lunes, 7 de diciembre de 2009

7 de diciembre


SANTORAL

“La historia cristiana no se limita a señalar en los hechos milagrosos otros tantos indicios de la vocación sobrenatural de la humanidad; también le da importancia a estudiar y señalar las manifestaciones más o menos frecuentes, más o menos raras, de la santidad en los siglos. Dios, en sus consejos de justicia o de misericordia, da o sustrae los santos en las diversas épocas, de suerte que, si es dado hablar así, es preciso consultar el termómetro de la santidad si uno quiere darse cuenta de la condición más o menos normal de un período de tiempo o de una sociedad. Los santos no sólo están destinados a figurar en el calendario; ellos tienen una actuación a veces oculta, cuando se limita a la intercesión y a la expiación, pero a menudo también, patente y eficaz largo tiempo después de ellos”.

(El Sentido Cristiano de la Historia, Dom Prosper Guéranger)


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SAN AMBROSIO

(340-397)


El santo nació en Tréveris, probablemente el año 340. Su padre, que se llamaba también Ambrosio, era entonces prefecto de la Galia.

El prefecto murió cuando su hijo era todavía joven, y su esposa volvió con la familia a Roma. Ella dio a sus hijos una educación esmerada, y puede decirse que el futuro santo debió mucho a su madre y a su hermana Santa Marcelina.

El joven aprendió el griego, llegó a ser buen poeta y orador y se dedicó a la abogacía, la cual ejerció con gran éxito.

Más tarde, el emperador Valentiniano nombró al joven abogado gobernador con residencia en Milán.

El oficio que se había confiado a Ambrosio era del rango consular y constituía uno de los puestos de mayor importancia y responsabilidad en el Imperio de occidente.

Entretanto, el obispo de Milán había fallecido. El pueblo fue convocado para elegir al sucesor. San Ambrosio acudió a la iglesia en la que iba a llevarse a cabo la elección, y exhortó al pueblo a proceder a ella pacíficamente y sin tumulto.

Mientras el santo hablaba, alguien gritó: “¡Ambrosio obispo!” Todos los presentes repitieron unánimemente ese grito, eligiéndose al santo para el cargo.

Ambrosio quedó desconcertado, tanto más cuanto que, aunque era cristiano, no estaba todavía bautizado; pero no tuvo más remedio que aceptar.

Así pues, recibió el bautismo y, una semana más tarde, el 7 de diciembre de 374, se le confirió la consagración episcopal. Tenía entonces unos treinta y cinco años.

Consciente de que ya no pertenecía al mundo, el santo decidió romper todos los lazos que le unían a él. En efecto, repartió entre los pobres sus bienes muebles y cedió a la Iglesia todas sus tierras y posesiones.

Por otra parte, confió a su hermano San Sátiro la administración temporal de su diócesis para poder consagrarse exclusivamente al ministerio espiritual.

San Ambrosio, que se creía muy ignorante en las cuestiones teológicas, se entregó al estudio de la Sagrada Escritura y de las obras de los autores eclesiásticos.

El santo vivía con gran sencillez y trabajaba infatigablemente. Todos los días celebraba la misa por su pueblo y vivía consagrado enteramente al servicio de su grey; todos los fieles podían hablar con él siempre que lo deseaban, y lo amaban y admiraban enormemente. San Agustín, a quien convirtió y bautizó, fue a verlo varias veces.

En tanto que el Imperio Romano comenzaba a decaer en el occidente, San Ambrosio daba nueva vida a su idioma y enriquecía a la iglesia con sus escritos. Una de las últimas obras que escribió fue el tratado sobre “La bondad de la muerte”.

En su última enfermedad, San Ambrosio tuvo que guardar cama. Cuando la noticia se hizo pública, se le pidió que rogara a Dios que le alargase la vida. El santo repuso: “He vivido de suerte que no me avergonzaría de vivir más tiempo. Pero tampoco tengo miedo de morir, pues mi Amo es bueno”.

