domingo, 14 de marzo de 2010

12 de marzo


SAN GREGORIO MAGNO


Tomado de Fisonomías de Santos, por Ernest Hello


Era el siglo VI, en tiempos de Justiniano I y Focas. No intento esbozar un cuadro de aquella época, y sí tan sólo dar un concepto del carácter de San Gregorio Magno.

Entre las terribles agitaciones de un siglo furioso, se encontró un hombre que puso la felicidad de su vida en la meditación y en la interpretación de la Sagrada Escritura. La paz, esta fuente viva de donde brota la contemplación, fue el don de aquella alma rodeada de tantas agitaciones.

Primero, cuando monje, se absorbió en la reflexión y en la plegaria. Durante la peste que desoló a Roma, ordenó por tres días una procesión general en la que se mostraron por primera vez los abades de todas las comunidades con sus frailes, las abadesas con sus monjas. En tal solemnidad era llevada la imagen de la Santísima Virgen, y se cuenta que a su paso el aire corrompido se apartaba abriendo camino, y que en la cúspide del mausoleo del Emperador Adriano San Gregorio vio un ángel envainando su espada. La imagen de este ángel de pie sobre el monumento dio a éste el sobrenombre que todavía lleva: es el castillo del Santo Ángel.

Entretanto, Gregorio se vio amenazado con el cargo de Soberano Pontífice. Para escapar el peligro huyó disfrazado; pero esta fuga resultó inútil, pues fue sacado de la caverna en que se ocultara, conducido a Roma a pesar de su resistencia, y coronado el día 3 de septiembre de 590.

A las misivas de felicitación que de todas partes le llegaban contestaba con lágrimas y suspiros. Escribía a la hermana del Emperador: “He perdido todos los encantos de la calma. Exteriormente parezco haberme elevado; interiormente he caído. Y estoy tan agobiado por el dolor que apenas puedo hablar. ¡De cuán tranquila región he sido precipitado, y a cuál abismo de dificultades!"

Escribía a su amigo Andrés: “Si me amáis, llorad, porque hay aquí tantas atenciones temporales que, con tal dignidad, me encuentro casi apartado del amor de Dios”.

Decía a Pedro, el diácono: “Mi apuro es siempre viejo por su duración, y siempre nuevo por su crecimiento. Mi pobre alma se acuerda de lo que fue un día en el monasterio, cuando se cernía sobre lo que pasa y lo que se muda, al librarse de la cárcel corporal por la contemplación. Ahora soporto los mil negocios de los hombres del siglo; me veo maculado por este polvo, y cuando quiero volver a encontrar mi retiro interior, vuelvo a él disminuído”.

Efectivamente, ¡qué labor la suya! ¡qué peso sobre sus espaldas! En África, el donatismo; en España el arrianismo; en Inglaterra, la idolatría; en la Galia, Brunequilda y Fredegunda; en Italia, los lombardos; en Oriente, la arrogancia de los patriarcas de Constantinopla.

A todos se extendió la solicitud de San Gregorio; porque era extensa y profunda como el mar; iba de un extremo del mundo al otro, atendiendo a todos los males. Los pobres del mundo entero fueron el objeto directo de sus continuos cuidados. Los sentaba a su mesa: San Gregorio Magno comía rodeado de mendigos.

Un día que iba a buscar por sí mismo algo para que uno de ellos se lavara, mientras preparaba el barreño el pobre desapareció; pero a la noche siguiente Jesucristo apareció a su Vicario y le dijo: “Ordinariamente me recibes en la persona de los que son miembros míos, pero ayer me recibiste a Mí mismo”.

San Gregorio Magno fue el primero que firmó sus escritos con aquella fórmula sublime: “Siervo de los siervos de Dios”.

Cuando era monje, su madre le enviaba todos los días para comer algunas legumbres en una escudilla de plata. Una vez llegó un pobre mercader que dijo haber naufragado perdiendo cuanto tenía, y le pidió socorro. San Gregorio le da seis piezas de plata; vuelve el mercader a pedir y Gregorio le da seis piezas más. Finalmente después de muchos dones, y como el pobre volviera siempre, Gregorio le da la escudilla, último resto de su antigua vajilla de plata.

