miércoles, 6 de enero de 2010

Reyes


LOS REYES MAGOS

Tomado de “Fisonomía de Santos”,
de Ernest Hello



Los siglos habían pasado sobre las llamas de Isaías sin extinguirlas. El clamor del profeta resonaba todavía, al menos en el corazón de la Virgen. La muda y vaga esperanza del género humano se precisó, se localizó, en tres Reyes de Oriente.

Los principales personajes de Oriente eran los Magos. Es menester no engañarse con el nombre suponiendo que al decir magos se quería significar hombres dedicados a la magia. No; eran sabios, eran reyes; en Oriente los sabios eran reyes. En la antigüedad remota, la más alta ciencia, tal como el Oriente la concibió, llevaba cetro y corona.

Eran astrónomos, y fueron avisados por una estrella. Una ley existe en virtud de la cual los elegidos lo son según su naturaleza, y son llamados según su carácter. Cada visión, cada aparición, cada palabra divina interior o exterior toma, en cierto modo, la semejanza de aquel que debe verla u oírla; se proporciona y determina según el nombre que en el mundo invisible lleva el escogido para contemplarla.

Por esto los reyes de Oriente, los reyes sabios, los depositarios de las antiguas tradiciones relativas a Balaam, los reyes astrónomos, los reyes ocupados en las cosas del cielo, los reyes que habían sentido el eco misterioso de la antigua tradición murmurar en sus oídos : "Orietur stella", "se levantará una estrella", los reyes elegidos y consagrados que representaban en sí solos, tres como eran, la vocación de los pueblos, fueron llamados por una voz digna de su grandeza: fueron llamados por una estrella.

Melchor representaba la raza de Sem; Gaspar, la raza de Cam; Baltasar, la raza de Jafet. He aquí a Cam reconciliado; y la Cananea verá el rostro de Aquel a quien la estrella anuncia, y triunfará de él por una plegaria.

No creo que nunca la pintura haya representado esa escena con la grandeza que le corresponde. El Diluvio había concluido, las aguas se habían retirado; las tres ramas de la familia humana estaban alrededor de Noé en las personas de sus fundadores. Noé les separa; Noé bendice y maldice. El poder secular de su bendición y de su maldición divide la raza humana; aquel poder dobla la cerviz de Cam bajo el yugo de Sem y de Jafet.

Ante el pesebre de Belén, junto a Jesucristo, de quién Noé fue figura, las tres ramas se unen de nuevo. Gaspar, hijo de Cam, acompaña a Melchor, hijo de Sem, y a Baltasar, hijo de Jafet. Sobre Gaspar no pesa ya inferioridad conocida; se le da lugar igual al de sus compañeros. Las naciones están allí presentes en la persona de aquellos que las representan; ninguna de ellas puede ser envidiada de las demás; todas son llamadas por la misma estrella. La misma atracción, igualmente celestial para todas, igualmente majestuosas, las reúne y las inclina en una misma adoración.

Las tres ramas de la familia humana han oído resonar con igual claridad en sus oídos los ecos del Salmo: "Los reyes de Tarsis y de las islas ofrecerán sus presentes. Los reyes de Arabia y de Sabá llevarán sus dones. Todos los reyes de la tierra lo adorarán, y todas las naciones le servirán".

¿De dónde venían? No se sabe a punto fijo; pero todo hace creer que de la Arabia Feliz. Este país, cuyo nombre es tan extraño, fue habitado por los hijos que Abraham tuvo de Keturá, su segunda mujer; por Jocsán, padre de Saba, y por Madián, padre de Efá. La naturaleza de los presentes ofrecidos favorecen esa creencia: el oro, el incienso y la mirra nacieron en Arabia.

¡Qué drama había en aquel viaje! Imaginemos unos reyes que, súbitamente, por la fe de una estrella, abandonan su palacio, su trono, su reino. ¡Cuánta fe en tal partida, cuánta juventud, cuánto ardor, cuánto afán de luz! Muy libres habían de estar de todo lazo exterior, de toda costumbre, de toda etiqueta y de toda preocupación aquellos hombres que, al primer signo, dejan su reposo oriental y la tranquilidad de su mansión soberana por las fatigas y los peligros de un viaje enorme, y van sin vacilar hacia lo desconocido que se abre a sus miradas.

No vacilan, no dicen: "Mañana". No; parten hoy. Los camellos llevan la pesada carga al través de tierras despobladas y casi desconocidas; entonces y en aquellos lugares los viajes habían de ser raros y difíciles. La estrella sólo señalaba el camino; ella era la única compañera, silenciosa, misteriosa. El viaje debió ser también silencioso. La estrella era la imagen de la luz interior que brillaba y conducía. La Epifanía era su luz. Epifanía... ¡qué palabra!... ¡quiere decir la manifestación!