El día de su muerte, Ambrosio estuvo varias horas acostado con los brazos en cruz, orando constantemente. Era el Viernes Santo, 4 de abril de 397.

El santo tenía aproximadamente cincuenta y siete años. Fue sepultado el día de Pascua. Sus reliquias reposan bajo el altar mayor de su basílica en Milán, adonde fueron trasladadas en el año 835.

Su fiesta se celebra el día del aniversario de su consagración episcopal, el 7 de diciembre.

Es uno de los cuatro Doctores de la Iglesia de Occidente.

Es el patrono de los abogados por la brillantez con la cual en su juventud desarrolló su profesión como tal.

Asimismo, cuenta la leyenda que un día, cuando aún no sabía hablar, estando en el jardín de la residencia de su padre en Tréveris, acudió un enjambre de abejas a revolotear por su rostro, y que varias de ellas se deslizaron, sin picarle, en el interior de su boca. Por ello también se lo tiene como patrono de los apicultores.


De los Comentarios de San Ambrosio
sobre los Salmos: 1, 9-12:


¿Qué cosa hay más agradable que los Salmos? Como dice bellamente el mismo salmista: Alabad al Señor, que los salmos son buenos; nuestro Dios merece una alabanza armoniosa.
Y con razón: los salmos, en efecto, son la bendición del pueblo, la alabanza de Dios, el elogio de los fieles, el aplauso de todos, el lenguaje universal, la voz de la Iglesia, la profesión armoniosa de nuestra fe, la expresión de nuestra entrega total, el gozo de nuestra libertad, el clamor de nuestra alegría desbordante.
Ellos calman nuestra ira, rechazan nuestras preocupaciones, nos consuelan en nuestras tristezas.
De noche son un arma, de día una enseñanza; en el peligro son nuestra defensa, en las festividades nuestra alegría; ellos expresan la tranquilidad de nuestro espíritu, son prenda de paz y de concordia, son como la cítara que aúna en un solo canto las voces más diversas y dispares.
Con los salmos celebramos el nacimiento del día, y con los salmos cantamos a su ocaso.
En los salmos rivalizan la belleza y la doctrina; son a la vez un canto que deleita y un texto que instruye. Cualquier sentimiento encuentra su eco en el libro de los salmos.
Leo en ellos: Cántico para el amado, y me inflamo en santos deseos de amor; en ellos voy meditando el don de la revelación, el anuncio profético de la resurrección, los bienes prometidos; en ellos aprendo a evitar el pecado y a sentir arrepentimiento y vergüenza de los delitos cometidos.
¿Qué otra cosa es el Salterio sino el instrumento espiritual con que el hombre inspirado hace resonar en la tierra la dulzura de las melodías celestiales, como quien pulsa la lira del Espíritu Santo?
Unido a este Espíritu, el salmista hace subir a lo alto, de diversas maneras, el canto de la alabanza divina, con liras e instrumentos de cuerda, esto es, con los despojos muertos de otras diversas voces; porque nos enseña que primero debemos morir al pecado y luego, no antes, poner de manifiesto en este cuerpo las obras de las diversas virtudes, con las cuales pueda llegar hasta el Señor el obsequio de nuestra devoción.
Nos enseña, pues, el salmista que nuestro canto, nuestra salmodia, debe ser interior, como lo hacía Pablo, que dice: Quiero rezar llevado del Espíritu, pero rezar también con la inteligencia; quiero cantar llevado del Espíritu, pero cantar también con la inteligencia; con estas palabras nos advierte que debemos orientar nuestra vida y nuestros actos a las cosas de arriba, para que así el deleite de lo agradable no excite las pasiones corporales, las cuales no liberan nuestra alma, sino que la aprisionan más aún; el salmista nos recuerda que en la salmodia encuentra el alma su redención: Tocaré para ti la citara, Santo de Israel; te aclamarán mis labios, Señor, mi alma, que tú redimiste.