Habían pasado muchos años; San Gregorio era Papa. Un día dijo a su intendente: Invitad para hoy doce pobres a mi mesa.
Cuando entró en el comedor vió trece pobres en vez de doce, y preguntó a su intendente: ¿Por qué hay trece pobres? No hay más que doce, Santísimo Padre.
San Gregorio veía trece; pero uno de ellos mudó el rostro durante la comida.
Decidme vuestro nombre, os lo suplico, le dijo Gregorio.
¿Por qué me preguntáis mi nombre que es admirable?, contestó el pobre; yo soy el mercader a quien disteis la escudilla de vuestra madre. Por esta escudilla de plata que me disteis, Dios os dió el trono y la cátedra de San Pedro. Yo soy el ángel que Dios os envió para probar vuestra misericordia.

En medio de estos numerosos trabajos y de tales prodigios de actividad, San Gregorio seguía alimentando en sí la contemplación por medio de la Sagrada Escritura. Y con esto llegó a lo que es particularidad suya íntima y especial: la interpretación simbólica de los Libros Santos. Sin olvidar, por supuesto, la realidad del sentido histórico, San Gregorio profundiza el sentido simbólico con una penetración y una audacia verdaderamente extraordinarias.

Voy a citar, traduciéndolos, algunos pasajes de su interpretación de Job y Ezequiel:

“¿Eres tú, por ventura, el que alzas a tu hora la estrella de la mañana y haces venir la noche sobre los hijos de la tierra?”
“¿Eres tú aquel para quién están abiertas las puertas de la muerte?”
“¿Eres tú el que ha visto las entradas tenebrosas?”
“¿Eres tú quien ha dado órdenes al primer rayo de luz del día, y quien ha dicho a la aurora: «éste es tu lugar»?”
“¿Quién puede todas estas cosas, sino el Señor?”

“Y sin embargo, la pregunta se dirige al hombre para que su impotencia le sea más evidente. Aquel que se ha hecho grande por la inmensidad de sus virtudes y ya no ve hombre alguno por encima de su cabeza, para que evite el orgullo, es menester que se vea comparado con Dios y se sienta anonadado por tal comparación. Y ¡cuán poderosa exaltación no es esta humillación que viene de tan alto!, ¡qué gloria para un hombre tal el no sentirse pequeño sino cuando Dios le provoca a compararse con Él mismo!, ¡cómo aplasta a los demás hombres con el peso de su grandeza aquel a quien Dios dice: «he aquí mis pruebas: eres menos grande que yo!, ¡a qué grado de potencia se ha de haber llegado para ser convicto de impotencia por medio de aquella sublime interrogación!»”

San Gregorio habla de justicia y de misericordia, y de pronto se interrumpe con estas palabras que sólo aparentemente son una digresión:

“He aquí, que, mientras hablo, José llama a la puerta de mi espíritu. Viene a prestar testimonio a mis palabras. Cuando él contó inocentemente a sus hermanos la visión de su futura grandeza, excitó en ellos la envidia. Vendido por sus propios hermanos a los Ismaelitas y conducido a Egipto, fue elevado al gobierno por un efecto maravilloso del poder divino. Sus hermanos, empujados a Egipto por el hambre, se prosternan delante de él, y hubieron de prosternarse por haberle vendido”.

Las misteriosas palabras de la Escritura ábrense misteriosamente al espíritu de San Gregorio. Elifaz dice a Job: “Tú sabrás que tu tabernáculo tiene la paz; y visitando tu imagen, no pecarás”. El tabernáculo es el cuerpo: pero, añade San Gregorio, no hay castidad sin dulzura. La imagen de un hombre es otro hombre. Nuestro prójimo es nuestra imagen, porque nos muestra lo que somos. La vista corporal se hace con los pies, la espiritual con el corazón. El hombre visita su imagen cuando, llevado en alas de la ternura, se considera dentro de otro, y de las reflexiones que hace sobre sí mismo saca fuerzas para socorrer al débil. La verdad se ha dicho por boca de Moisés que la tierra ha producido una hierba y que cada hierba se reproduce tal como ella es; y que cada árbol lleva su fruto. El árbol produce, en realidad, una simiente semejante al árbol mismo cuando nuestro pensamiento trasporta a otro pensamiento la consideración que ha sacado de sí mismo y produce la simiente de un beneficio: “Haced a los demás lo que quisierais que ellos hicieran a vosotros mismos”.

Véase otro pasaje:

“Job dice: ¡qué el Señor cumpla mi deseo!” Fijaos en esta palabra, mi deseo. La oración verdadera no está en lo que suena en la voz, sino en el pensamiento del corazón. Para los misteriosos oídos de Dios la fuerza de nuestros clamores no está en las palabras, sino en los deseos. Si con la boca pedimos la vida eterna sin desearla en el fondo de nuestro corazón, nuestro grito es silencio. Si, sin hablar, en el fondo del corazón la deseamos, nuestro silencio es un grito.

