre entre todos los pobres —¿qué digo?— como tierno corderillo que acaba de nacer, reposa en medio de los animales; unas miserables mantitas lo protegen un poco contra los rigores del frío. Muy pobre ha de ser su madre para que nazca él en tan humilde lugar. Los pastores ya no están allí para referir las maravillas que han contemplado en el cielo. Belén se muestra indiferente.
¡Oh, Dios mío, qué prueba tan terrible! Los reyes no nacen así..., ¡cuánto menos un Rey del cielo! ¡Cuántos habitantes de Belén habían acudido al establo acuciados por el relato de los pastores y habían vuelto incrédulos! ¿Qué harán los Reyes Magos? Vedlos arrodillados, postrados con el más profundo respeto y adorando con la mayor humildad a aquel niño; lloran de alegría al contemplarlo. ¡La pobreza que lo rodea les causa arrebatos de amor! Et procidentes adoraveunt eum (San Mateo, II, 11).
¡Oh Dios, qué inexplicable misterio! ¡Nunca los Reyes se abaten así, ni aun en presencia de otros soberanos! Los pastores admiraron al Salvador anunciado por los ángeles, y el evangelista no dice que se arrodillasen ante Él para adorarlo. Los Magos son los que le rindieron el primer culto, el primer homenaje de adoración pública en Belén, así como fueron sus primeros apóstoles en Jerusalén.
¿Qué vieron, pues, los Magos en aquel establo, en aquel pesebre y sobre aquel Niño? ¿Lo que vieron? El amor..., un amor inefable, el verdadero amor de Dios a los hombres; vieron a un Dios arrastrado por su amor hasta hacerse pobre para ser el amigo y el hermano del pobre; vieron a un Dios que se hacía débil para consolar al débil y al que se ve abandonado; vieron a un Dios sufriendo para demostrarnos su amor. Esto es lo que vieron los magos y ésta fue la recompensa de su fe, su triunfo sobre esta segunda prueba.
La humillación sacramental de Jesús es también la segunda prueba de la fe cristiana.
Jesús, en su Sacramento, no ve las más de las veces sino la indiferencia de los suyos, y aun muchas veces su incredulidad y menosprecio. Fijaos en esta triste verdad, que fácilmente podréis comprobar: Mundus eum non cognovit (San Juan, I, 10).
Tal vez se creería en la Eucaristía si a la hora de la consagración se oyeran, como en su nacimiento, los conciertos de los ángeles, o si como en el Jordán se viera el cielo abierto sobre Él, o si brillara su gloria como en el Tabor o, en fin, si se renovara en nuestra presencia alguno de esos milagros que ha obrado el Dios de la Eucaristía a través de los siglos.
¡Pero nada menos aún que nada! ¡Es la nada de toda la gloria, de todo el poder y de todo el ser divino y humano de Jesucristo; ni siquiera se ve su faz humana, ni se oye su voz, ni se percibe acción alguna suya sensible!
La vida es el movimiento, dicen, y el amor al menos se manifiesta por algún signo. Aquí no se nota más que el frío y el silencio de la muerte.
¡Tenéis razón los hombres de la razón pura; los que os tenéis por la gloria de este mundo, los filósofos de los sentidos; tenéis mil veces razón. La Eucaristía es la muerte o, mejor, el amor que lleva hasta la muerte. Este amor de la muerte es lo que lleva al Salvador a tener atado su poder, lo que le hace reducir a la nada su gloria y su Majestad divina y humana para no atemorizar al hombre; el amor de la muerte es lo que induce a Jesús, para no desalentar al hombre, a ocultar sus perfecciones infinitas y su santidad inefable, mostrándose solamente bajo el tenue velo de las santas especies, las cuales lo descubren más o menos a nuestra fe, según la pujanza o flojedad de nuestra virtud.
Todo esto es para el verdadero cristiano, no el escándalo ni la prueba de su fe, sino la vida y la perfección de su amor. Su fe viva pasa a través de esta pobreza de Jesús y de esta debilidad y apariencia de muerte y llega hasta su santísima alma, consulta con sus pensamientos y sentimientos admirables, y al descubrir su divinidad unida a su Sacratísimo Cuerpo y oculto bajo las sagradas especies, el cristiano, como los Magos, se postra, contempla y adora, arrobado en suaves deliquios de amor: ¡ha encontrado a Jesús! Et procidentes adoraverunt eum (San Mateo, II, 11).
Aquí tenéis la prueba y el triunfo de la fe en los Magos, y las pruebas y el triunfo de la fe de los cristianos.
Examinemos el homenaje de amor de los magos al Dios-niño y el homenaje que nuestro corazón debe rendir también al Dios de la Eucaristía.