Al llegar a la capital de la Judea, no preguntan si realmente ha nacido el Rey de los judíos, sino tan sólo en qué lugar ha nacido. Su confianza era absoluta; el hecho, cierto para ellos. Hemos visto su estrella —dicen— y venimos a adorarle. Su pregunta se limita al lugar del nacimiento. No tienen temor ni respetos humanos. Dicen la cosa tal como ellos la saben, sin otros miramientos a nada ni a nadie. No se preguntan si es prudente hablar a Herodes del Rey de los judíos, ni si ha de parecer extraño que vengan de tan lejos por la fe de una estrella, no se preguntan nada; dicen en alta voz lo que piensan.... y sin embargo, hablan a Herodes; a Herodes que hizo morir a su primera mujer Mariamma, que se desembarazó de sus tres hijos porque desconfiaba de ellos.

Pero los tres Magos tienen suficiente grandeza para ser sencillos; marchan porque creen; hablan, porque creen; encuentran, porque creen. Y mientras su fe ingenua encuentra a Aquel que busca, Herodes, el hábil, el astuto, el calculador, el político refinado, degüella a todos los niños que no tiene interés en degollar, y deja vivo únicamente a Aquel a quien quiso hacer morir. Engaña, informa a los Magos inquiriendo, hácese astuto para con la ingenua grandeza de la alta ciencia oriental. Cuando lo hayáis encontrado, les dice, avisádmelo, para que pueda yo ir a adorarle también. Y queda preso en sus propias redes y se pierde a sí mismo. El sólo será la víctima de su doblez por la cual quizá se felicita, contento de lo bien que ha representado su papel. ¡Cuánto no debió burlarse de los tres Magos, al ver su confianza! ¡Y qué indignación no sentirían estos al ver que los judíos no se dignaban buscar entre ellos mismos a Aquel que el Oriente venía a buscar de tan lejos! ¡Y cómo debió mostrarse ante sus ojos aquella espantosa verdad: "Nadie es profeta en su tierra"! ¡Qué efecto debió producirles el lugar donde encontraron el Niño! ¡Venían de la Arabia para adorarlo... y eran reyes!

Aquel a quien venían a adorar, rechazado aún antes de su nacimiento, no había encontrado en la posada un lugar donde nacer. Todos los aposentos estaban tomados. María y José no habían encontrado sitio.

La terrible sencillez de la narración evangélica no insiste en esto que, sin embargo, va más allá de todo pensamiento; consigna simplemente que no había lugar en la posada.

La magnificencia oriental ostentando el oro, el incienso y la mirra, llevando sus reyes en sus camellos con su séquito y sus presentes; esta magnificencia voluntaria y lejana, entusiasta y extraña, muestra en vivo contraste la conducta de aquella gente, de la gente del país que llenaba la posada sin dejar un sitio para Aquel que se refugia entre un buey y una mula, porque está en su tierra, y la estrella lo anuncia en Oriente.

¿Qué pasó en el pesebre? ¿Qué forma tomó la adoración viva y juvenil de aquellos hombres sabios y fuertes? ¡Oh! ¡Qué pintor sería aquel que diera a cada uno de los tres reyes la fisonomía de la rama que representa; que escribiera en sus frentes los nombres de Sem, de Cam y de Jafet; que revelara su adoración según el espíritu de la familia humana que en cada uno de ellos vive; que mostrara con pompa y sin esfuerzo el esplendor oriental en el pesebre de Bethleem! Y sobre todo, ¡qué pintor aquel que pusiera en el rostro de José y en el de María la conciencia de lo que allí pasa!

Los Magos recibieron la orden de no volver a encontrar a Herodes, y regresaron a su país por otro camino. ¡El camino que sirve para ir al pesebre no sirve para volver de él!

El religioso Cirilo, en la vida de San Teodosio, cuenta que los reyes se apartaban de los grandes caminos y de los lugares frecuentados y se retiraban por la noche en las cavernas buscando la soledad. ¿Quién es capaz de medir la profundidad de la impresión que habían recibido? ¿Quién puede imaginar la huella que en sus almas, tan bien dispuestas, había dejado la faz de Aquel a quien buscaron y encontraron?