Escuchemos también lo que dice San Gregorio sobre las palabras de Dios a los amigos de Job: “No habéis hablado bien ante mí como Job, mi servidor”.

“¡Oh Señor! cuánta distancia de nuestras obscuridades a vuestra luz. Juzgáis a Job vencedor y bienaventurado, y nosotros creímos que blasfemaba. Juzgabais culpables a sus amigos, y nosotros creímos que abogaban por vuestra causa. ¿Cómo pareció antes que Dios reprobaba a Job, y ahora lo glorifica? Ahora parece repetir lo que dijo a Satanás: «¿Has visto a Job, mi servidor? No tengo otro como él en la tierra». ¿Qué significa esto? Dios elogia a Job ante Satanás; Dios elogia a Job ante los amigos de éste. Dios reprende a Job cuando habla a Job mismo. Porque el que es excelente comparado con los demás, no es sin tacha a los ojos de Dios”.

San Gregorio insiste en los nombres de los amigos de Job, sacando de ellos luminosas deducciones. Elifaz significa “menosprecio de Dios”. Defiende a Dios, pero lo menosprecia, porque, dice San Gregorio, le defiende con orgullo. Baldad significa “vejez sola”, porque, dice San Gregorio, aquel viejo habla solo con su boca. Sofar significa “destrucción del espejo”, porque, dice San Gregorio, Sofar es hostil a la contemplación de Job.

Para San Gregorio todas las palabras tienen un sentido profundo.

“Había en la tierra de Hus un hombre sencillo y justo, llamado Job”. La tierra de Hus representa la gentilidad; y el mérito de Job se muestra más de relieve a los ojos de San Gregorio por esta circunstancia, por estar Job rodeado de paganos. “Sencillo y justo”. Hay quienes son sencillos y no son justos. En éstos no puede apreciarse la inocencia de la simplicidad, porque no se elevan al poder de la justicia.

En la Sagrada Escritura, San Gregorio lo encuentra todo: es para él la torre que tiene colgados mil escudos. De ella saca sus elevadas ideas sobre la caridad; recomienda al hombre que se ame a sí propio, y que tenga piedad de su alma, y que ame al prójimo como a sí mismo. Y así como debe indignarse de sus propias faltas, también debe indignarse de las del prójimo; pues si no se indigna contra el hermano culpable, es que no lo ama.

De modo que aquella cólera del Amor, tan celebrada por de Maistre, es reclamada ya por San Gregorio. Del mismo modo, añade, podemos, sin faltar, alegrarnos de la ruina de nuestro enemigo, y afligirnos por su triunfo; si su caída produce un bien, debemos alegrarnos; si su triunfo es el triunfo de la injusticia, debemos deplorarlo; pues en estos casos, nuestra alegría o nuestra tristeza no van directamente a él, sino que se despliegan a su alrededor. Pero hay que examinar cuidadosamente cuál es entonces el punto de partida de nuestro sentimiento.

Es difícil llevar más allá que San Gregorio el espíritu de simbolismo. Cada persona, cada cosa nombrada en la Sagrada Escritura se le representa con una significación espiritual que se adapta singularmente e ingeniosamente a la naturaleza humana y a la historia, al individuo, a la sociedad, al pueblo judío o a la gentilidad.

Muy a menudo, hasta los crímenes más enormes que la Escritura refiere, toman a sus ojos un color sorprendente e inesperado. Ve en ellos una imagen indirecta de las cosas divinas.

San Gregorio tiene tal audacia en sus conceptos, en sus interpretaciones, en sus contemplaciones, que hoy apenas podemos atrevernos a traducir todo lo que él se atrevió a decir; es de temer el asombro del lector, porque la timidez es una de las plagas de las épocas corrompidas.

La extremada libertad de lenguaje de San Gregorio es debida a la inocencia de su pensamiento. Su osadía proviene de su pureza. Para los puros todo es puro, y su mirada penetra los abismos para ver en ellos la imagen invertida de las cosas que están en las alturas de las montañas; mientras que en las inteligencias miserables y rebajadas la suspicacia reina como soberana.