II
La fe nos lleva a Jesús; el amor lo encuentra y le adora. ¿Cuál es el amor de los Magos adoradores?
Es un amor perfecto. El amor se conoce por los tres efectos siguientes, que son propiamente su vida:
1°.- Se manifiesta por la simpatía. La simpatía de las almas es su lazo de unión, es la ley que regula dos vidas; por ella uno de los amantes se hace semejante a otro: Amor pares facit.
La acción de la simpatía natural, y con más razón de la simpatía sobrenatural con Nuestro Señor Jesucristo, está en la atracción fuerte, en la transformación uniforme de dos almas en una..., de dos cuerpos en uno: como el fuego convierte y transforma en sí mismo toda materia combustible, así también el cristiano se transforma en Dios por amor de Jesucristo. Símiles ei erimus (I San Juan, III, 2).
¿Cómo pudieron concebir tan pronto los magos simpatías por este pequeño Niño que ni habla ni puede revelarles su pensamiento? El amor vio, y el amor se unió al amor. ¿No os lo dice el ver a esos Reyes arrodillarse ante el pesebre, y ante animales, y a pesar de un estado tan humillado y humillante para los Reyes adorar a este débil Niño, que no puede hacer otra cosa que mirarlos? Lo que hacen las palabras tratándose de amigos, lo hace aquí el amor.
¿No veis cómo ellos imitan, cuanto es posible, el estado del Divino Niño? El amor propende a la imitación, porque es simpático. Aquellos Reyes querían rebajarse más, anonadarse y descender hasta las entrañas de la tierra, para adorar mejor, e imitar a Aquél que desde el trono de su gloria se humilló hasta parar en un pesebre, en forma de esclavo.
Ellos abrazan la humildad con la cual se desposó el Verbo encarnado; aman la pobreza que el mismo Verbo deificó y el sufrimiento que Él divinizó; el amor, como veis, transforma; produce la identidad de vida; hace sencillos a los reyes, humildes a los sabios y pobres de corazón a los ricos. Los reyes son todo esto a la vez.
La simpatía es necesaria a la vida de amor, porque endulza los sacrificios y asegura su constancia; en una palabra, la simpatía es una verdadera prueba de amor y una prenda de su constancia. El amor que no ha llegado a ser simpático es una virtud trabajosa, heroica a veces, pero privada siempre de la alegría y de los encantos de la amistad. Para un cristiano llamado a vivir de amor de Dios resulta necesaria esta simpatía de amor.
Ahora bien: en la Eucaristía Nuestro Señor Jesucristo nos atestigua con dulzura el amor personal que, como a amigos suyos, nos profesa; allí permite que nuestro corazón descanse un poco sobre el suyo, como se lo consintió al Discípulo Amado; allí nos hace gustar, aunque sea como de paso, la dulzura del Maná celestial; allí es donde hace que nuestro corazón experimente la alegría de recibir a su Dios, como Zaqueo; la alegría de recibir a su Salvador, como la Magdalena; de recibir al que constituye su felicidad y su todo, como la Esposa de los Cantares; allí es donde se escapan esos suspiros de amor... ¡Oh, cuán suave sois, Dios mío! ¡Qué bueno y qué tierno eres, Jesús de mi corazón, para los que te reciben con amor!
La simpatía del amor no se parará en el goce. Es una hoguera que el Salvador ha encendido en el corazón simpático: Carbo est Eucharistia quæ nos inflammat. El fuego es activo y todo lo invade. Así también el alma por la acción de la Eucaristía se siente impulsada a exclamar: “¿Qué haré yo, Dios mío, para corresponder a tanto amor?” Y Jesús responde: “Debes imitarme y vivir de mí para mí”. La transformación será fácil. “En la escuela del amor —dice la Imitación de Cristo— no se anda paso a paso..., se corre..., se vuela”: Amans volat, currit (Imit., I, III, cap. 5).
2°.- El amor se manifiesta, en segundo lugar, por su carácter de absoluto en lo que afecta al sentimiento: quiere dominarlo todo, ser dueño único y absoluto del corazón. El amor es uno; tiende a la unidad porque es su esencia; absorbe o es absorbido.
Esta verdad brilla con todo su esplendor en la adoración de los Magos. Tan pronto como ellos han encontrado al Rey-Niño, sin atender a la indignidad del lugar, ni a los animales que allí se encuentran y que hacen este lugar más repulsivo; sin pedir prodigios al cielo ni explicaciones a la Madre, y sin examinar siquiera por curiosidad al Niño, caen súbitamente de rodillas y lo adoran profundamente. Ellos le adoran a Él solo; no ven otra cosa más que su infantil persona, ni han tenido otro motivo, fuera de Él, para acudir allí. El evangelio no hace mención de los honores que debieron tributar a su Santa Madre; en presencia del sol todos los demás astros se eclipsan; la adoración es una, como el amor que la inspira.