Vueltos a su patria por otro camino, seguramente vivieron allí una vida nueva y guardaron fielmente el recuerdo. Mucho tiempo después de la muerte y resurrección de Jesucristo vivían aún. Santo Tomás, que había visto a Jesucristo resucitado, bautizó a los que habían visto a Jesucristo en el pesebre. Un parentesco misterioso quizá una a Santo Tomás con los reyes Magos.

Algunos días antes de la Epifanía, hubo otros adoradores también llamados de afuera; eran los pastores.... Los pastores que durante la noche se iban relevando en la guardia de sus rebaños. Los primeros llamados de afuera a la adoración fueron reyes y pastores. Estos dos títulos, colocados ahora en opuestos extremos de la escala social, eran en otros tiempos palabras cuasi sinónimas; pues para el lenguaje y el sentimiento de la remota antigüedad, los reyes eran los pastores de los pueblos. En todas partes los que gobernaban eran llamados pastores, y los que obedecían eran llamados "ovejas".

He dicho que un parentesco misterioso y sobrenatural unía quizás a Santo Tomás con los reyes Magos; otro parentesco misterioso, pero natural, une tal vez a los reyes con los pastores. Los reyes Magos eran sabios; los pastores que velaban por turno cerca de Belén eran sencillos. Los reyes vieron una estrella porque eran astrónomos; los pastores vieron un ángel porque eran sencillos.

Los pastores recibieron la indicación que convenía a su carácter: "Encontraréis al Niño en mantillas y acostado en un pesebre". Y numerosa cohorte de espíritus celestiales se unió al ángel, cantando en la noche santa: "Gloria in Excelsis Deo et in terra pax hominibus bonæ voluntatis". La buena voluntad, esa cosa también sencilla y que apenas encuentra lugar en el lenguaje "vulgarmente" llamado poético, resuena en el canto de los ángeles después del ¡Gloria!, al lado del "Gloria"; y las dos palabras reunidas producen un efecto sublime.

El carácter distintivo de los pastores fue probablemente la sencillez; el de los reyes fue quizás la magnificencia y la generosidad. No quiero decir sólo la generosidad en los presentes, en el oro, en el incienso, en la mirra, sino la generosidad en la fe, en la adoración, en el emprender el viaje. No quiero decir solamente la generosidad que da, sino también la generosidad que se da.

Sus reliquias fueron transportadas de Persia a Constantinopla; Santa Elena las hizo depositar con magnificencia en la basílica de Santa Sofía. El obispo Eustaquio, en tiempos del obispo Emmanuel, las llevó a Milán. Cuando Federico Barbarroja entró a saco en esta ciudad, las reliquias de los reyes Magos recibieron en Colonia su hospitalidad hasta ahora definitiva.

Mucho se ha dicho sobre lo que fue la estrella de los Magos. Unos han creído que era una estrella absolutamente milagrosa que brilló de repente fuera de las leyes naturales y sin relación alguna con la astronomía. Otros han afirmado que una estrella ordinaria nunca hubiera podido señalar una casa determinada; habría indicado a lo más una comarca, pero no de un modo preciso un pequeño establo; era menester, pues, según éstos, que fuera un meteoro que se mostró cerca de la tierra. Otros, finalmente, han recurrido a una tercera explicación; según la hipótesis astronómica adoptada por el doctor Sepp, un astro nuevo puede aparecer de repente merced a la conjunción de tres planetas.

En 1604 los astrónomos observaron la conjunción de los tres planetas Saturno, Júpiter y Marte: una nueva estrella apareció de pronto entre Marte y Saturno, brillando con un resplandor extraordinario y esparciendo entorno una luz coloreada. Se ha calculado que una conjunción análoga se produce, con efectos semejantes, cada 800 años, que son los que emplean Saturno y Júpiter en recorrer el zodíaco. Siete períodos de 800 años (poco más o menos) han transcurrido desde la creación del mundo, períodos que podrían parecer días climatéricos de la humanidad; a saber:

De Adán a Enoc.
De Enoc al Diluvio.
Del Diluvio a Moisés.
De Moisés a Isaías.
De Isaías a Jesucristo.
De Jesucristo a Carlomagno.
De Carlomagno a la Edad Moderna (descubrimiento de la imprenta).
Y el nuestro sería el séptimo día.

La estrella de los Magos ¿fue el resultado de una combinación astronómica, o fue una estrella absolutamente milagrosa? Nadie lo sabe; pero como Dios es autor del orden natural lo mismo que del sobrenatural, su acción es igualmente sensible, igualmente manifiesta, igualmente providencial en uno y otro caso.