San Gregorio, sencillo y grande, tiene confianza en su sencillez y en la amplitud de ideas de los que lo leen o lo escuchan. No sólo se atreve a decirlo todo, hasta en un sermón, sino que inunda a sus oyentes con las luces que cree les son debidas.

Él es quién explica magníficamente la magnífica correspondencia entre el pueblo cristiano y el orador cristiano, y la explica después de haberse penetrado de los significados nuevos y profundos que encuentra en Ezequiel.

Muy a menudo, dice, al encontrarme solo, leo la Sagrada Escritura, y no la entiendo; pero vengo aquí, en medio de vosotros, hermanos míos, y de repente comprendo. Esta súbita comprensión me hace desear otra; y quisiera saber quiénes son aquellos por cuyos méritos me llega aquella súbita inteligencia, pues ella me es dada por aquellos en cuya presencia me es dada. Así, por gracia de Dios, mientras la inteligencia crece en mí, el orgullo disminuye, ya que entre vosotros es donde aprendo lo que os enseño. Os lo confesaré, hijos míos: la mayor parte de las veces oigo en mis oídos lo que os digo, en el mismo momento en que os lo digo; no hago más que repetir.
Cuando no entiendo a Ezequiel, me reconozco a mí mismo, entonces soy yo el ciego; y cuando lo entiendo, es por el don de Dios que me viene por medio de vosotros. A veces también entiendo la Escritura en mi retiro; pero es cuando lloro mis faltas y sólo las lágrimas me placen. Entonces me siento arrebatado en alas de la contemplación. Así pues, ya solo, ya rodeado de sus oyentes que él considera como inspiradores, escruta la Escritura con una audacia de la que se asustarían nuestros hábitos miserables. Cito solamente las cosas sencillas, que por sí solas se explican, porque pienso en los que han de leerme, y suprimo lo que pudiera extrañarles.

Las palabras de Dios a Job resuenan en los oídos de San Gregorio como extendiéndose a todos los mundos: al físico, al intelectual y al moral. “¿En dónde estabas, dice el Señor, cuando puse en la tierra sus cimientos?”. Para San Gregorio, los cimientos de la tierra significan, entre otras cosas, el temor de Dios. Y entonces Dios habla al hombre en estos o parecidos términos: “Mientras no pensabas en mí, puse mi temor en el fondo de tu alma, y con él puse el fundamento de la futura iglesia, de su santidad, y de tu salvación. Pero, ¿dónde estabas tú entonces? No pensabas en mí. No te atribuyas, pues, el mérito de mi gracia, porque yo fuí quien te avisó”.

¿Has penetrado en las profundidades de la vida? La vida es el corazón humano, y Dios entra en sus profundidades cuando le revela su miseria, y le pone por delante su confusión. Penetra en lo profundo del abismo cuando convierte a los desesperados.
¿Has pasado por los abismos más profundos? El abismo somos nosotros mismos, nuestro corazón no puede comprenderse a sí propio y que es para sí mismo una noche profundísima. Cuando, tras grandes crímenes, un hombre se arrepiente, es que entonces Dios pasa por los abismos más profundos, y amansa las olas invisibles que agitaban el profundo océano del corazón.

El profeta vio este paso cuando dijo: “Los caminos de Dios me han aparecido, los caminos de mi Dios y de mi Rey”. Aquel que calma los movimientos desordenados de su alma por el pensamiento de los juicios de Dios, contempla el paso del Señor en su fondo.
¿Conoces el camino del trueno que ruge? Muchas veces, dice San Gregorio, el trueno significa a Dios encarnado, que sale, para hacerse oir de nosotros, del fondo de las profecías, como el trueno del choque de las nubes. Por esto los santos Apóstoles, hijos de su gracia, han sido llamados hijos del trueno. “El predicador, que también es trueno, puede hacer resonar sus palabras en vuestro oídos, pero no puede abrir vuestros corazones; y si Dios Todopoderoso no le abre la entrada de ellos, sus palabras resuenan en vano. Por esto el Señor, que abre al rayo su camino, hiere vuestras almas con su terror durante nuestro discurso. San Pablo lo sabía muy bien, conocía su impotencia; y pedía a sus discípulos que oraran para que el Señor le abriera la puerta del Verbo y él pudiera comunicar el misterio de Cristo”.

Sería menester citarlo todo. A cada palabra San Gregorio descubre una multitud inmensa de sentidos simbólicos y morales que surgen por todos lados. “¿De dónde vienes?”, dice Dios a Satanás al empezar el libro de Job. Dios pregunta como si no supiera, porque para Dios, ignorar es maldecir. “No os conozco”, en boca de Dios, es una forma de maldición.