Notémoslo bien: la Eucaristía es el amor de Jesucristo para con el hombre en su grado más elevado, puesto que es, como si dijéramos, la quintaesencia de todos los misterios de su vida, como Salvador. Todo lo que hizo Jesucristo, desde la encarnación hasta la cruz, tiene por objeto el don de la Eucaristía, su unión personal y corporal con cada uno de los cristianos, mediante la Comunión; Jesús veía en la Comunión el medio de comunicarnos todos los tesoros de la pasión, todas las virtudes de su santa humanidad y todos los méritos de su vida. Ved aquí el prodigio del amor: Qui manducat meam carnem, in me manet, et ego in illo (San Juan, VI, 56).
Nuestro amor a la Eucaristía debe ser también absoluto si queremos llegar, por nuestra parte, al fin que se propuso en la Comunión, o sea la transformación de nosotros en Él mediante la unión. La Eucaristía debe ser, por consiguiente, la norma de nuestras virtudes, el alma de nuestra piedad, el deseo supremo de nuestra vida, el pensamiento principal y dominante de nuestro corazón y como el lábaro glorioso de nuestros combates y sacrificios. Sin esta unidad de acción no llegaremos nunca a lo absoluto del amor; con ella, nada más dulce, nada más fácil: contamos entonces con todo el poder del hombre y con todo el poder de Dios que actúan de consuno para consolidar el reinado del amor. Dilectas meus mihi et ego illi (Cant. Cant., II, 16).
3°.- En fin, el amor se manifiesta por las dádivas. Tanta perfección hay en el amor cuanta sea la perfección del don. El escritor sagrado entra en los más explícitos detalles sobre el modo y las circunstancias de los dones ofrecidos por los Magos. “Y abriendo —dice— sus tesoros, le ofrecieron oro, incienso y mirra” (San Mateo, II, 11).
El oro, que es el tributo destinado a los reyes; la mirra, que se emplea para honrar la sepultura de los grandes de la tierra, y el incienso, que es el emblema del homenaje debido a Dios.
O, más bien, estos tres dones son el homenaje de toda la humanidad representada a los pies del Niño-Dios: el oro significa el poder y la riqueza; la mirra, el sufrimiento, y el incienso, la oración.
Así, pues, la ley del culto eucarístico empezó en Belén para continuarse perpetuamente en el Cenáculo de la Eucaristía. Los Reyes comenzaron, y nosotros debemos continuar sus homenajes. Jesús Sacramentado necesita oro, porque es Rey de los reyes; necesita oro, porque tiene derecho a un trono más espléndido que el de Salomón; necesita oro para sus vasos sagrados y para su altar. ¿No debe tratarse la Eucaristía con mayor esmero que el arca, hecha de oro purísimo, con el oro que proporciona el pueblo fiel?
Jesús Eucarístico necesita mirra, no para Sí, puesto que ya consumó su sacrificio sobre la Cruz, y la resurrección glorificó su Cuerpo divino y su sagrado sepulcro. Mas como se constituyó nuestra Víctima perpetua sobre el altar, esta Víctima necesita sufrir, lo que no puede hacer sino en nosotros y por nosotros; así encuentra el medio de renovar la sensibilidad, la vida y el mérito de sus sufrimientos en nosotros que somos sus miembros; nosotros lo contemplamos y le damos su verdadero carácter actual de Víctima inmolada.
También se le debe el incienso. El sacerdote se lo ofrece todos los días. Pero quiere además el incienso de nuestras adoraciones para derramar, en cambio, sobre nosotros sus bendiciones y sus gracias.
¡Felices debemos considerarnos de poder compartir por la Eucaristía la dicha de María, de los Reyes Magos y de los primeros discípulos que obsequiaron con sus dones a Jesucristo!
En la Eucaristía se nos ofrece también la ocasión de poder socorrer la pobreza de Belén. Sí; todos los bienes de la gracia y de la gloria nos vienen por conducto de la Eucaristía; todos ellos tienen su origen y su manantial en Belén, convertido en cielo de amor; se acrecentaron durante la vida del Salvador, y todos esos ríos de gracias, de virtudes y méritos desembocaron en el océano del Sacramento adorable, en el cual los tenemos nosotros en toda su plenitud.
Asimismo, de la Eucaristía nacen también nuestras obligaciones: el amor de la Eucaristía nos obliga a una generosa correspondencia. Los Magos son nuestros modelos y los primeros adoradores; mostrémonos dignos de su excelsa fe en Jesucristo; seamos los herederos de su amor y algún día seremos herederos de su gloria.