El oro, que es el poder; el incienso, que es la adoración; la mirra, que es la penitencia, fueron ofrecidos a Jesucristo por la voluntad expresa de Dios manifestada por una estrella y atestiguada por los reyes.

lunes, 4 de enero de 2010

6 de enero


LA EPIFANÍA Y LA EUCARISTÍA

Tomado de Obras Eucarísticas
de San Pedro Julian Eymard


Et procidentes adoraverunt eum
Y prosternándose le adoraron
(San Mateo, II, 11).

Llamados a continuar, delante del Santísimo Sacramento, la adoración de los Magos en la gruta de Belén, debemos hacer nuestros los pensamientos y el amor que los condujo y sostuvo en la fe. Ellos comenzaron en Belén lo que nosotros continuamos haciendo al pie de la Hostia Santa. Estudiemos los caracteres de su adoración y saquemos de ellos provechosas instrucciones.
La adoración de los Magos fue un homenaje de fe y un tributo de amor al Verbo encarnado: tal debe ser nuestra adoración eucarística.


I

La fe de los Magos brilla con todo su esplendor por razón de las terribles pruebas a que se vio sometida, y de las cuales salió triunfante; me refiero a la prueba del silencio en Jerusalén y a la prueba de la humillación en Belén.

Como hombres sabios y prudentes, los regios viajeros se dirigen derechamente a la capital de Judea, esperando encontrar alborozada toda la ciudad de Jerusalén, al pueblo, animado y contento, festejando tan fausto acontecimiento, y por todas partes señales inequívocas de satisfacción y de la más viva alegría; pero... ¡qué sorpresa tan dolorosa! Jerusalén se halla en silencio y nada se advierte allí que revele la gran maravilla.

¿Se habrán, quizá, equivocado? Si el gran rey hubiera nacido, ¿no anunciaría todo el mundo su nacimiento? ¿No se burlarán de ellos y los insultarán, tal vez, si hacen saber el objeto de su viaje?

Estas vacilaciones y estas expresiones serán acaso hijas de la prudencia según la sabiduría humana, pero indignas, ciertamente, de la fe de los Magos. Ellos han creído y han venido, “¿Dónde ha nacido el rey de los judíos?” —preguntan en voz alta en medio de la asombrada Jerusalén, delante del palacio de Herodes y ante la muchedumbre popular, que sin duda se habrá aglomerado para presenciar el inusitado espectáculo de la entrada de tres Reyes en la ciudad—. “Nosotros hemos visto la estrella del nuevo Rey y venimos a adorarlo. ¿Dónde está? Vosotros, que sois su pueblo y que lo habéis estado esperando tanto tiempo, debéis saberlo”.

Silencio mortal. Interrogado Herodes, consulta a los ancianos y sacerdotes, y éstos responden por la profecía de Miqueas. Con esto despide Herodes a los Príncipes extranjeros, no sin prometerles que iría después de ellos a adorar al nuevo Rey. Enterados por la palabra de Herodes, salen los Reyes y marchan solos: la ciudad permanece indiferente; aun el sacerdote levítico espera, como Herodes, entre la vacilación y la incredulidad.

El silencio del mundo...: he aquí la gran prueba a que se halla sometida la fe en la Eucaristía.

Supongamos que algunos nobles extranjeros se enteran de que Jesucristo habita personalmente en medio de los católicos, en su Sacramento, y que, por tanto, estos felices mortales tienen la dicha inefable y singular de poseer la Persona misma del Rey de los cielos y tierra, del Creador y Salvador del mundo; en una palabra, la Persona de Nuestro Señor Jesucristo. Animados del deseo de verlo y de ofrecerle sus homenajes, vienen estos extranjeros desde las más remotas regiones creyendo encontrarlo entre nosotros en una de nuestras brillantes capitales europeas; ¿no se verían sometidos a la misma prueba de los magos? ¿Qué hay que revele en nuestras ciudades católicas la presencia de Jesucristo? ¿Las iglesias? Pero el protestantismo y el judaísmo tienen también sus templos. ¿Qué hay, pues, que indique esta presencia? Nada.

Hace pocos años vinieron algunos embajadores de Persia y de Japón a visitar a París... Seguramente nada les dio idea de que nosotros poseemos a Jesucristo, que vive y desea reinar entre nosotros. Escándalo es éste que padecen todos aquéllos que viven alejados de nuestras creencias.

Este silencio es también el escándalo de los cristianos débiles en la fe. Al ver que la ciencia del siglo no cree en Jesucristo Eucarístico, que los grandes no lo adoran, que los poderosos no le rinden vasallaje..., infieren de aquí que no está Jesucristo en el Santísimo Sacramento y que no vive ni reina entre los católicos.