Este hombre, inmenso por su pensamiento, se ocupaba en cada uno de los demás hombres como en sí mismo, y sufría con todos los sufrimientos del género humano. “Sabed, escribía a un Obispo, que no os basta ser un hombre de retiro, de estudio, de oración, si no tenéis las manos abiertas para subvenir a las necesidades de los pobres. Un Obispo debe considerar la pobreza de los demás como suya; y si no lo hacéis así, no podéis llevar bien el nombre de Obispo”.

Una vez, sabiendo que un pobre había muerto en un pueblo lejano, sin que se hubiera podido averiguar exactamente cómo había muerto, temiendo que fuera por falta de alimento y de cuidados, le entró a San Gregorio un dolor tan grande que quiso imponerse a sí mismo una penitencia correspondiente a la falta de que se creía culpable; y se condenó a pasar muchos días sin celebrar Misa.

martes, 9 de marzo de 2010

9 de marzo


SANTA
FRANCISCA
ROMANA



Santa Francisca nació en 1384. Su vida se resume en una palabra: visión. Para ella, vivir fue ver. Su vida en este mundo no fue sino la corteza ligera y transparente de la vida que vivía ya en el otro. Su vida terrestre fue una apariencia.

A los doce años de edad era ya una criatura extraordinaria. Había formado intención y deseo de no casarse, pero su confesor le aconsejó que no se resistiera a las instancias de sus padres, y se casó con Lorenzo Ponziani.

Enseguida de casada enfermó; fue curada por una aparición de San Alejo y llevó una vida severa y admirable Sin duda comprendió que el matrimonio en nada había disminuído su gracia interior, y que Dios, en la distribución de sus mercedes no se sujeta a ley alguna tiránica de categoría o de exclusión. Por la vida que llevó en el matrimonio, demostró a sí misma y a los demás que había hecho bien en casarse.

La muerte de su hijo Juan puede contarse entre las dichas de la vida de Santa Francisca. Aquella criatura tuvo una muerte extraordinaria. Muriendo decía: “Veo a San Antonio y a San Onofre que vienen a buscarme para conducirme al cielo”. Fue enterrado en la iglesia de Santa Cecilia.

Pero graves acontecimientos públicos y privados llegaron a amenazar, si no a destruír, la paz interior de Santa Francisca. Roma fue tomada por Ladislao, rey de Nápoles. La casa de Francisca fue saqueada, confiscados sus bienes y desterrado su marido. La tempestad, que podía destruir a aquella familia, no la destruyó. Volvió la calma. Lorenzo pudo regresar a su patria, y sus bienes le fueron devueltos. Desde aquel día Francisca redobló la austeridad de su vida, y su confesor se vio obligado a moderar los rigores que la Santa ejercía consigo misma.

En su cuñada encontró una amiga y una confidente a la cual pudo abrir su alma y confiar sus secretos. La hermana de Lorenzo se llamaba Vannona. Ella y Francisca iban de puerta en puerta a pedir por los pobres; juntas hacían sus oraciones dentro de casa y sus peregrinaciones fuera de ella.

Un día, un sacerdote que criticaba a Francisca de exagerada e indiscreta, le dio a comulgar una hostia no consagrada. Francisca se quejó de ello; el sacerdote confesó su falta e hizo penitencia.

El año 1434 fue de prueba terrible. El Papa Eugenio IV había sido desterrado, pues habiéndose puesto de parte de los florentinos en la guerra contra Felipe, duque de Milán, éste, para vengarse hizo que muchos Obispos reunidos en Basilea se rebelaran contra Eugenio. Aprobaron éstos varias proposiciones cismáticas, y hasta osaron citar a Eugenio ante el Concilio como a un acusado.

Era esto en la noche del 14 de Octubre de 1434. Francisca, que se hallaba en su oratorio, fue presa de éxtasis y vio a la Madre de Dios que le dio instrucciones y órdenes para transmitirlas al Papa que estaba en Bolonia. Al día siguiente, Francisca fue a encontrar a su confesor, Don Giovanni y le suplicó que fuera a Bolonia a llevar las órdenes de María. Don Giovanni vacila: “Mi viaje será inútil, contesta; os comprometeré y me comprometeré a mí mismo. El Papa no querrá creerme, pasaréis por loca y yo por cándido”. Pero, a nuevas instancias, Don Giovanni se decide. Va a Bolonia, el Papa lo recibe muy bien, aprueba todo lo que Francisca había dicho y da órdenes en conformidad a los deseos de la Santa. Don Giovanni regresa y cuando quiere contar a Francisca el feliz éxito de su misión, aquella le interrumpe diciéndole: “Yo seré, si lo permitís, quien os cuente vuestro viaje. Estaba con vos en espíritu y sé todo lo que os ha sucedido”. Entre los acontecimientos del viaje había una curación debida a las oraciones de Francisca.