¡Hay muchos, por desgracia, que hacen este razonamiento! ¡Es tan grande el número de los necios y de los esclavos que no saben hacer sino lo que ven hacer a los otros!...

Y, sin embargo, en el mundo católico como en Jerusalén, está la palabra de los profetas, la palabra de los apóstoles y evangelistas que delatan la presencia sacramental de Jesús; sobre la montaña de Dios, visible a todos, está colocada la Santa Iglesia, la cual ha reemplazado al Ángel de los pastores y a la estrella de los magos; la Iglesia, que es un sol resplandeciente para quien quiera ver su luz; que tiene la voz de Sinaí para quien quiera escuchar su ley; ella nos señala con el dedo el templo santo, el tabernáculo augusto, clamándonos: “¡He aquí el cordero de Dios, el Enmanuel; he aquí a Jesucristo!”

A su voz, las almas sencillas y rectas se dirigen hacia el Tabernáculo, como los Reyes Magos a Belén; aman la verdad y la buscan con ardor. Ésta es vuestra fe, de todos los que aquí estáis habéis buscado a Jesucristo, lo habéis encontrado y lo adoráis: ¡sed por ello benditos!

Nos dice también el Evangelio que a la voz de los Magos, Herodes se turbó y toda Jerusalén con él.
Que Herodes se turbase no es extraño, porque era un extranjero y un usurpador, y en aquél que le anuncian ve al verdadero rey de Israel, que lo destronará con el tiempo; pero que se turbe Jerusalén al recibir la feliz noticia del nacimiento de Aquél que tanto tiempo ha estado esperando, a quien esta ciudad viene saludando desde Abrahán como a su gran Patriarca, desde Moisés como a su gran Profeta y desde David como a su Rey, es lo que no se comprende.

¿Ignoraba el pueblo judío la profecía de Jacob, que designa la tribu de la cual ha de nacer; la de David, que señala la familia; la de Miqueas, que designa su pueblo natal, y la de Isaías, que canta su gloria? Y con todos estos testimonios, tan claros y tan precisos, fue necesario que unos gentiles, tan despreciados por los judíos, vinieran a decirles: “¡Vuestro Mesías ha nacido! Venimos a adorarlo después de vosotros, venimos a asociarnos a vuestra dicha: mostradnos su regia estancia y permitidnos que le ofrezcamos nuestros homenajes”.

¡Ay, este terrible escándalo de los judíos, que se turban por la nueva del nacimiento del Mesías, continúa repitiéndose entre los cristianos, por desgracia! ¡Cuántos de éstos tienen miedo a la Iglesia donde reside Jesucristo! ¡Cuántos hay que se oponen a la construcción de un nuevo tabernáculo, de un santuario más...! ¡Cuántos que se azoran al encontrar el Santo Viático y no pueden soportar la vista de la Hostia Sacrosanta! ¿Y por qué razón? ¿Qué motivo les ha dado este Dios oculto?

Les da miedo..., porque ellos quieren servir a Herodes y acaso a la infame Herodíades; ésa es la última palabra de este escándalo herodiano, que irá seguido muy presto del odio y de la persecución sangrienta.


La segunda prueba de los Magos está en la humillación del Niño-Dios en Belén.

Ellos esperaban encontrar, como era natural, todos los esplendores del cielo y de la tierra alrededor de la cuna del recién nacido. Su imaginación les había hecho ver de antemano estas magnificencias. Habían oído en Jerusalén las glorias predichas por Isaías acerca de Él. Habían visitado, sin duda, aquella maravilla del mundo, es decir, el templo que lo había de recibir y, andando el camino, se dirían: “¿Quién hay semejante a este rey?” Quis ut Deus.

Pero, ¡oh sorpresa!, ¡qué decepción y qué escándalo para una fe menos arraigada que la suya! Conducidos por la estrella, van al establo, y ¿qué ven allí? Un pobre Niño con su joven madre: el Niño estaba acostado sobre la paja como el más pobre entre todos los pobres —¿qué digo?— como tierno corderillo que acaba de nacer, reposa en medio de los animales; unas miserables mantitas lo protegen un poco contra los rigores del frío. Muy pobre ha de ser su madre para que nazca él en tan humilde lugar. Los pastores ya no están allí para referir las maravillas que han contemplado en el cielo. Belén se muestra indiferente.