La unión de Francisca y de Vannona llegó a ser célebre ante los hombres y ante los ángeles. En su vida exterior se separaban muy poco; en su vida interior nunca. Esta intimidad recibió una sanción divina, como divina que era ella. Un día las dos mujeres se habían retirado a la sombra de un árbol en un jardín. Hablaban del modo de santificar sus vidas y de entregarse a ejercicios espirituales para los cuales necesitaban licencia de sus maridos. Esto sucedía en la primavera; y sin embargo, el árbol bajo el cual hablaban en vez de echar flores dió frutos: hermosas peras maduras cayeron a los pies de las dos mujeres que las llevaron a sus maridos y les confirmaron por este prodigio en la intención, que ya tenían, de no poner obstáculo a los proyectos de Francisca y de Vannona.

El año 1435, la esposa de Lorenzo quiso instituir una congregación de doncellas y viudas. Varias visiones celestiales la confirmaron en esta resolución. Las oblatas, que ella instituyó, la tuvieron por primera superiora y directora; ella las conducía a los hospitales y a las casas de los pobres, donde curaba a los enfermos y llevaban socorros a los necesitados, y muchas veces en vez de un remedio o de un socorro insuficiente, Santa Francisca les llevaba una curación completa, súbita y milagrosa.

Un año después de la muerte de su hijo llamado Evangelista, Francisca le vió en su oratorio: “Antes de poco, dijo el aparecido, mi hermana Inés vendrá a reunírseme. Pero he aquí mi compañero que de ahora en adelante será el tuyo: es un Arcángel que el Señor te envía, y que ya no te abandonará”. Desde aquel momento, Francisca pudo leer y trabajar de noche como en pleno día, porque el Arcángel era una luz visible sólo para ella. Esta luz tan pronto estaba a su derecha como a su izquierda.

Muchos años más tarde, el 13 de agosto de 1439, Francisca notó un cambio en la faz y la actitud del Arcángel. La faz se volvió más brillante, y el Arcángel le dijo: “Voy a tejer un velo de cien nudos, después otro de sesenta, y después otro de treinta”. Ciento noventa días después de esta visión Francisca murió.

Francisca tuvo el presentimiento de su muerte, y previno a sus amigos. Pedía a Dios la muerte para no ver en la tierra las nuevas aflicciones de que la Iglesia, por lo que ella sabía, estaba amenazada, y que ya la asaltaban, pues en aquellos momentos el antipapa tomaba el nombre de Félix V.

Francisca cayó enferma, y dijo a Don Giovanni: “No olvidéis nada de lo que es necesario para la salvación de mi alma”. Añadiendo, algunos días después: “Mi peregrinación va a concluir en la noche del miércoles al jueves”.

La muerte fue fiel a la cita.

Pero hemos dicho que la vida de santa Francisca reside en sus visiones. Vamos a ellas.

Las más singulares, admirables y características de Santa Francisca son las visiones del Infierno. Suplicios innumerables, variados como lo son los crímenes, le fueron mostrados en su conjunto y en sus detalles.

Vio el oro y la plata en fusión metido por los demonios en las fauces de los avaros. Vio muchas cosas singulares, detalladas, espantosas. Vio las jerarquías de los demonios, sus funciones, sus suplicios, los crímenes diversos que presiden. Vio a Lucifer consagrado al orgullo, jefe de los orgullosos, rey de todos los demonios y de todos los condenados, y que este rey es mucho más desgraciado que sus súbditos.

El Infierno está dividido en tres partes: superior, medio e inferior. Lucifer está en el fondo del Infierno inferior. Bajo Lucifer, jefe universal, hay tres jefes que le están subordinados y que son superiores a los demás: Asmodeo, que era un querubín, preside a los pecados de la carne; Mammon, que era un trono, preside a los de la avaricia. Es interesante ver cómo el dinero forma por sí solo una de las tres grandes categorías de pecados. Beelzebub preside a los pecados de la idolatría.