¡Oh, Dios mío, qué prueba tan terrible! Los reyes no nacen así..., ¡cuánto menos un Rey del cielo! ¡Cuántos habitantes de Belén habían acudido al establo acuciados por el relato de los pastores y habían vuelto incrédulos! ¿Qué harán los Reyes Magos? Vedlos arrodillados, postrados con el más profundo respeto y adorando con la mayor humildad a aquel niño; lloran de alegría al contemplarlo. ¡La pobreza que lo rodea les causa arrebatos de amor! Et procidentes adoraveunt eum (San Mateo, II, 11).

¡Oh Dios, qué inexplicable misterio! ¡Nunca los Reyes se abaten así, ni aun en presencia de otros soberanos! Los pastores admiraron al Salvador anunciado por los ángeles, y el evangelista no dice que se arrodillasen ante Él para adorarlo. Los Magos son los que le rindieron el primer culto, el primer homenaje de adoración pública en Belén, así como fueron sus primeros apóstoles en Jerusalén.

¿Qué vieron, pues, los Magos en aquel establo, en aquel pesebre y sobre aquel Niño? ¿Lo que vieron? El amor..., un amor inefable, el verdadero amor de Dios a los hombres; vieron a un Dios arrastrado por su amor hasta hacerse pobre para ser el amigo y el hermano del pobre; vieron a un Dios que se hacía débil para consolar al débil y al que se ve abandonado; vieron a un Dios sufriendo para demostrarnos su amor. Esto es lo que vieron los magos y ésta fue la recompensa de su fe, su triunfo sobre esta segunda prueba.

La humillación sacramental de Jesús es también la segunda prueba de la fe cristiana.

Jesús, en su Sacramento, no ve las más de las veces sino la indiferencia de los suyos, y aun muchas veces su incredulidad y menosprecio. Fijaos en esta triste verdad, que fácilmente podréis comprobar: Mundus eum non cognovit (San Juan, I, 10).

Tal vez se creería en la Eucaristía si a la hora de la consagración se oyeran, como en su nacimiento, los conciertos de los ángeles, o si como en el Jordán se viera el cielo abierto sobre Él, o si brillara su gloria como en el Tabor o, en fin, si se renovara en nuestra presencia alguno de esos milagros que ha obrado el Dios de la Eucaristía a través de los siglos.

¡Pero nada menos aún que nada! ¡Es la nada de toda la gloria, de todo el poder y de todo el ser divino y humano de Jesucristo; ni siquiera se ve su faz humana, ni se oye su voz, ni se percibe acción alguna suya sensible!

La vida es el movimiento, dicen, y el amor al menos se manifiesta por algún signo. Aquí no se nota más que el frío y el silencio de la muerte.

¡Tenéis razón los hombres de la razón pura; los que os tenéis por la gloria de este mundo, los filósofos de los sentidos; tenéis mil veces razón. La Eucaristía es la muerte o, mejor, el amor que lleva hasta la muerte. Este amor de la muerte es lo que lleva al Salvador a tener atado su poder, lo que le hace reducir a la nada su gloria y su Majestad divina y humana para no atemorizar al hombre; el amor de la muerte es lo que induce a Jesús, para no desalentar al hombre, a ocultar sus perfecciones infinitas y su santidad inefable, mostrándose solamente bajo el tenue velo de las santas especies, las cuales lo descubren más o menos a nuestra fe, según la pujanza o flojedad de nuestra virtud.

Todo esto es para el verdadero cristiano, no el escándalo ni la prueba de su fe, sino la vida y la perfección de su amor. Su fe viva pasa a través de esta pobreza de Jesús y de esta debilidad y apariencia de muerte y llega hasta su santísima alma, consulta con sus pensamientos y sentimientos admirables, y al descubrir su divinidad unida a su Sacratísimo Cuerpo y oculto bajo las sagradas especies, el cristiano, como los Magos, se postra, contempla y adora, arrobado en suaves deliquios de amor: ¡ha encontrado a Jesús! Et procidentes adoraverunt eum (San Mateo, II, 11).

Aquí tenéis la prueba y el triunfo de la fe en los Magos, y las pruebas y el triunfo de la fe de los cristianos.

Examinemos el homenaje de amor de los magos al Dios-niño y el homenaje que nuestro corazón debe rendir también al Dios de la Eucaristía.


II

La fe nos lleva a Jesús; el amor lo encuentra y le adora. ¿Cuál es el amor de los Magos adoradores?

Es un amor perfecto. El amor se conoce por los tres efectos siguientes, que son propiamente su vida:

1°.- Se manifiesta por la simpatía. La simpatía de las almas es su lazo de unión, es la ley que regula dos vidas; por ella uno de los amantes se hace semejante a otro: Amor pares facit.