Todo crimen de magia, espiritismo, etc., corresponde a Beelzebub. Él es particular y especialmente el príncipe de las tinieblas. Por las tinieblas es torturado y con las tinieblas tortura a sus víctimas.

Una parte de los demonios permanece en el Infierno; otra reside en el aire, otra entre los hombres, buscando a cual devorar. Los que están en el Infierno dan sus órdenes y envían sus delegados.

Los que están en el aire obran físicamente en las perturbaciones atmosféricas y telúricas; lanzan por todas partes sus malas influencias e infectan el aire física y moralmente. Su misión especial es debilitar el alma. Y cuando los demonios de la tierra ven a un alma debilitada por la influencia de los demonios del aire la atacan en medio de su desfallecimiento para vencerla más fácilmente.

La atacan en el momento en que desconfía de la Providencia, pues esta desconfianza, cuyos inspiradores especiales son los demonios del aire, prepara al alma a la caída que los demonios de la tierra solicitan.

Primero, cuando ya está debilitada por la desconfianza, le inspiran el orgullo, al que se abandona tanto más fácilmente cuanto mayor es su debilidad. Cuando el orgullo ha aumentado ésta, llegan los demonios de la carne imbuyéndoles su espíritu; y cuando los demonios de la carne la han debilitado más y más, llegan los demonios encargados de los crímenes del dinero. Y una vez éstos han acabado de disminuir todavía sus fuerzas de resistencia, llegan por fin los demonios de la idolatría que concluyen y ponen término a lo que los otros han empezado. Todos están en inteligencia para el mal.

Y he aquí ahora la ley de la caída: Todo pecado conservado arrastra a nuevo pecado. Así, la idolatría, la magia, el espiritismo, esperan en el fondo del abismo a aquellos que, de precipicio en precipicio, han ido cayendo hasta los últimos bordes.

Todas las cosas de la jerarquía celestial son parodiadas en la jerarquía infernal. Ningún demonio puede tentar a un alma sin permiso de Lucifer. Los demonios que tienen su pie fijo en el Infierno sufren la pena del fuego; los que están en el aire o bajo tierra no sufren entretanto este tormento pero soportan otros terribles suplicios, especialmente el de ver el bien que hacen los santos. El hombre que hace el bien inflige a los demonios una tortura espantosa.

Santa Francisca, cuando era tentada, por la clase y la fuerza de la tentación conocía de cuánta altura había caído el ángel tentador y a qué jerarquía había pertenecido.

Cuando un alma cae en el Infierno, multitud de demonios dan las gracias y felicitan a su demonio tentador; pero si un alma se salva, su demonio tentador es objeto de la burla de los demás y conducido delante de Lucifer, éste lo condena a un castigo especial distinto de sus torturas ordinarias. Dicho demonio entra a veces en el cuerpo de algún animal o en el de algún hombre, y se hace pasar por el alma de un difunto.

Se conoce que las modernas prácticas más conocidas desde lo de las mesas parlantes, han sido usadas en todos los tiempos, pues Santa Francisca parece ya describirlas.

Cuando un demonio ha conseguido perder a un alma, después de la condenación de ella, aquel mismo demonio pasa a tentar a otro hombre, y entonces es más hábil que la vez anterior. Se aprovecha de la experiencia adquirida en la victoria y tiene más habilidad y fuerza para la perdición.

Cuando un hombre tiene la costumbre del pecado, Santa Francisca ve el demonio encima de él; cuando el pecado mortal queda borrado, lo ve no encima, sino al lado del hombre. Después de una buena confesión el demonio queda muy débil, y la tentación no tiene ya la misma energía.

Cuando el nombre de Jesús es pronunciado santamente, Santa Francisca ve a los demonios del aire, de la tierra y del Infierno doblegarse bajo espantosas torturas, tanto mayores cuanto más santamente es aquel nombre pronunciado. Si ante una blasfemia se invoca el nombre de Dios, también los demonios se ven obligados a inclinarse; pero al dolor que este obligado homenaje les produce se mezcla un cierto placer.

Cuando un hombre blasfema el nombre de Dios, los ángeles del cielo también se inclinan, atestiguando un inmenso respeto. Así, pues, los labios humanos que tan fácilmente se mueven y tan a la ligera pronuncian aquel terrible nombre, producen en todos los mundos extraordinarios efectos, y despiertan ecos cuya intensidad y grandeza no sospecha el hombre aquí en la tierra.

El fuego del purgatorio es muy distinto del fuego del Infierno. Éste, Santa Francisca lo ve negro, y el del Purgatorio, claro, con un tinte rojizo. Ve, no en el Purgatorio mismo, sino fuera de él, al ángel de la guarda de cada persona difunta, a la derecha de ella, y al demonio tentador a su izquierda. El ángel de la guarda presenta a Dios las oraciones de los vivos ofrecidas en sufragio de aquella alma del purgatorio.

En cuanto a las oraciones rezadas en favor de las almas que se cree están en el Purgatorio cuando no están en él, he aquí, según Santa Francisca, cuál es su aplicación. Si el alma que se cree en el Purgatorio está ya en el cielo y no tiene necesidad de oraciones, las que se ofrecen por ella se aplican a las otras almas que están en el Purgatorio y también a la persona viva que las reza. Si el alma que se cree en el Purgatorio está en el Infierno, el mérito y la eficacia de la oración recaen por completo en el que la hace, y no se reparten como en la hipótesis anterior.

Francisca ve en el Purgatorio tres moradas desigualmente dolorosas y terribles, y en esta división nota todavía subdivisiones. En todas ellas el castigo presenta relación con los pecados cometidos, con la naturaleza de éstos, con sus causas, sus efectos y todas sus circunstancias.

Una de las más hermosas visiones de Santa Francisca es la de los tres cielos. Aquel día vio el cielo estrellado, el cielo cristalino y el cielo empíreo.

Vio la inmensidad del cielo estrellado, su esplendor, y la enorme distancia que separa a unas estrellas de otras. Muchas de ellas le parecieron más grandes que la tierra. El cielo estrellado le dio idea de un esplendor desconocido y no imaginado.

El cielo cristalino le pareció tan alto sobre el estrellado como éste lo es encima de la tierra.

Vio que el esplendor del cielo cristalino era mucho mayor que el del estrellado; y en cuanto al empíreo, lo vio mucho más elevado sobre el cristalino que éste sobre el estrellado. Su inmensidad y magnificencia son inimaginables.

Las almas bienaventuradas y los santos de la tierra, iluminadas por los rayos que partían de las llagas del Salvador brillaban a los ojos de Francisca con resplandor desigual bajo el fuego de los rayos desiguales. Las llagas de los pies iluminaban a los que amaron, y la del costado a los que amaron con más profunda pureza. Santa Francisca vio en esta visión a su alma abismada en la llaga del corazón. Vio la llaga del corazón como un mar sin orillas; y cuanto más avanzaba más insondable le parecía su inmensidad.

Otro día oyó de la boca de Jesucristo estas palabras: “Yo soy la profundidad del poder divino; Yo he creado el cielo, la tierra, los ríos y los mares. Todas las cosas son creadas según mi sabiduría. Yo soy la profundidad, soy la sabiduría divina, soy la sabiduría infinita, soy el Hijo único de Dios… Yo soy la altura, soy la esfera inmensa (inmensa rotunditas), la altura del amor, la caridad inestimable; por mi humildad, fundada en la obediencia, he redimido al género humano”.

Terminemos con la visión más alta: “He visto, dice a su confesor, al Ser antes de la creación de los ángeles. He visto al Ser como es permitido verlo a una criatura que vive en la carne”.

Era un círculo inmenso y espléndido. Este círculo no descansaba en nada más que en sí mismo, Él era su propio sostén. Un esplendor que el espíritu no se figura, salía de aquel círculo; y Francisca no podía mirar fijamente aquel esplendor intolerable. Bajo el círculo infinito y deslumbrador había un desierto que daba idea del vacío; era el lugar del cielo antes que el cielo existiera. En el círculo había algo como la semejanza de una columna muy blanca y absolutamente deslumbrante; era como un espejo en el que Francisca percibía el reflejo de la Divinidad; y vio trazados allí algunos caracteres; principio sin principio, y fin sin fin. Pues Dios llevaba el tipo de todas las cosas en su Verbo antes de crear cosa alguna.

Después, he aquí —como innumerables copos de nieve que cubren las montañas— que son creados los ángeles. El tercio de ellos será precipitado en el abismo; los dos tercios permanecerán en la gloria.

La Inmaculada Concepción de la Virgen apareció a Santa Francisca en esta visión fundamental.

La visión del otro mundo fue el signo particular y el rasgo característico de Santa Francisca Romana.