La acción de la simpatía natural, y con más razón de la simpatía sobrenatural con Nuestro Señor Jesucristo, está en la atracción fuerte, en la transformación uniforme de dos almas en una..., de dos cuerpos en uno: como el fuego convierte y transforma en sí mismo toda materia combustible, así también el cristiano se transforma en Dios por amor de Jesucristo. Símiles ei erimus (I San Juan, III, 2).

¿Cómo pudieron concebir tan pronto los magos simpatías por este pequeño Niño que ni habla ni puede revelarles su pensamiento? El amor vio, y el amor se unió al amor. ¿No os lo dice el ver a esos Reyes arrodillarse ante el pesebre, y ante animales, y a pesar de un estado tan humillado y humillante para los Reyes adorar a este débil Niño, que no puede hacer otra cosa que mirarlos? Lo que hacen las palabras tratándose de amigos, lo hace aquí el amor.

¿No veis cómo ellos imitan, cuanto es posible, el estado del Divino Niño? El amor propende a la imitación, porque es simpático. Aquellos Reyes querían rebajarse más, anonadarse y descender hasta las entrañas de la tierra, para adorar mejor, e imitar a Aquél que desde el trono de su gloria se humilló hasta parar en un pesebre, en forma de esclavo.

Ellos abrazan la humildad con la cual se desposó el Verbo encarnado; aman la pobreza que el mismo Verbo deificó y el sufrimiento que Él divinizó; el amor, como veis, transforma; produce la identidad de vida; hace sencillos a los reyes, humildes a los sabios y pobres de corazón a los ricos. Los reyes son todo esto a la vez.

La simpatía es necesaria a la vida de amor, porque endulza los sacrificios y asegura su constancia; en una palabra, la simpatía es una verdadera prueba de amor y una prenda de su constancia. El amor que no ha llegado a ser simpático es una virtud trabajosa, heroica a veces, pero privada siempre de la alegría y de los encantos de la amistad. Para un cristiano llamado a vivir de amor de Dios resulta necesaria esta simpatía de amor.

Ahora bien: en la Eucaristía Nuestro Señor Jesucristo nos atestigua con dulzura el amor personal que, como a amigos suyos, nos profesa; allí permite que nuestro corazón descanse un poco sobre el suyo, como se lo consintió al Discípulo Amado; allí nos hace gustar, aunque sea como de paso, la dulzura del Maná celestial; allí es donde hace que nuestro corazón experimente la alegría de recibir a su Dios, como Zaqueo; la alegría de recibir a su Salvador, como la Magdalena; de recibir al que constituye su felicidad y su todo, como la Esposa de los Cantares; allí es donde se escapan esos suspiros de amor... ¡Oh, cuán suave sois, Dios mío! ¡Qué bueno y qué tierno eres, Jesús de mi corazón, para los que te reciben con amor!

La simpatía del amor no se parará en el goce. Es una hoguera que el Salvador ha encendido en el corazón simpático: Carbo est Eucharistia quæ nos inflammat. El fuego es activo y todo lo invade. Así también el alma por la acción de la Eucaristía se siente impulsada a exclamar: “¿Qué haré yo, Dios mío, para corresponder a tanto amor?” Y Jesús responde: “Debes imitarme y vivir de mí para mí”. La transformación será fácil. “En la escuela del amor —dice la Imitación de Cristo— no se anda paso a paso..., se corre..., se vuela”: Amans volat, currit (Imit., I, III, cap. 5).


2°.- El amor se manifiesta, en segundo lugar, por su carácter de absoluto en lo que afecta al sentimiento: quiere dominarlo todo, ser dueño único y absoluto del corazón. El amor es uno; tiende a la unidad porque es su esencia; absorbe o es absorbido.

Esta verdad brilla con todo su esplendor en la adoración de los Magos. Tan pronto como ellos han encontrado al Rey-Niño, sin atender a la indignidad del lugar, ni a los animales que allí se encuentran y que hacen este lugar más repulsivo; sin pedir prodigios al cielo ni explicaciones a la Madre, y sin examinar siquiera por curiosidad al Niño, caen súbitamente de rodillas y lo adoran profundamente. Ellos le adoran a Él solo; no ven otra cosa más que su infantil persona, ni han tenido otro motivo, fuera de Él, para acudir allí. El evangelio no hace mención de los honores que debieron tributar a su Santa Madre; en presencia del sol todos los demás astros se eclipsan; la adoración es una, como el amor que la inspira.

Notémoslo bien: la Eucaristía es el amor de Jesucristo para con el hombre en su grado más elevado, puesto que es, como si dijéramos, la quintaesencia de todos los misterios de su vida, como Salvador. Todo lo que hizo Jesucristo, desde la encarnación hasta la cruz, tiene por objeto el don de la Eucaristía, su unión personal y corporal con cada uno de los cristianos, mediante la Comunión; Jesús veía en la Comunión el medio de comunicarnos todos los tesoros de la pasión, todas las virtudes de su santa humanidad y todos los méritos de su vida. Ved aquí el prodigio del amor: Qui manducat meam carnem, in me manet, et ego in illo (San Juan, VI, 56).

Nuestro amor a la Eucaristía debe ser también absoluto si queremos llegar, por nuestra parte, al fin que se propuso en la Comunión, o sea la transformación de nosotros en Él mediante la unión. La Eucaristía debe ser, por consiguiente, la norma de nuestras virtudes, el alma de nuestra piedad, el deseo supremo de nuestra vida, el pensamiento principal y dominante de nuestro corazón y como el lábaro glorioso de nuestros combates y sacrificios. Sin esta unidad de acción no llegaremos nunca a lo absoluto del amor; con ella, nada más dulce, nada más fácil: contamos entonces con todo el poder del hombre y con todo el poder de Dios que actúan de consuno para consolidar el reinado del amor. Dilectas meus mihi et ego illi (Cant. Cant., II, 16).


3°.- En fin, el amor se manifiesta por las dádivas. Tanta perfección hay en el amor cuanta sea la perfección del don. El escritor sagrado entra en los más explícitos detalles sobre el modo y las circunstancias de los dones ofrecidos por los Magos. “Y abriendo —dice— sus tesoros, le ofrecieron oro, incienso y mirra” (San Mateo, II, 11).

El oro, que es el tributo destinado a los reyes; la mirra, que se emplea para honrar la sepultura de los grandes de la tierra, y el incienso, que es el emblema del homenaje debido a Dios.

O, más bien, estos tres dones son el homenaje de toda la humanidad representada a los pies del Niño-Dios: el oro significa el poder y la riqueza; la mirra, el sufrimiento, y el incienso, la oración.

Así, pues, la ley del culto eucarístico empezó en Belén para continuarse perpetuamente en el Cenáculo de la Eucaristía. Los Reyes comenzaron, y nosotros debemos continuar sus homenajes. Jesús Sacramentado necesita oro, porque es Rey de los reyes; necesita oro, porque tiene derecho a un trono más espléndido que el de Salomón; necesita oro para sus vasos sagrados y para su altar. ¿No debe tratarse la Eucaristía con mayor esmero que el arca, hecha de oro purísimo, con el oro que proporciona el pueblo fiel?

Jesús Eucarístico necesita mirra, no para Sí, puesto que ya consumó su sacrificio sobre la Cruz, y la resurrección glorificó su Cuerpo divino y su sagrado sepulcro. Mas como se constituyó nuestra Víctima perpetua sobre el altar, esta Víctima necesita sufrir, lo que no puede hacer sino en nosotros y por nosotros; así encuentra el medio de renovar la sensibilidad, la vida y el mérito de sus sufrimientos en nosotros que somos sus miembros; nosotros lo contemplamos y le damos su verdadero carácter actual de Víctima inmolada.

También se le debe el incienso. El sacerdote se lo ofrece todos los días. Pero quiere además el incienso de nuestras adoraciones para derramar, en cambio, sobre nosotros sus bendiciones y sus gracias.

¡Felices debemos considerarnos de poder compartir por la Eucaristía la dicha de María, de los Reyes Magos y de los primeros discípulos que obsequiaron con sus dones a Jesucristo!

En la Eucaristía se nos ofrece también la ocasión de poder socorrer la pobreza de Belén. Sí; todos los bienes de la gracia y de la gloria nos vienen por conducto de la Eucaristía; todos ellos tienen su origen y su manantial en Belén, convertido en cielo de amor; se acrecentaron durante la vida del Salvador, y todos esos ríos de gracias, de virtudes y méritos desembocaron en el océano del Sacramento adorable, en el cual los tenemos nosotros en toda su plenitud.

Asimismo, de la Eucaristía nacen también nuestras obligaciones: el amor de la Eucaristía nos obliga a una generosa correspondencia. Los Magos son nuestros modelos y los primeros adoradores; mostrémonos dignos de su excelsa fe en Jesucristo; seamos los herederos de su amor y algún día seremos herederos de su gloria.